La hija del huracán. Kacen Callender

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Название La hija del huracán
Автор произведения Kacen Callender
Жанр Книги для детей: прочее
Серия KAKAO MIDDLE
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9788412189506



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con estanterías que cubren todas las paredes. En cada uno de los estantes se agolpan un montón de libros y papeles sueltos, que parecen a punto de echar a volar por la estancia como un tornado. Hay tantos libros y papeles que temo que se me caigan en la cabeza.

      La directora no parece tener miedo. Se llama señorita Joe y solo se dirige a las alumnas por su apellido, porque dice que así sabemos que estamos destinadas a la excelencia, aunque yo no sé bien qué tiene mi apellido que ver con nada.

      Ella continúa:

      —Creo que está enfadada porque le han hecho daño y necesita ayuda para superar ese dolor. Así que no me quedaría la conciencia tranquila si la expulsara. Sin embargo, ya tiene dos faltas y, si vuelve a hacer algo parecido, no tendré más remedio que pedirle que se marche.

      Hay una araña inspeccionando su tela en un rincón del despacho. La directora Joe se levanta con dificultad, porque los libros están por todas partes, bailando al borde del escritorio y los estantes, y amenazando con caerse al suelo. Se detiene despacio junto a mí, que estoy sentada en la silla.

      —Todas las niñas necesitan a su madre.

      Es todo lo que menciona acerca del tema antes de coger un libro de la estantería. No sé cómo puede encontrar algo ahí, pero simplemente alarga el brazo y escoge el libro de entre muchos otros. Tiene una encuadernación de cuero morado y un hibisco grabado en la cubierta. La directora lo hojea, arranca unas pocas páginas y luego me lo alarga. El papel es grueso y amarillo, con motivos de flores doradas en las esquinas. Decido que es el papel de libro más bonito que he visto.

      —Escríbale cartas a su madre —dice la directora—. Así, algún día, si vuelve a verla, podrá decidir si se las da o no.

      Me guardo el diario y le doy las gracias, porque mi madre me enseñó a decir gracias siempre que alguien me diera algo, pero no pienso escribir nada en ese papel. Es el primer regalo que me hace una persona que no es ni mi madre ni mi padre, y pienso guardarlo en la mesilla de noche y no dejar que se manche ni una sola de las bonitas hojas de papel.

      La señorita Joe sonríe y añade:

      —Eso sí, no tire más piedras.

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      Un día antes del incidente de las piedras, yo me sentaba sola en clase, rodeada de pupitres y polvo de tiza. También me senté sola a la hora de comer, como siempre, en la pequeña y asfixiante cafetería, donde los pies se pegan a las baldosas y las mesas de plástico están manchadas de zumo de frutas; de vez en cuando, alguna salamandra se desliza entre las mosquiteras con su piel traslúcida y podemos verle los órganos sobre el cristal de la ventana.

      Yo miraba a las alumnas, que ni se acercaban a mí ni me miraban, porque no hacían más que darme azotes en el culo, y porque preguntaba demasiado en clase y sabía demasiadas respuestas. Jamás me habían prestado la más mínima atención. Podía haber sido invisible, porque todas pasaban a mi lado riéndose y gastándose bromas, y se sentaban juntas en sus mesas de siempre. Nadie me decía: «Siéntate con nosotras, Caroline». Así que me pasaba el resto de la comida sintiendo lástima de mí misma y tratando de recordar que los niños que siempre estaban solos, como yo, eran los que luego crecían y llegaban a ser alguien que todos desean ser.

      Un día después del incidente de las piedras, no ha cambiado nada, salvo que ahora las niñas me miran cuando yo las miro. Se inclinan hacia sus amigas, cuchichean y se ríen. Anise está sentada al otro extremo de la cafetería, pero su voz me llega por encima de los murmullos.

      —Esa Caroline Murphy es una buscona —dice, aunque no dice «buscona» sino algo peor, pero mi madre me habría dado una tunda por decir esa palabrota—. Mirad lo que me hizo. Me han tenido que dar puntos y encima dicen que me quedará cicatriz. Es lo que pasa cuando no te educan bien.

      Y sus amigas chasquean la lengua con desdén y sacuden la cabeza, tal y como han visto hacer a sus madres en las comidas con té de citronela, setas y pescado salado. Solo hay una chica que, aunque me mira cuando la miro, no parece tan ofendida como el resto. Es blanca, es amiga de Anise y se sienta en la misma mesa que las otras, pero no la he oído hablar en mi vida. No sé si será sorda, muda o simplemente prefiere no pronunciar palabra, igual que el Gran Jefe de Alguien voló sobre el nido del cuco, que solo conozco porque es uno de los libros que mi madre me leía en alto por la noche, cuando yo me acurrucaba a su lado en su cama blandita y le pedía que siguiera leyendo aunque ya tenía la voz ronca, y odiaba a mi padre cuando nos abría la puerta y me decía que me fuera a mi cuarto porque quería dormir.

      La niña se llama Marie, pero todo el mundo la llama María Antonieta porque es blanca. Tiene el pelo amarillo y los ojos azules, y el aspecto que el resto del mundo piensa que todos deberíamos tener, porque dicen que las personas con el pelo amarillo y los ojos azules son más bellas que los demás, aunque no entienden que les han lavado el cerebro para pensar eso porque era lo que las personas con el pelo amarillo y los ojos azules querían que creyeran. Por eso, cuando vi a Marie por primera vez, decidí que no me caía bien, porque ella le cae bien a todo el mundo automáticamente por tener ese aspecto y yo le caigo mal a todo el mundo por tener el mío.

      Me sigue sin caer bien, pero mientras Anise continúa hablando en voz alta, María Antonieta me observa en silencio y, cada vez que nuestros ojos se encuentran, baja la vista a la mesa. Luego vuelve a mirarme otra vez y otra vez y otra vez, hasta que, cuando termina la hora de comer, la he pillado mirándome casi dieciséis veces. Son muchas veces, así que supongo que querrá algo de mí. Decido preguntarle directamente en vez de pasarme el resto del día con dudas.

      —Hola —le digo a Marie en el pasillo.

      Me tiemblan las manos, así que me las echo a la espalda, donde nadie más las ve. Anise está tan cerca de nosotras que podría escupirme a la cara; y a lo mejor lo hace, cuando termine de hacer esa mueca exagerada de horror y asco para todo su público.

      Marie también parece sorprendida, pero asiente a modo de saludo.

      —¿Quieres dar un paseo después de clase? —le pregunto, porque sé que vive en Frenchtown, que es donde viven la mayoría de los blancos de Santo Tomás, junto a la costa.

      Marie duda; luego, mira a Anise y a sus otras amigas, me mira y niega con la cabeza. Se marcha, y Anise se echa a reír a carcajadas y empieza a gritarles a sus amigas:

      —¿Pero qué hace? ¿Quién se cree que es?

      E incluso entonces, aunque Marie sonríe igual que las demás, la veo girarse para mirarme en el pasillo, como si intentara enviarme un mensaje telepático; pero yo no estoy conectada a la frecuencia apropiada para recibirlo.

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      Cuando llego a casa, mi padre aún no ha vuelto del trabajo. Me quito con los pies los zapatos y los calcetines, y los dejo tirados en la puerta de mi dormitorio, como siempre, y veo el diario que me dio la directora Joe en la mesilla de noche. Lo cojo, pensando que a lo mejor sí que le escribo una carta a mi madre, pero luego lo arrojo lejos de mí con todas mis fuerzas. El diario choca con una lámpara que a mi madre le pareció exquisita en cuanto la vio y la compró inmediatamente, y me dio una sorpresa cuando la puso en mi habitación en vez del salón, donde todos podrían verla. La lámpara cae al suelo y se rompe en mil pedazos, algunos tan pequeños que son casi polvo.

      Estoy por tirarme al suelo y llorar, pero llorar no va a ayudarme, por lo que en vez de eso huyo de casa. Cierro de un portazo la puerta con mosquitera y corro descalza por el agua estancada, saltando sobre las raíces e hiriéndome los pies con las piedras, hasta que llego a la barca azul de mi padre. Inspiro hondo y jadeo, y tiro y gruño hasta que los brazos se me vuelven líquidos y me tiemblan las piernas, sudo al calor de la tarde y los mosquitos se me enredan en el pelo; pero no me detengo hasta que la barca vuelve a estar boca arriba. Tomo aire