Название | La hija del huracán |
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Автор произведения | Kacen Callender |
Жанр | Книги для детей: прочее |
Серия | KAKAO MIDDLE |
Издательство | Книги для детей: прочее |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412189506 |
Los ojos le brillan como dos lunas llenas, pero todo lo demás es negro y apenas puedo verla, como si solo existiera cuando la miro de reojo y desapareciera si intento fijarme en ella.
Me quedo quieta. Escucho el suave sonido del agua al chocar contra el casco de la barca y miro el océano que se ha abierto frente a mí, tranquilo y liso como un cristal negro. Ella ya se ha ido, pero susurro:
—Mamá, ¿eres tú?
Nada responde salvo los vientos alisios, que se me enredan en el pelo. Hace rato que la mujer de negro se ha ido, pero todavía la siento cerca de mí. En la lejanía, oigo que mi padre grita mi nombre:
—¡Caroline! ¡Caroline! ¡Caroooline!
Salto de la barca. Los pies se me hunden en el agua salada y la arena, y las heridas me escuecen, y empujo la barca a través del limo del manglar muerto hasta que encalla en la tierra. Para cuando regreso a casa de mi padre, estoy cubierta de barro y lágrimas. Él me espera en lo alto de la escalera; la luz de la casa resplandece a través de la mosquitera. Creo que va a chillarme y, por un instante, él debe de pensar lo mismo; pero entonces me ve y abre los brazos y me estrecha con fuerza, y me acaricia el pelo igual que haría mi madre. No me abraza hasta que le pido que me suelte, pero aprecio igualmente el detalle.
Y me siento mal, porque sé que voy a dejarlo solo aquí, en esta casa, igual que nuestra madre nos abandonó a los dos.
Soy una hija del huracán. No significa nada especial, salvo que nací en mitad de un huracán. Mi madre contaba esa historia al menos una vez al mes; y a veces dos, si tenía un ataque de amor, cuando se ponía tan cariñosa que me daba miedo que me fuese a ahogar y quería compartirlo conmigo recordando el momento en que nací. Por eso recuerdo la historia casi de memoria: no solo las palabras, sino también las pausas, cuando mi madre se detenía y cerraba los ojos y la boca se le curvaba en una sonrisa.
Era su historia favorita. No esperaba que yo llegara esa noche, pero al igual que no siempre puedes saber cuándo se va a morir alguien y va a dejar este mundo, yo irrumpí en él un mes antes de lo previsto. En ese punto de la historia, mi madre sonreía. Mi padre estaba fuera, como el buen hombre que era, ayudando a unas vecinas a atar los techos y reforzar las ventanas de sus casas. Y, aunque ya había móviles por entonces, a veces parecía que una barrera mágica impedía el paso de cualquier tecnología a Water Island, que seguía como siempre había estado; así que esa noche mi madre gritó y gritó, pero nadie la oyó.
Llenó la bañera de agua tibia y se metió en ella, y se quedó allí mientras la tormenta azotaba las islas antes de lo que nadie esperaba; la lluvia caía a raudales sobre el techo de la casa; el viento arrancó la ventana de la cocina y alzó el mar contra nuestra casa. El piso de abajo se llenó de agua, tanta que le llegaba a las rodillas a un hombre adulto. Y siempre que le preguntaba a mi madre, ella decía que sabía que aquello no era solo un huracán, sino también una manga de agua; una especie de tornado que nace en el océano y que arrasa la tierra hasta que muere, del mismo modo que algunos insectos nacen y mueren todos en el mismo segundo.
Mi madre apretaba los puños. Decía que mi padre se había tenido que quedar en casa de la vecina y estaba escondido junto a una de las ancianas bajo el fregadero, pero en cuanto la manga de agua dejó de rugir, salió de allí y corrió bajo la tormenta hasta que nos encontró: a mi madre, sentada en una bañera de agua sanguinolenta, y a mí. Aunque había nacido un mes demasiado pronto, era como si hubiera estado en su barriga un año, porque era enorme y lloraba a pleno pulmón por encima del viento y la lluvia. Casi como si no perteneciera a este mundo. El huracán me arrancó del mundo de los espíritus y me escupió en este. Mi madre me besaba la mejilla y me acariciaba el pelo.
Nunca me dijo lo que significaba ser una hija del huracán. Eso no era parte de la historia. Pero me entero de lo que significa cuando las ancianas que viven cerca vienen de visita; su amiga muerta lo susurra. Que es una maldición nacer cuando hay un huracán. Que no tendré suerte durante el resto de mi vida y que la tristeza me seguirá dondequiera que vaya.
Y él te llamó melancolía.
Pues me trae al pairo esa maldición. Escupo sobre esa maldición.
No necesito la suerte de este mundo para vivir. Ni siquiera necesito caerle bien a nadie.
Solo tengo una cosa que hacer: encontrar a mi madre. Eso es todo lo que necesito.
Mi madre y yo a veces cantábamos a pleno pulmón, como si nos diera igual quién nos escuchara; juntas, cantábamos soca y calipso y canciones de reggae clásico, pero cuando estaba sola, ella tarareaba baladas.
¿Por qué quieres volar, mirlo?
No sé nada sobre los mirlos, porque nunca he visto uno con mis propios ojos, pero da igual: sé que soy uno de ellos. Cuando cantábamos tan fuerte como podíamos, mi madre me cogía en brazos y me giraba sobre su cabeza, y yo gritaba y ambas casi nos caíamos entre risas. Sabía que nadie me querría nunca tanto como mi madre. Nadie, nunca, volvería a quererme de esa manera.
La última vez que mi madre estuvo cerca de mí, no tanto como para poder tocarla, pero sí más cerca de lo que está ahora, fue cuando nos enviaba las postales. Y creo que, quizás, la última postal que nos mandó podría ser donde está ahora.
Mi padre no tiró esas postales. Sé que las tiene guardadas en un cuarto en el que no duerme nadie, junto a las herramientas del jardín y los libros viejos, montones de libros ilustrados de cartoné que mi madre me solía leer. Hay cestas llenas de tarjetas sin usar. Mi madre solía comprar muchas tarjetas, tarjetas de Feliz cumpleaños y ¡Felicidades! y Sentimos tu pérdida para estar siempre preparada para un cumpleaños del que se había olvidado o una muerte repentina.
Las cestas están llenas de estas tarjetas, pero no veo por ninguna parte las postales de mi madre, así que busco, busco, busco y vuelco las cestas, y, cuando he mirado hasta la última tarjeta, busco también dentro de los libros ilustrados, por si alguien ha usado las postales de marcapáginas. Y miro detrás de las herramientas del jardín y dentro de los aparadores mientras intento no llorar de frustración. Tengo las manos llenas de cortes por el papel. Y al final, me siento en el suelo y admito que las postales no están en ninguna parte.
—Caroline, ¿qué haces?
Mi padre aparece detrás de mí con expresión preocupada. No lo esperaba; me ha dado un susto tan grande que el corazón me late como las alas de un colibrí y una sensación cálida se me derrama en el pecho, como cuando me despierto de una pesadilla terrible en la cama.
—Busco una cosa.
—Ya veo. ¿Qué es?
Dudo. Si se lo cuento, ¿sabrá que busco a mi madre? ¿O me dirá dónde ha dejado las postales, sin más? Decido arriesgarme.
—Estoy buscando las postales que nos enviaba mamá.
—¡Ah! —Se cruza de brazos—. ¿Y para qué?
Abro la boca y se me escapa una mentira antes de pensar siquiera en alguna.
—En el cole nos han mandado un trabajo sobre