Название | La hija del huracán |
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Автор произведения | Kacen Callender |
Жанр | Книги для детей: прочее |
Серия | KAKAO MIDDLE |
Издательство | Книги для детей: прочее |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412189506 |
Me cogió en brazos, aunque por entonces yo ya tenía once años y era perfectamente capaz de caminar, y me llevó fuera. Desde aquella posición, vi las luces brillar. Al principio tuve miedo, porque en el colegio me habían enseñado que a los esclavos a veces los arrojaban al agua antes de llegar a la isla. Pensé que las luces eran los fantasmas de esos esclavos y que venían a por mí, porque me tenían envidia por haber nacido libre.
Pero mi padre no tenía miedo. Dijo que no eran esclavos, sino medusas perdidas; perdidas, porque a Water Island nunca llegaban medusas que brillaran tanto. Me metió en la barquita y salimos a navegar. Las olas nos mecían arriba y abajo. A nuestro alrededor brillaban las luces, y era como si el mundo se hubiese confundido y se hubiera puesto boca abajo; nosotros flotábamos sobre las estrellas, y por encima de nuestras cabezas estaban las medusas y el mar.
—Es casi tan hermoso como el cielo —dijo mi padre.
Yo estuve de acuerdo hasta que metí la mano en el agua. Entonces las medusas me picaron y me salió un sarpullido que tardó varios días en curárseme.
Mi padre sale de casa tres horas antes de que yo me levante para llegar a tiempo al trabajo o, al menos, eso es lo que me dice. Por eso, en lugar de llevarme en barca de una isla a otra, coge el ferry. Y por eso cada mañana yo me monto en la lancha motora del señor Lochana para llegar a la costa de Santo Tomás.
El sol amarillo brilla con fuerza, hace un calor sofocante y la blusa del uniforme se me pega a la piel por el sudor. Veo las cosas que nadie más ve. Una mujer me observa a la sombra de un árbol. Sin embargo, cuando vuelvo la cabeza para darle los buenos días, ya se ha ido, y no queda nada salvo los rayos de sol y los brotes verdes que se mecen en la brisa.
En Santo Tomás, hay taxis de safari[2] que hacen recorridos fijos y paran para recoger a los pasajeros de la isla, pero no les gusta parar a recoger a los lugareños; y los que sí lo hacen, no se paran a recoger a los niños. Por eso tengo que correr para coger un taxi y me monto de un salto cuando aminora la velocidad por un semáforo en rojo que cuelga por encima de la calle. Una mujer de grandes pechos chasquea la lengua cuando trepo sobre ella hasta meterme a presión en un huequecito sin pedir permiso.
En el taxi de safari hace calor. Los asientos están sudados y no hay mucho espacio para respirar, lo que obliga a la gente a sacar la cabeza por las ventanillas. Temo que las camionetas que pasan por el carril contrario les arranquen esas cabezas. El taxi deja atrás el mercado, que huele a pescado preparado y pastel de carne, y los campos de béisbol, donde los niños que hacen novillos con el uniforme escolar se persiguen unos a otros y buscan cangrejos soldado en la tierra. Allí están los restaurantes que a mi madre tanto le gustaban, con su olor a guiso de ternera y plátano frito. Todos los domingos nos daban un plato después de misa y yo siempre aguardaba con ganas mi zumo de fruta de la pasión, que estaba tan dulce que las avispas no me dejaban en paz. Cuando mi madre se fue, le pregunté a mi padre si me llevaría él a misa y fingí que era porque era buena cristiana, pero realmente era por el zumo. Me contestó que iríamos la semana siguiente, pero no hemos vuelto desde entonces.
En los puestos con toldos azules se vende fruta, vestidos de verano y botellas de ron helado. Por las calles asfaltadas cruzan a toda prisa camionetas, autobuses y pollos. El otro lado de la calle está abarrotado por los turistas que acaban de bajar del ferry, que sacan fotos a los puestos de figuritas de madera, a los bolsos falsificados y a una burra llamada Oprah que lleva unas enormes gafas de sol amarillas. El taxi aminora cuando pasamos por delante de una iglesia católica; detrás de ella está mi colegio.
Salto del taxi sin pagar, ya que mi padre ha olvidado darme dinero otra vez y ya le he dado al señor Lochana todos los cuartos que encontré escondidos por la casa, como si hubiera ido a buscar huevos de Pascua. El conductor del taxi me ve, hace sonar el claxon y me grita en francés a través de la ventanilla abierta. La gente me mira mientras cruzo la calle a toda prisa; los coches pitan, los pollos cacarean a mis pies y la mochila me golpea la espalda al subir las escaleras de la iglesia. Me doy la vuelta y le sonrío al conductor del taxi, que tiene pinta de querer bajarse y darme una azotaina; y como voy sin mirar, me doy de narices con mi profesora, la señora Wilhelmina.
La señora Wilhelmina tenía un tatara-tatara-tatarabuelo blanco de San Martín y habla de él a todas horas, porque gracias a él heredó una piel más clara. La señora Wilhelmina dice que Santo Tomás, San Juan, Saint Croix (pero Water Island no, porque siempre se olvida de Water Island) y todas las demás islas del Caribe son un desastre porque están llenas de gente negra. En clase, nos dice que el Caribe es casi tan malo como la propia África.
Yo tengo la piel aún más oscura que los cuadros de reinas africanas que se ven en las tiendas de turistas, aquellos que mi madre compraba y colgaba en las paredes del salón. Esas reinas tienen la piel pintada de negro, violeta y azul, lo que me recuerda al cielo nocturno o a las piedras de lava que hay en las playas, pulidas por la caricia de las olas. En secreto, creo que las mujeres de esos cuadros son hermosas, pero la señora Wilhelmina me dijo una mañana que tengo que ser buena porque, con una piel tan oscura, me costará mucho casarme. Mi padre nunca dice nada parecido, pero sí que me pregunta: «¿Cómo has sacado una piel tan negra, Caroline?». Él y mi madre tienen la piel dorada como la miel. «¿Cómo has salido tan negra?».
Como soy la niña más pequeña con la piel más oscura y el pelo más espeso de todo el colegio católico, a la señora Wilhelmina no le caigo bien. No le caigo nada bien. Me pega en el culo por todo: por no mirarla a los ojos cuando me habla, por reírme demasiado fuerte en el recreo, por creerme mejor que los demás porque me sé las respuestas a sus preguntas de clase, por preguntar demasiado en clase y por no llorar después de que me haya pegado en el culo. Nunca lloro después de un azote en el culo.
Con solo mirarla, sé que me ha visto saltar del taxi sin pagar.
—¡Caroline! —me regaña—. ¡Siempre estás liándola!
Después de eso, no la oigo muy bien, porque me pellizca la oreja y la retuerce. También empieza a pegarme en el culo. Casi inmediatamente, me arrastra al interior de la iglesia. Más allá de las gruesas puertas, entre el calor de los muros de la nave principal, la voz de la señora Wilhelmina rebota en las paredes y su eco llega hasta Jesucristo, que está colgado en la cruz como siempre. Me mira desde arriba con los ojos cansados y los párpados entrecerrados. Tiene que ser agotador escuchar las quejas y los rezos de tanta gente; bastante tiene con lo suyo, que es colgar de una cruz con una corona de espinas, como para encima prestarnos atención al resto.
La señora Wilhelmina tira de mí hasta sacarme por la puerta trasera de la iglesia, la que solo usan el cura y el coro durante la misa, y que da al patio y a las aulas. El patio, con sus bancos y sus senderos de adoquines, está sembrado de cacas de pájaro blanquinegras. También está lleno de uniformes verdes y blancos, piernas marrones y mocasines brillantes que corren, gritan, empujan y saltan. No hay sitio para todas las alumnas y, por eso, todas las mañanas antes de clase nos empujamos para hacernos un hueco, pero cuando la señora Wilhelmina llega tirando de mi oreja con una mano y pegándome en el culo con la otra, la multitud deja de empujarse y abre un caminito en el medio, igual que cuando mi madre me hacía la raya en medio para dividirme el pelo en dos trenzas, una a cada lado de la cabeza.
La señora Wilhelmina me empuja dentro del aula de bloques de hormigón. En el techo, unos ventiladores remueven el aire caliente en círculos.
—Siempre liándola —masculla de nuevo.
La puerta que hemos cruzado se llena de caras, ojos y bocas abiertas. Me hace gracia que todas se empujen para mirar a través de la puerta, así que me río.
—¿Te hace gracia? —me pregunta la señora Wilhelmina.
—Sí —respondo.
Las niñas que están en la puerta sofocan sus grititos de asombro a muy