Название | Belarmino y Apolonio |
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Автор произведения | Ramón Pérez de Ayala |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 4057664161253 |
Jamás olvidé aquella sesuda y graciosa disertación de don Amaranto sobre las casas de huéspedes. Después de separarme del señor de Fraile, recorrí algunos de estos heteróclitos albergues, hasta que posé definitivamente bajo los hospitalarios Penates de doña Trina, cobijo llevadero por la abundancia, ya que no por la delicadeza de bastimentos, y, sobre todo, lugar ameno, si los había, a causa de la afluencia de gentes de todo estado, edad y condición: sacerdotes, toreros, políticos, tahures, comerciantes, covachuelistas, militares, estudiantes, labriegos, inventores, pretendientes, petardistas; ingredientes y rebabas del revoltiño social, que allí se mezclaban desde todos los rincones de Iberia. Por sugestión del excelente don Amaranto, me había acostumbrado a tomar las diversas casas de huéspedes, por donde transité, al modo de tiendas, con sus existencias, tal cual abastecidas de dramas individuales, metido cada cual en su paquete y cuidadosamente atados con bramante. No había sino desatar el bramante y desenrollar el paquete. Si aquellas casas eran tiendas de menguado surtido, la de doña Trina destacaba al modo de vasto y rico almacén, con géneros únicos de fabricación única. Verdad que no se podía sacar sino el género; luego se exigía cierta diligencia para darle hechura. En aquel almacén de dramas empaquetados se desenvolvió ante mí, y hube de palparlo, el drama de Arias Limón y sus hermanas, que luego di a la estampa, para entretenimiento de distraídos y ociosos[1]. Me rozaron, asimismo, otros muchos dramas, que se han perdido en el río de sombras y es probable que nunca aborden a una orilla. Pero hoy me siento en humor de salvar del olvido un drama semipatético, semiburlesco, de cuyos interesantes elementos una parte me la ofreció el acaso, otra la fuí acopiando en años de investigación y perseverante rebusca. Por eso, lo considero casi como obra original mía.
[Nota 1: Prometeo. Luz de domingo. La caída de los Limones. Tres novelas poemáticas de la vida española.]
CAPÍTULO PRIMERO.
DON GUILLÉN Y LA PINTA.
Un Martes Santo, a la comida del mediodía, apareció en la mesa un huésped inédito: un sacerdote prebendado. Si me cruzo en la calle con él, o le hallo frente a frente en un tranvía, o come vecino a mí en una fonda de estación, apenas si me hubiera molestado en resbalar sobre él la mirada. Pero estábamos en la mesa redonda de una casa de huéspedes. Tenía razón el excelente don Amaranto. No sólo yo, todos los demás comensales nos aplicamos a escudriñar, descarados, en nuestro flamante sacerdote, como cumpliendo una obligación. El resistía con indiferencia la curiosidad ambiente. A los toreros, a los cómicos y a los curas no les desazona la curiosidad ni les desconcierta la mirada fija, como habituados a ser foco de la atención en el ruedo, la escena y el púlpito.
He dicho más arriba nuestro flamante sacerdote, y no hay adjetivo que mejor le cuadrase. Parecía un santo de cartón piedra, recién salido de los moldes y acabadito de pintar. La sotana de merino lustroso, como barnizado; el vivo del alzacuello, una pinceladita de morado ardiente, casi carmín; el afeitado de bigote y barba, color violeta y azulenco pálidos; el resto del rostro, rojo vehemente y bruñido; los ojos, profundos y negros. No tendría arriba de los cuarenta años, si llegaba. Superada esta primera e insulsa impresión de santito alfeñicado, de la fisonomía del sacerdote emanaba un no sé qué de personal y sugestivo. El rojo de sus mejillas era patológico; debía de padecer del corazón. Como era guapito y harto joven para la dignidad eclesiástica que ostentaba, quizás algún malicioso presumiese que la había alcanzado mediante el favor de las omnipotentes faldas. Pero, de otro lado, nada se insinuaba en él que trascendiese a homme aux femmes ni a Periquito entre ellas. No delataba el aplomo del cura conquistador ni el hipócrita y meloso encogimiento del curilla faldero. Si acaso el favor de las damas le había encumbrado, sería, probablemente, sin él haberlo buscado con singular empeño. Así cavilaba yo, entre la sopa y el cocido.
Doña Emerenciana, una viuda vejancona que, a falta de galanes más lucidos, se pasaba la vida persiguiendo a Fidel, el mozo de comedor, veíase que se despepitaba con la proximidad del canónigo, y fué la primera en dirigirle la palabra:
—¿Verdad que en este Madrid hace demasiado calor, y eso que estamos todavía en abril? Usted vendrá de sitio más fresco, don… ¿cómo se llama usted?
—Me llamo Pedro, Lope, Francisco, Guillén, Eurípides; a elegir—dijo con voz robusta, de timbre grato; llana, atrayente sonrisa.
Todos hicimos eco a su sonrisa, menos la vieja, que no acertaba a decidir si la respuesta era en serio o en chanza.
—¡Qué chistosísimo!—exclamó, optando por la chanza.
—No, señora; no es chiste—replicó el sacerdote.
—Pero, ¿Eurípides es nombre cristiano? Si lo es, vendrá de la provincia de Palencia, que es donde ponen los nombres más estrambóticos.
—No,