Название | La IlÃada |
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Автор произведения | Homer |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 4057664160997 |
265 Respondióle Idomeneo, caudillo de los cretenses: «¡Atrida! Siempre he de ser tu amigo fiel, como te aseguré y prometí que sería. Pero exhorta á los demás aqueos, de larga cabellera, para que cuanto antes peleemos con los teucros, ya que éstos han roto los pactos. La muerte y toda clase de calamidades les aguardan, por haber sido los primeros en faltar á lo jurado.»
272 Así se expresó, y el Atrida con el corazón alegre pasó adelante. Andando por entre la muchedumbre llegó al sitio donde estaban los Ayaces. Éstos se armaban, y una nube de infantes les seguía. Como el nubarrón, impelido por el céfiro, avanza sobre el mar y se le ve á lo lejos negro como la pez y preñado de tempestad, y el cabrero se estremece al divisarlo desde una altura, y antecogiendo el ganado, lo conduce á una cueva; de igual modo iban al dañoso combate, con los Ayaces, las densas y obscuras falanges de jóvenes ilustres, erizadas de lanzas y escudos. Al verlos, el rey Agamenón se regocijó, y dijo estas aladas palabras:
285 «¡Ayaces, príncipes de los argivos de broncíneas lorigas! Á vosotros—inoportuno fuera exhortaros—nada os encargo, porque ya instigáis al ejército á que pelee valerosamente. Ojalá, ¡padre Júpiter, Minerva, Apolo!, hubiese el mismo ánimo en todos los pechos, pues pronto la ciudad del rey Príamo sería tomada y destruída por nuestras manos.»
292 Cuando así hubo hablado, los dejó y fué hacia otros. Halló á Néstor, elocuente orador de los pilios, ordenando á los suyos y animándolos á pelear, junto con el gran Pelagonte, Alástor, Cromio, el poderoso Hemón y Biante, pastor de hombres. Ponía delante, con los respectivos carros y corceles, á los que desde aquéllos combatían; detrás, á gran copia de valientes peones que en la batalla formaban como un muro, y en medio, á los cobardes para que mal de su grado tuviesen que combatir. Y dando instrucciones á los primeros, les encargaba que sujetaran los caballos y no promoviesen confusión entre la muchedumbre:
303 «Que nadie, confiando en su pericia ecuestre ó en su valor, quiera luchar solo y fuera de las filas con los teucros; que asimismo nadie retroceda; pues con mayor facilidad seríais vencidos. El que caiga del carro y suba al de otro, pelee con la lanza, que es lo mejor. Con tal prudencia y ánimo en el pecho, destruyeron los antiguos muchas ciudades y murallas.»
310 De tal suerte el anciano, diestro desde antiguo en la guerra, les arengaba. Al verle, el rey Agamenón se alegró, y le dijo estas aladas palabras:
313 «¡Oh anciano! ¡Así como conservas el ánimo en tu pecho, tuvieras ágiles las rodillas y sin menoscabo las fuerzas! Pero te abruma la vejez, que á nadie respeta. Ojalá que otro cargase con ella y tú fueras contado en el número de los jóvenes.»
317 Respondióle Néstor, caballero gerenio: «¡Atrida! También yo quisiera ser como cuando maté al divino Ereutalión. Pero jamás las deidades lo dieron todo y á un mismo tiempo á los hombres: si entonces era joven, ya para mí llegó la senectud. Esto no obstante, acompañaré á los que combaten en carros para exhortarles con consejos y palabras, que tal es la misión de los ancianos. Las lanzas las blandirán los jóvenes, que son más vigorosos y pueden confiar en sus fuerzas.»
326 Así habló, y el Atrida con el corazón alegre pasó adelante. Halló al excelente jinete Menesteo, hijo de Peteo, de pie entre los atenienses ejercitados en la guerra. Estaba cerca de ellos el ingenioso Ulises, y á poca distancia las huestes de los fuertes cefalenios, los cuales, no habiendo oído el grito de guerra—pues así las falanges de los teucros, domadores de caballos, como las de los aqueos, se ponían entonces en movimiento—aguardaban que otra columna aquiva cerrara con los troyanos y diera principio la batalla. Al verlos, el rey Agamenón los increpó con estas aladas palabras:
338 «¡Hijo del rey Peteo, alumno de Júpiter; y tú, perito en malas artes, astuto! ¿Por qué, medrosos, os abstenéis de pelear y esperáis que otros tomen la ofensiva? Debierais estar entre los delanteros y correr á la ardiente pelea, ya que os invito antes que á nadie cuando los aqueos dan un banquete á sus próceres. Entonces os gusta comer carne asada y beber sin tasa copas de dulce vino, y ahora veríais con placer que diez columnas aqueas lidiaran delante de vosotros con el cruel bronce.»
349 Encarándole la torva vista, exclamó el ingenioso Ulises: «¡Atrida! ¡Qué palabras se escaparon de tus labios! ¿Por qué dices que somos remisos en ir al combate? Cuando los aqueos excitemos al feroz Marte contra el enemigo, verás, si quieres y te importa, cómo el padre amado de Telémaco penetra por las primeras filas de los teucros, domadores de caballos. Vano y sin fundamento es tu lenguaje.»
356 Cuando el rey Agamenón comprendió que el héroe se irritaba, sonrióse, y retractándose dijo:
358 «¡Laertíada, descendiente de Jove! ¡Ulises, fecundo en recursos! No ha sido mi propósito ni reprenderte en demasía, ni darte órdenes. Conozco los benévolos sentimientos del corazón que tienes en el pecho, pues tu modo de pensar coincide con el mío. Pero ve, y si te dije algo ofensivo, luego arreglaremos este asunto. Hagan los dioses que todo se lo lleve el viento.»
364 Esto dicho, los dejó allí, y se fué hacia otros. Halló al animoso Diomedes, hijo de Tideo, de pie entre los corceles y los sólidos carros; y á su lado á Esténelo, hijo de Capaneo. En viendo á aquél, el rey Agamenón le reprendió, profiriendo estas aladas palabras:
370 «¡Ay, hijo del aguerrido Tideo, domador de caballos! ¿Por qué tiemblas? ¿Por qué miras azorado el espacio que de los enemigos nos separa? No solía Tideo temblar de este modo, sino que, adelantándose á sus compañeros, peleaba con el enemigo. Así lo refieren quienes le vieron combatir, pues yo no lo presencié ni lo vi, y dicen que á todos superaba. Estuvo en Micenas, no para guerrear, sino como huésped, junto con el divino Polínice, cuando ambos reclutaban tropas para atacar los sagrados muros de Tebas. Mucho nos rogaron que les diéramos auxiliares ilustres, y los ciudadanos querían concedérselos y prestaban asenso á lo que se les pedía; pero Júpiter, con funestas señales, les hizo variar de opinión. Volviéronse aquéllos; después de andar mucho, llegaron al Asopo, cuyas orillas pueblan juncales y prados, y los aqueos nombraron embajador á Tideo para que fuera á Tebas. En el palacio del fuerte Eteocles encontrábanse muchos cadmeos reunidos en banquete; pero ni allí, siendo huésped y solo entre tantos, se turbó el eximio jinete Tideo: los desafiaba y vencía fácilmente en toda clase de luchas. ¡De tal suerte le protegía Minerva! Cuando se fué, irritados los cadmeos, aguijadores de caballos, pusieron en emboscada á cincuenta jóvenes al mando de dos jefes: Meón Hemónida, que parecía un inmortal, y Polifonte, intrépido hijo de Autófono. Á todos les dió Tideo ignominiosa muerte menos á uno, á Meón, á quien permitió, acatando divinales indicaciones, que volviera á la ciudad. Tal fué Tideo etolo, y el hijo que engendró le es inferior en el combate y superior en las juntas.»
401 Así dijo. El fuerte Diomedes oyó con respeto la increpación del venerable rey y guardó silencio, pero el hijo del glorioso Capaneo hubo de replicarle:
404 «¡Atrida! No mientas, pudiendo decir la verdad. Nos gloriamos de ser más valientes que nuestros padres, pues hemos tomado á Tebas, la de las siete puertas, con un ejército menos numeroso que, confiando en divinales indicaciones y en el auxilio de Júpiter, reunimos al pie de su muralla, consagrada á Marte; mientras que aquéllos perecieron por sus locuras. No nos consideres, pues, á nuestros padres y á nosotros dignos de igual estimación.»
411 Mirándole con torva faz, le contestó el fuerte Diomedes: «Calla, amigo; obedece mi consejo. Yo no me enfado porque Agamenón, pastor de hombres, anime á los aqueos, de hermosas grebas, antes del combate. Suya será la gloria, si los aqueos rinden á los teucros y toman la sagrada Ilión; suyo el gran pesar, si los aqueos son vencidos. Ea, pensemos tan sólo en mostrar nuestro impetuoso valor.»
419 Dijo, saltó del carro al suelo sin dejar las armas, y tan terrible fué el resonar del bronce sobre su pecho, que hubiera sentido pavor hasta un hombre muy esforzado.
422 Como las olas impelidas por el Céfiro se suceden en la ribera sonora, y primero