Historia de dos ciudades. Charles Dickens

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Название Historia de dos ciudades
Автор произведения Charles Dickens
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788074842139



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especialísima y personal, no podían ser revelados. Demostró que la declaración de la señorita Manette no tenía importancia alguna ni demostraba nada contra su defendido.

      Declararon, entonces, algunos testigos de la defensa y nuevamente hablaron el fiscal y el presidente para rebatir cuanto dijera el defensor, de modo que para nadie parecía dudosa la muerte que esperaba al desgraciado preso.

      Mientras tanto el señor Carton, y a excepción del momento en que tendió el papel al defensor del acusado, no había separado sus ojos del techo, ni siquiera, tampoco, cuando todo el mundo se fijó en él para comparar sus facciones con las del acusado. Sin embargo, veía mucho mejor que otros lo que ocurría a su alrededor, hasta el punto de que fue el primero en advertir que la señorita Manette caía desfallecida en brazos de su padre, y, ordenó a un guardia que acudiese a socorrerla.

      La concurrencia demostró su simpatía a la joven y a su padre y apenas se fijó en que el jurado se retiraba a deliberar. Al poco rato se presentaba nuevamente manifestando que no se habían puesto de acuerdo y que deseaban tratar de nuevo acerca del caso.

      Esto causó, naturalmente, la mayor sorpresa, pues no era cosa que ocurriese con frecuencia. La vista había durado todo el día y fue preciso encender las luces de la sala.

      Circularon rumores de que el jurado tardaría en tomar un acuerdo y muchos espectadores se retiraron para comer algo, en tanto que el acusado fue llevado al extremo de la barra, donde tomó asiento.

      Entonces el señor Lorry se acercó a donde estaba Jeremías, diciéndole:

      —Podéis ir a tomar alguna cosa, si queréis. Cuidad de volver cuando regrese el jurado, porque entonces es cuando os necesitaré.

      Al mismo tiempo le dio un chelín y en aquel momento el señor Carton, que había abandonado su asiento, tocó en un hombro al señor Lorry.

      —¿Cómo se encuentra la señorita?

      —Está muy angustiada —contestó el señor Lorry,— pero parece que está mejor.

      —Voy a decírselo al prisionero, pues no está bien que le hable un caballero tan respetable como vos.

      En efecto, el señor Carton se acercó al preso y lo llamó.

      —Señor Darnay, espero que deseará usted tener noticias de la señorita Manette. Se encuentra mejor.

      —Siento mucho haber sido la causa de su indisposición. ¿Tendrá usted la bondad de decírselo así? —contestó el preso.

      —No hay inconveniente.

      —Muchas gracias —le contestó el acusado.

      —¿Qué espera usted, señor Darnay? —le preguntó Carton.

      —Lo peor.

      —Hace usted bien, puesto que será lo más probable. Sin embargo, parece dar alguna esperanza el hecho de que el jurado no se haya puesto todavía de acuerdo.

      Jeremías Roedor, que había estado escuchando la conversación con el mayor interés, se alejó extrañado de que aquellos dos hombres fuesen tan absolutamente parecidos.

      El mensajero del Banco, después de tomar su refrigerio, se sentó en un banco y estaba ya a punto de dormirse cuando entró el público en la sala y oyó una voz que le llamaba.

      —¡Jeremías!

      —Aquí estoy, señor —contestó a su principal.

      El señor Lorry extendió el brazo y le entrego un papel.

      —Id a llevarlo volando. ¿Lo tenéis?

      —Sí, señor.

      En el papel había escrito una sola palabra. “Absuelto.”

      —Si esta vez hubiese escrito “Resucitado” lo entendería mejor que la otra —murmuró Jeremías, y se alejó apresuradamente en dirección a la casa de banca.

      En torno de Carlos Darnay había varias personas que le felicitaban por haber salido absuelto. Estas eran el abogado defensor, su procurador, el doctor Manette y su hija.

      La luz era muy escasa, pero aun a la del sol habría sido muy difícil de reconocer en el inteligente rostro del doctor al zapatero de la buhardilla de París. Sin embargo, en sus facciones había siempre algunas arrugas, hijas de sus pasadas agonías, y únicamente su hija conseguía ahuyentar los negros recuerdos que con tanta insistencia le perseguían.

      Lucía era el hilo de oro que le unía a un pasado, anterior a sus miserias y a un presente, posterior a sus desgracias. La dulce música de su voz y la alegría que reflejaba su hermoso rostro o el contacto de su mano, ejercían casi siempre sobre él una influencia beneficiosa, y decimos casi siempre, porque, en algunas ocasiones, el poder de la niña se estrellaba contra su tristeza, aunque la joven abrigaba la esperanza de que esos casos no se repetirían.

      Darnay besó la mano de la joven, con fervor y gratitud y luego se volvió a su abogado, señor Stryver, para darle efusivamente las gracias. El abogado contaba apenas treinta años de edad, pero parecía tener veinte más por su corpulencia, por el color rojo de su rostro y por su aspecto fanfarrón y refractario a todo impulso delicado; pero era hombre que sabía franquearse el paso y adaptarse a toda clase de compañías y conversaciones para salir adelante en el camino que se había trazado.

      Aun llevaba la toga y la peluca, y al ir a contestar a su defendido giró sobre sus tacones de manera que eliminó del grupo al inocente señor Lorry y dijo:

      —Celebro haberos sacado del trance con honor, señor Darnay. Habéis sido víctima de una infame persecución que, sin embargo, pudo haber tenido el mayor éxito.

      —Me habéis dejado agradecido para toda la vida —le dijo su cliente estrechándole la mano.

      —Hice cuanto pude en vuestro favor, señor Darnay. Y creo que, por lo menos, puedo haber hecho tanto como otro.

      Naturalmente, estas palabras tendían a que alguien le contestase: “Mucho más que otro”, y el señor Lorry fue quien se lo dijo.

      —¿Lo creéis así? —exclamó el señor Stryver.— En fin, habéis estado presente durante todo la vista y, al cabo, sois hombre de negocios.

      —Y en calidad de tal —replicó el señor Lorry, —ruego al doctor Manette que ponga fin a esta conferencia y nos retiremos todos a nuestras casas. La señorita no parece encontrarse muy bien, y en cuanto al señor Darnay ha de haber sufrido mucho.

      —¿Podemos marcharnos, padre mío? —preguntó la joven al anciano.

      —Sí, vámonos —contestó dando un suspiro.

      Se marcharon bajo la impresión de que el señor Darnay no sería libertado todavía aquella noche. El lugar estaba casi desierto y se apagaban ya las luces; se cerraban las puertas de hierro con gran ruido y la prisión quedaba vacía de público, hasta que al día siguiente volviera a poblarse y se celebrara nueva vista. El señor Stryver fue el primero en alejarse hacia el vestuario para cambiar de traje y Lucía y su padre salieron y tomaron un carruaje.

      El señor Lorry y Darnay estaban juntos cuando se les acercó el señor Carton, en quien nadie había reparado hasta entonces, y dirigiéndose a los dos, les dijo:

      —Ahora, señor Lorry, los hombres de negocios ya pueden hablar con el señor Darnay.

      El señor