Название | Historia de dos ciudades |
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Автор произведения | Charles Dickens |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788074842139 |
La joven, mientras tanto, se había acercado más a su padre y se situó a su lado, en tanto que él estaba absorto en su labor. Por fin, tuvo necesidad de cambiar de herramienta y al hacerlo sus ojos se fijaron en el extremo de la falda de su hija.
Entonces levantó los ojos y vio su rostro. Los dos hombres se sobresaltaron, temiendo que el desgraciado pudiera herirla con su cuchilla, pero la joven les hizo seña de que permanecieran quietos y ellos la obedecieron.
Se quedó mirándola, asustado, y pareció como si sus labios quisieran articular algunas palabras, aunque permanecieron mudos. Luego, tras unos momentos en que su respiración fue jadeante por la emoción que sentía, exclamó:
—¿Qué es esto?
La joven llevó sus propias manos a los labios, y seguidamente cruzó los brazos sobre el pecho, como si en él se apoyara la querida cabeza del anciano.
—¿No eres la hija del carcelero? —preguntó él.
—No —contestó la joven dando un suspiro.
—¿Quién sois, pues?
Sin atreverse a contestar, la joven se sentó en la banqueta, al lado de su padre, el cual retrocedió, pero ella le puso la mano sobre el brazo. Extraña conmoción se apoderó de él, y dejando a un lado la cuchilla se quedó mirando a la aparición. El dorado cabello de la joven, peinado en largos tirabuzones, caía sobre su esbelto cuello y el anciano, adelantando despacio la mano, tocó suavemente las doradas hebras, pero se apagó la luz que por un momento acababa de brillar en su inteligencia, y dando un suspiro, volvió a engolfarse en su labor.
Mas no por mucho tiempo. La joven le puso la mano sobre el hombro y él, después de dudar de que, en efecto, la aparición fuese real, dejó a un lado la labor, se llevó la mano al cuello y sacó un cordón ennegrecido, del que pendía una vieja bolsita de paño.
La abrió con el mayor cuidado, sobre la rodilla, y entonces se vio que contenía algunos cabellos; solamente dos o tres hebras doradas, que en más de una ocasión rodeara a sus dedos.
Tomó nuevamente los cabellos de la joven y murmuró:
—¿Cómo es posible? Son los mismos. ¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo?
En su frente se advertía la concentración de sus ideas.
De pronto, tomó la cabeza de la niña, la volvió a la luz y la miró con la mayor atención.
—Aquella noche en que me llamaron, ella apoyó la cabeza en mi hombro… Tenía miedo de que saliera, aunque yo no temía nada… y cuando me encerraron en la Torre del Norte, me encontraron esto escondido en la manga. ¿Me dejáis que lo conserve? No puede ayudarme a facilitar la fuga de mi cuerpo, pero permitirá que mi espíritu pueda marcharse. Les dije estas mismas palabras, me acuerdo. perfectamente.
Estas palabras las formó varias veces en sus labios antes de poder pronunciarlas, mas cuando las emitió lo hizo de un modo coherente, aunque despacio.
—¿Cómo puede ser eso? ¿Eraís vos?
Nuevamente se alarmaron los espectadores de aquella escena, pues él se había vuelto hacia la joven con extraordinaria rapidez. Pero la niña estaba tranquilamente sentada y en voz baja les dijo:
—Os ruego, señores, que no os acerquéis y que no os mováis siquiera.
—¿Qué voz es ésta? —exclamó el anciano.
Al pronunciar estas palabras la soltó y se mesó los blancos cabellos, pero tranquilizándose luego, guardó su bolsita, aunque sin dejar de mirar a la joven.
—No, no, —dijo, —sois demasiado joven y bonita. No puede ser. Mirad cómo está el prisionero. Estas no son las manos que ella conocía, ni la voz que estaba acostumbrada a oír. No, no. Ella era, y él también… antes de los larguísimos años pasados en la Torre del Norte… hace ya de eso mucho, muchísimo tiempo. ¿Cómo te llamas, ángel mío?
La joven se dejó caer de rodillas ante su padre, con las manos plegadas sobre el pecho.
—Oh, señor, ya conoceréis cuál es mi nombre, y sabréis quiénes fueron mi madre y mi padre, así como su triste, tristísima historia. Pero ahora no puedo decíroslo. Lo que os ruego ahora, es que me toquéis con vuestras manos y me bendigáis. Besadme, besadme.
La blanca cabeza del anciano se puso en contacto con los dorados cabellos de la joven, que parecían prestarle nueva vida, como si sobre él brillase la luz de la libertad.
—Si oís en mi voz, y no sé si será así, aunque lo espero, si oís en mi voz algún parecido con la que en un tiempo fue dulce armonía en vuestros oídos, llorad, llorad por ella. Si al tocar mis cabellos algo os recuerda una adorada cabeza que un día reposó en vuestro pecho cuando erais joven y libre, llorad, llorad por ella. Si cuando, os nombre el hogar que nos espera, y en el cual me esforzaré en haceros feliz, con mi amor y mis cuidados, os recuerdo un hogar que quedó desolado mientras vuestro pobre corazón lo echaba de menos, llorad, llorad también por él.
Y rodeando el cuello del anciano con los brazos, lo meció sobre su pecho, como si fuese un niño.
—Si os digo, querido mío, que ya ha terminado vuestra agonía y que he venido para llevaros conmigo a Inglaterra, para gozar de la paz y de la tranquilidad, y eso os hace recordar que vuestra vida se malogró cuando tan útil pudiera haber sido, y que vuestra patria, Francia, fue tan cruel para vos, llorad también, llorad. Y si cuando os diga mi nombre y el de mi padre, que aun vive, y el de mi madre, que murió ya, sabéis que habré de caer de rodillas ante mi querido padre para pedirle perdón, por haber dejado de procurar su libertad y por no haber llorado por él noche y día, porque el amor de mi pobre madre alejo de mí esta tortura, llorad también por ello, llorad por mí y por ella. Buenos señores, demos gracias a Dios, pues siento que sus lágrimas corren por mi rostro y sus sollozos tiemblan sobre mi corazón. ¡Mirad! ¡Gracias, Dios mío!
El pobre anciano se había refugiado en los brazos de la joven y apoyaba la cabeza en su pecho. Y aquella escena era tan conmovedora que los dos testigos se cubrieron los rostros con las manos.
Cuando reinó nuevamente la tranquilidad en aquel lóbrego lugar, los dos hombres se acercaron para levantar al padre y a la hija, pues, insensiblemente, se habían deslizado al suelo..
—Si fuera posible —dijo la joven— que, sin molestarlo, se pudiera disponer todo para salir cuanto antes de París…
—¿Creéis que estará en condiciones de soportar el viaje? —preguntó el señor Lorry.
—Más que de continuar en esta ciudad tan funesta para él.
—Es verdad —dijo Defarge que se había arrodillado para oír y ver mejor.— Más que para quedarse. El señor Manette estará siempre mejor lejos de Francia. ¿Queréis que vaya a alquilar un carruaje y caballos de posta?
—Esto es ya un negocio —contestó el señor Lorry recobrando en el acto sus maneras metódicas,— y si ha de terminarse un negocio es mejor que yo me ocupe en ello.
—Entonces haced el favor de dejarnos solos —rogó la señorita Manette.— Ya veis qué tranquilo se ha quedado; no temáis dejarme a solas con él. Cerrad la puerta al salir, para que no nos interrumpan, y, sin duda alguna, lo hallaréis tranquilo al volver.
Poco acertada parecía a los dos hombres esta proposición, y por lo menos quería quedarse uno de ellos, pero como, además, había que arreglar los papeles necesarios y el tiempo urgía, se repartieron las gestiones