Название | Historia de dos ciudades |
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Автор произведения | Charles Dickens |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788074842139 |
Pero en aquellos momentos no había más que un solo viajero a quien felicitar, porque los dos restantes se habían apeado en sus respectivos destinos. El interior de la diligencia, con su paja húmeda y sucia, su olor desagradable y su obscuridad, parecía más bien una perrera de gran tamaño. Y el señor Lorry, el pasajero, sacudiéndose la paja que llenaba su traje, su sombrero y sus botas llenas de barro, parecía más bien un perro de gran tamaño.
—¿Habrá mañana barco para Calais, mayordomo?
—Sí, señor, si continúa el buen tiempo y no arrecia el viento. La marca sube a las dos de la tarde. ¿Quiere cama el señor?
—No pienso acostarme hasta la noche, pero deseo una habitación y un barbero.
—¿Y el almuerzo a continuación, señor? Perfectamente. Por aquí, señor. ¡La Concordia para este caballero! ¡El equipaje de este caballero y agua caliente a la Concordia! ¡Que vayan a quitar las botas del caballero a la Concordia! Allí encontrará el señor un buen fuego. ¡Que vaya en seguida un barbero a la Concordia!
El dormitorio llamado “La Concordia” se destinaba habitualmente al viajero de la diligencia y ofrecía la particularidad de que, al entrar, siempre parecía el mismo personaje, pues todos iban envueltos de pies a cabeza de igual manera; en cambio, a la salida era incontable la variedad de los personajes que se veían. Por consiguiente otro criado, dos mozos, varias muchachas y la dueña se habían estacionado al paso, del viajero, entre la Concordia y el café, cuando apareció un caballero de unos sesenta años, vestido con un traje pardo en excelente uso y luciendo unos puños cuadrados, muy grandes y enormes carteras sobre los bolsillos, y que se dirigía a almorzar.
Aquella mañana el café no tenía otro ocupante que el caballero vestido de color pardo. Se le puso la mesa junto al fuego; al sentarse quedó iluminado por el resplandor de las llamas y se quedó tan inmóvil como si quisiera que le hiciesen un retrato.
Se quedó mirando tranquilamente a su alrededor, en tanto que resonaba en su bolsillo un enorme reloj. Tenía las piernas bien formadas y parecía envanecerse de ello, porque las medias se ajustaban perfectamente a ellas y eran de excelente punto. En cuanto a los zapatos y a las hebillas, aunque de forma corriente, eran de buena calidad. Ajustada a la cabeza llevaba una peluca rizada, que, más que de pelo, parecía de seda o de cristal hilado. Su camisa, aunque no tan buena como las medias, era tan blanca como la cresta de las olas que rompían en la cercana playa. El rostro, habitualmente tranquilo, y apacible, se animaba con un par de brillantes ojos, que sin duda dieron mucho que hacer a su propietario en años juveniles para contenerlos y darles la expresión serena y tranquila propia de los que pertenecían a la Banca Tellson. Tenía sano color en las mejillas, y su rostro, aunque reservado, expresaba cierta ansiedad.
Y como los que se sientan ante el pintor para que les haga el retrato, el señor Lorry acabó por dormirse. Le despertó la llegada del almuerzo y dijo al criado que le servía:
—Deseo que preparen habitación para una señorita que llegará hoy. Preguntará por el señor Jarvis Lorry, o, tal vez, solamente por un caballero del Banco Tellson. Cuando llegue, haced el favor de avisarme.
—Perfectamente, señor. ¿Del Banco Tellson, de Londres, señor?
—Sí.
—Muy bien, señor. Tenemos el honor de alojar a los caballeros del Banco Tellson en sus viajes de ida y vuelta de Londres a París. Se viaja mucho, en el Banco Tellson, señor.
—Sí. Somos una casa francesa y también inglesa.
—Es verdad. Pero vos, señor, no viajáis mucho.
—En estos últimos años, no. Han pasado ya quince años desde que estuve en Francia por última vez.
—¿De veras? Entonces no estaba yo aquí todavía. El Hotel estaba en otras manos entonces.
— Así lo creo.
—En cambio, me atrevería a apostar que una casa como el Banco Tellson ha venido prosperando, no ya desde hace quince años sino, tal vez, desde hace cincuenta.
—Podríais decir ciento cincuenta sin alejaros de la verdad.
—¿De veras?
Y abriendo a la vez la boca y los ojos, al retirarse de la mesa, el criado se quedó contemplando al huésped mientras comía y bebía.
Cuando el señor Lorry hubo terminado su almuerzo, se dirigió a la playa para dar un paseo. La pequeña e irregular ciudad de Dover quedaba oculta de la playa y parecía esconder su cabeza en los acantilados calizos, como avestruz marina. La playa parecía un desierto lleno de piedras y escollos en que la mar hacía lo que le venía en gana, y lo que le venía en gana era destruir, pues rugía y bramaba por doquier. Algunas personas, muy pocas, estaban entregadas a la pesca en la playa, pero en cambio, por las noches, eran numerosos los que frecuentaban aquel lugar, mirando con ansiedad al mar, especialmente cuando subía la marea. Y algunos comerciantes, que apenas realizaban operaciones, ganaban, de pronto, enormes fortunas, y lo más notable era que nadie, en la vecindad, podía soportar siquiera a un farolero.
A medida que avanzaba la tarde y empezaban las sombras, se cubría el cielo de nubes y las ideas del señor Lorry parecían obscurecerse también. Cuando ya fue de noche y se sentó nuevamente ante el fuego, en espera de la cena, su imaginación cavaba, cavaba sin cesar, mientras, distraídamente, miraba los carbones encendidos.
Una botella de clarete a la hora de la cena no perjudica ningún cavador, y cuando ya el señor Lorry se disponía beber el último vaso, resonó en el exterior un ruido de ruedas que avanzaba por la calle para entrar, por fin, en el patio de la casa.
—Debe de ser la señorita —se dijo dejando sobre la mesa el vaso que iba a llevar a sus labios.
Pocos minutos después, llegó el camarero a anunciarle que la señorita Manette acababa de llegar de Londres y que, con el mayor gusto, vería al caballero de la casa Tellson.
El caballero se bebió el vaso de vino, y después de ajustarse la peluca siguió al camarero, a la habitación de la señorita Manette. Esta era sombría y tétrica, pues sus paredes estaban tapizadas de color muy obscuro, tono que también tenían los muebles.
Las tinieblas de la estancia eran tan densas que, al principio, el señor Lorry no creyó que allí estuviera la señorita a quien debía ver, hasta que la divisó ante él, junto al fuego y débilmente alumbrada por dos velas. La joven parecía no tener más de diecisiete años, tenía el rostro muy lindo, los cabellos dorados, unos hermosos ojos azules y la frente despejada e inteligente. Y cuando el caballero fijó sus ojos en ella, pareció recordar a la niñita a quien llevara en sus brazos muchos años antes, en un viaje a través de aquel mismo Canal. Pero la imagen mental que acudiera a su memoria se desvaneció en seguida y el caballero se inclinó ante la señorita.
—Tened la bondad de sentaros, caballero —exclamó ella con voz armoniosa y de ligero acento extranjero.
—Os beso la mano, señorita —exclamó el señor Lorry haciendo nueva reverencia y sentándose en el lugar que le indicaran.
—Ayer, caballero, recibí una carta del Banco, informándome de que se había sabido… o descubierto…
—La palabra es lo de menos, señorita.
—Algo acerca de los escasos bienes que dejó mi padre… al que nunca conocí… ¡Hace tantos años que murió!…
El señor Lorry se revolvió inquieto en la silla.
—Y que hace necesario mi viaje a París, donde había de ponerme en relación con un caballero del Banco, enviado allí con este objeto.