El libro de las palabras robadas. Sergio Barce

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Название El libro de las palabras robadas
Автор произведения Sergio Barce
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788415930938



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lo cierto es que eran difíciles de ver incluso con las gafas puestas. Lancé la cartulina a alguna parte y continué por el pasillo con cierta cautela. El suelo me parecía inestable y peligroso. Tropecé con un baúl que había instalado a la entrada de mi dormitorio, trastabillé y logré caer sobre la cama. Y entonces oí por primera vez la risa de Ágata, burlona, creyendo que era un eco en mi memoria.

      −¡Cómo venimos esta noche, hijo! Pareces el capitán de un barco caminando por el castillo de proa en medio de una tempestad… Pobrecillo… −y me quedé dormido como un niño pequeño, como si su voz fuese el rumor del mar.

      Sacudiendo la cabeza, Moses me lanzó una mirada furibunda y me echó en cara que no le hubiese aclarado antes que la primera vez que había escuchado a mi madre lo hiciera en tan lamentable estado de embriaguez. Además no eran más que unas sencillas frases, sin ningún diálogo entre nosotros, sin un encuentro cara a cara. Es posible que todo eso no sea más que el resultado de tus sueños etílicos o como bien has dicho un simple eco de tu memoria, añadió antes de levantarse dando por terminada abruptamente la sesión. Quizá temió que el resto de los encuentros hubiesen ocurrido de la misma manera. Opté por no responder, pero yo sabía que aquella voz era la de Ágata y que estaba en mi habitación, y que más adelante volvió a verme.

      Me acerqué al escritorio de Moses bajo su atenta y malhumorada mirada, y cuando me disponía a coger los doce pitillos que había alineado en un orden perfecto y rectilíneo me conminó a que escogiese sólo seis de ellos; el resto se quedarían allí hasta el lunes. Me pregunté por qué lo hacía. Sin duda era parte de la terapia, de modo que no me quedaba otra opción que aceptar. Tardé varios minutos en decidirme, era difícil despreciar algunas de las marcas, como un L&M Extra que se ofrecía en el centro, pero tenía que hacerlo, y tras las primeras dudas finalmente introduje en mi paquete un Fortuna, un Marlboro, un Philip Morris (con veneración), un Gitanes (por supuesto), un Chesterfield y finalmente un Kent. Guardé el paquete en el bolsillo interior de mi chaqueta, estreché su mano y nos despedimos fríamente hasta la semana siguiente.

      FRANCESCA

      Estábamos relajados. Moses Shemtov se limitaba a escucharme, y yo hablaba con la sensación de que cuanto le contaba ahora despertaba todo su interés.

      −Pasé aquella mañana dando los retoques a un relato que debía dejar en el periódico para el suplemento del fin de semana −le decía−. Si me lo quitaba de en medio sería una preocupación menos. Esta vez me había acompañado la suerte ya que había encontrado un cuento escrito años antes y sólo hube de repasarlo y rectificar pequeños detalles. Era la historia de un hombre que descubre que posee la facultad de poder cambiar cuanto tiene a su alrededor a su voluntad y capricho. Me gustaba la premisa, me gustaba sobre todo imaginar que yo pudiera ser ese hombre. Entregué mi columna, y cuando salía me topé de bruces con Almagro.

      −¿Te han dicho algo? –me preguntó, acercándose con su caminar pausado y antiestético, igual que un títere al que no manejaran con habilidad. Llevaba su anticuada peluca ladeada, y se la ajusté.

      −¿Sobre qué? –repliqué, estudiando el resultado de mi intervención que, en realidad, poco podía hacer para mejorar su imagen.

      −Dicen que Berlusconi quiere comprar el periódico.

      −Estarás de coña… −dije mientras le cogía el paquete de Fortuna que llevaba en el bolsillo de su camisa y le birlé un par de pitillos. Uno de ellos lo metí en el paquete que siempre oculto en el interior de mi chaqueta.

      −Yo sólo te digo lo que se rumorea, y cuando el río suena… ¡Deja mis cigarrillos!

      Mientras me ofrecía lumbre, observé de nuevo a Almagro, su cuerpo endeble, su expresión complaciente tras haber sido el primero en darme la noticia.

      −¿Y qué dice Vilches? −le hice la pregunta aun sabiendo que el director del diario estaría echando espumarajos por la boca. Vilches era un gran profesional, y un hombre sincero y directo. Sus únicas debilidades eran el equipo de fútbol de la Balona y las mujeres pelirrojas. Y, además, era mi amigo.

      −El jefe lleva todo el día encerrado. Pero desde hace unas semanas ya venía diciendo que el Grupo hacía movimientos sospechosos y que no le extrañaría nada que pronto nos convirtieran en mercancía caducada… Ya nos han bajado el sueldo, lo siguiente será recortar la plantilla… La crisis es una buena excusa para todo…

      Se me ocurrió entrar en su despacho, pero pensé que no merecía la pena molestarlo por un rumor que me llegaba a través de Almagro.

      −Así que estás contento –le dije camino de la salida−. Es una mala noticia para una primera página, pero pronto podrás intercambiar tu peluca con las de tu nuevo jefe Silvio…

      −¡Que te den, Elio!

      Ya estaba bastante jodido como para que Almagro me pusiera esta otra banderilla. Si El Periódico de Málaga y el resto de las publicaciones del Grupo se habían caracterizado por algo en sus casi treinta años de andadura era precisamente por su independencia, y si la venta se confirmaba, aunque lo que dijera Almagro siempre había que cogerlo con pinzas, el diario o pasaría a ser otro altavoz berlusconiano o bien desaparecería directamente del mapa. Cualquiera de las dos opciones era decepcionante. La maquiavélica mordaza que se le está ajustando al periodismo europeo aprieta más y más, día a día.

      Junto a la puerta giratoria de salida, sobre el mostrador de la recepción, había varios ejemplares del día que, hasta ese momento, no había tenido ocasión de ojear. Irene, la conserje, me miró ajustándose sus gafas de pasta verde fluorescente. Cogí el periódico y eché un vistazo a la portada.

      −¿Algo interesante que leer?

      −Hasta el fin de semana nunca hay nada que merezca la pena, ya lo sabe…

      Siempre utilizaba ese latiguillo para referirse a mi relato del suplemento dominical, pero, por supuesto, adulaba al resto de los articulistas con la misma treta. No tenía ganas de leer, y le pedí que me avanzara la noticia que más le hubiese llamado la atención de la jornada. Mientras, alcancé el paquete de Chesterfield que tenía junto al teléfono.

      −Te cojo uno… Bueno, dime…

      −Página cinco. Un anciano se ha lanzado al vacío en un momento de lucidez…

      −¿En un momento de lucidez?

      Busqué el artículo. Lo habían encorsetado entre la información sobre las obras del metro y los detalles del salvaje ataque de un perro pitbull a un niño, y al mismo tiempo que yo lo leía Irene me lo relataba.

      −Según los vecinos, se trataba de un hombre mayor que vivía solo. En los últimos meses había sufrido un paulatino deterioro de la memoria y, a veces, lo encontraban perdido por las calles. Un familiar ha explicado que el anciano le había confesado que antes de verse sin recuerdos prefería quitarse la vida. Los miembros del 061 no pudieron hacer nada para salvarlo. Yo también preferiría morirme antes que vivir como un zombi, señor Urrea, se lo digo de verdad.

      Miré a Irene pensando en mi padre, y me pregunté qué diría Damián si leyera esta noticia. Dejé el diario en la mesa, despidiéndome de ella con un leve ademán, y ya a punto de salir me encontré a Félix Quintá.

      Félix era un guardia civil retirado por invalidez (le habían pegado un tiro en la pierna y ya no podía correr aunque apenas se le notaba secuela alguna al andar) que escribía novelas negras y un relato policiaco semanal en mi periódico (siempre en la página siguiente de mi cuento; dándome por el culo, como decía Almagro). Durante siete años seguidos le había estado enviando a Joan Gilabert cuatro novelas diferentes por año, lo que probablemente le convertía en el autor más prolífico con el que se había encontrado. Jamás se había interesado por sus obras, y un día resolvió llamarlo para que dejara de mandar nuevos manuscritos.

      −Pero, ¿las ha leído? Me habían asegurado que ustedes leen todos los libros que reciben.

      −Leemos todo, pero no estamos interesados especialmente en este