Baila hermosa soledad. Jaime Hales

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Название Baila hermosa soledad
Автор произведения Jaime Hales
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789566131403



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en la estrategia de la movilización social y po­lí­ti­ca. Si real­mente había algo, él de­bió haberse enterado. Recordó el ase­­si­nato del Intendente, que fue ejecutado por militantes de la izquierda, pero la orden fue pro­ducto de una infiltración de man­dos intermedios por parte de CNI. O el famoso COVEMA, integrado por agentes de la policía.

      Está impávido: sentado en la cocina tomando su ca­fé, con el cigarrillo con­sumiéndose en la mano, co­mo si simple­men­te esperara la hora de ir a la oficina o que lo pa­saran a buscar para el próximo desafío de golf. No siente mie­do ni desesperación. Ni an­gus­tia

      Una vez más todos los sentimientos han sido pos­ter­­ga­dos a un segundo pla­no. O ter­cero, quizás. Solo él, con su ca­fé y su ciga­rri­llo, sorbiendo la sor­pre­sa y tratando de ana­li­zar, co­mo si fuera un es­pectador imparcial, el anun­cio de este Se­cretario General de Go­bier­no, hom­bre mediocre, arri­bis­ta, am­bicioso, aprovechador, que él co­no­cía con tanta per­fección en sus ba­je­zas. Como si acaso todo esto le fuera com­pletamente aje­no, en una actitud que por tanto tiempo le fue sin­ce­ra y que desde hacía unos años no era más que una pose ne­ce­saria, co­­mo si él mismo, con toda su elegancia, portador de una bue­na cuota de po­­der, en­vuel­to en un manto de riqueza personal, in­­merso en una so­le­dad de se­parado serio y pru­den­te, no fue­ra uno de los ac­tores de esta tra­gedia que estaba em­pe­zando a de­sarrollarse.

      Para Carlos Alberto no fue sorpresa escuchar su nom­bre en la lista de quienes debían presentarse o serían detenidos.

      Pero sería sorpresa para muchos.

      Al­gún día ten­drían que des­cu­brirlo, pero no pudo imaginar jamás, pese a su enor­­­me capacidad pa­ra in­ven­­tar, crear, especular, que lle­ga­ría el día en que un per­so­ne­ro de gobierno, de este go­bierno cu­­yo inicio había celebrado in­ten­sa­men­te, pronunciaría su nom­­bre en una lista de personas que es­ta­ban obli­gadas a pre­sen­tarse en los cuarteles, acusadas de estar in­vo­lu­cra­das en un plan para derrocar y asesinar al propio General.

      Todo esto lo com­pli­caba, pues él sabía que no era par­te de esa cons­piración, así es que se con­venció de que la vin­cu­lación de los di­ri­gen­tes po­líticos en el presunto aten­ta­do no era más que un montaje, pero siguió pensando que el res­to podía ser todo real, que tal vez en verdad hubiera sucedido algo.

      ¿Una re­be­lión militar tal vez?

      Alguno de sus amigos pensaría que se trataba de un al­can­ce de nom­bres y no daría importancia a la lista. Es de­cir, lo más seguro era que sus ami­gos hubieran apagado el te­le­visor después de que habló el Secretario Ge­ne­ral de Go­bier­no y que no les interesara sa­ber los nom­bres de los cons­pi­ra­do­res, unos porque eran los que podían su­po­ner­se −los po­lí­ti­cos de siempre− y los otros porque les resultarían com­ple­ta­men­te desconocidos. A sus amigos les bas­taría con que se reor­de­­na­ra la situación, con que se pusiera fin a las pro­tes­tas y a los paros, que se cas­tigara a los culpables de toda la agitación, se con­trolara a los curas y que se acabara por fin este clima en que la opo­si­ción mantenía su­mi­do al país.

      Se sintió solo.

      Siempre con la parsimonia que lo caracterizaba, fue hasta su dor­mi­torio para cam­­biarse de ropa: había que pre­pararse para la de­ten­ción, para ir a algún lugar del norte o del sur, vivir en un cam­pa­mento especial con vi­gi­lan­­cia mi­li­tar o tal vez ser expulsado del país.

      Pensó que lo mejor que le po­día suceder era que lo en­via­ran al nor­te. A él le hacía bien el clima seco del Nor­­­te Gran­de, aunque fue­ra cerca de la costa. La humedad y el frío del sur le afectaban di­rec­ta­mente a la salud, es­pe­cialmente aho­ra que ya había cum­­­­pli­­­do los se­sen­ta años, aunque no se no­ta­ran a simple vista. Conocía pal­mo a palmo el país y en el nor­te había zo­nas her­mosísimas, con esos pai­­sa­­jes tan pe­­­cu­lia­res que los hombres del sur no sabían apreciar. Más de una vez ha­bía discutido con personas que sostenían que en el nor­te era todo igual, todo café y puros desierto y cerros, desierto y ce­­rros, de pronto un ar­bus­tito y más arena por todos lados. Car­los Alberto in­sis­tía en que ha­bía que saber mirar los ce­rros y el desierto para descubrir esos ma­­ti­ces de som­bra y sol, de minerales que la tierra lanzaba a los ojos de los hom­­bres co­­mo una especie de provocación o anticipo de sus secretos pro­fun­dos, esos brillos tan especiales de las rocas bajo el sol, to­dos los días diferentes, todas las horas dis­tintas, con una am­pli­tud mágica que da­ba una nueva pers­pec­­ti­va a la vista hu­ma­na, con to­dos esos tonos que mez­claban azules y negros con las variedades más infinitas del marrón, con más estrellas en las noches que las que se puede ver en ninguna otra parte, su­perior in­clu­so a los cielos bri­­llantes de Lonquimay, en esas no­ches largas y frías, muy frías le ha­bían con­­tado, ya que no lo sabía porque nunca había debido pernoctar en el de­sier­to mis­mo sino que había transitado por él, pues se alojaba siem­pre en có­modos hoteles o en las casas de hués­­pedes de las sa­li­tre­ras o las minas de cobre o al­guna vez en los regimientos o cuar­teles. Si las noches eran tan frías, como ha­bía escuchado de­cir, tal vez le convendría que lo enviaran a al­gún lugar cos­tero o a la zona sur, pero no muy al sur, por Parral, por ejem­plo, cerquita de las ter­mas de Catillo.

      Lo iban a detener. Esta misma noche, se­gu­ra­men­te. No le im­por­ta­ba mucho, era un riesgo aceptado desde que se embarcó en todo este asunto y creía con certeza que ésta era la única forma que tenía de ser leal con Patricia, de re­cu­pe­rarla de alguna manera, de res­ca­tar en su interior las ho­ras per­di­das, el cariño que quedó a la espera, a la espera de la na­da. No le importó ser de­tenido y aceptó la idea de ir él mis­mo a en­tregarse, porque así podría ele­­gir en qué manos cae­ría y no se­rían los agentes del General, con su bru­ta­li­dad co­no­cida, los que lo arrestarían y lo llevarían con los ojos ven­da­dos hasta sus cuar­te­les se­cre­tos.

      Se sintió solo.

      Porque estaba solo. No tenía a quien llamar para de­cirle: “me van a de­te­ner o me voy a entregar, aquí están las lla­ves del auto y el li­breto de che­­ques, cuida el dinero, vigila el re­­frigerador, apaga las lu­ces”. Su men­te pa­só rápida re­vis­ta: los amigos habituales no, ellos no sólo no po­drían com­pren­­der, sino que se sentirían traicionados y se negarían a ayu­­darlo, no lo­gra­­­­­rían jamás aceptar que él, Carlos Al­ber­to, su compañero de partidas de golf o de empresas lucrativas, el que com­partía la mesa en el club y los pla­­ceres de la con­ver­sa­­ción y de la bue­na comida, estuviera complicado en un aten­ta­do con­tra el Ge­ne­ral. Tam­po­co al­guna de las mujeres que lo ha­bían acompañado, porque to­­das ellas qui­sie­­ron llevarlo al ma­­tri­mo­nio y cuando él se resistió, partieron de su vida con re­sen­ti­mientos inolvidables, para no volver a ver­lo, salvo Ro­sa­lía, pe­ro ella se­guía muy formalmente casada y no había tenido interés en rom­­per su matrimonio ni él se lo ha­bía pe­dido, pues así resultaba más có­mo­do y am­bos en­ten­dían que el juego había sido sim­ple­men­te irse a la ca­ma una vez cada dos o tres semanas, un audaz y furtivo encuentro en Bue­­nos Ai­res, en­tretención de la rica, simplemente aven­tu­ra en todo el sentido de pa­la­bra, placer. Nadie.

      Sólo Sonia.

      Se miró al espejo: a pesar de los sesenta años aun te­nía las carnes apre­ta­das, se mantenía delgado y sano, bien pa­recido en su desnudez, no como sus amigos, que d­i­si­mu­la­ban la vejez y la decadencia del cuerpo con la ayuda de bue­nos sastres o la ropa fina, pero que evitaban mostrarse en tra­je de baño en la playa y sólo exhibían la desnudez en la sauna.

      Sonia siempre le auguraba un estupendo por­ve­nir físico y quizás esa misma profecía, tan­tas veces pro­nun­cia­da, le incentivó a mantenerse es­bel­to