Baila hermosa soledad. Jaime Hales

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Название Baila hermosa soledad
Автор произведения Jaime Hales
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789566131403



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res­pondían a dis­­tin­tos es­que­mas. Podía suceder cual­quier cosa, que los ex­pul­sa­ran del país, que los re­legaran o sim­ple­men­te que los tu­vie­ran en cam­pos de de­tenidos políticos como pasa cuan­do hay Estado de Si­­tio en dictaduras y ya pa­só hace un tiempo. Hay otras per­so­nas que han sido llevadas por grupos que pa­recen comandos, co­mo un periodista de Aná­lisis, y de los que nada se sabe. To­dos son de­te­ni­dos de maneras distintas, como el vo­ce­ro del Partido Co­mu­nis­ta, que recibió con tantas gentilezas a los policías, les con­vidó café in­clu­so y ellos esperaron que comiera antes de lle­várselo e hicieron una larga sobremesa con dos o tres ami­gos abogados que llegaron advertidos por los vecinos e in­ten­ta­­ron sa­car algo de in­formación, todo lo que fue muy fluido has­ta que uno de ellos, Jaime parece, preguntó si sa­bían algo de Pepe Carrasco, el periodista de la Re­vista Análisis que estaba desa­pa­re­c­ido, y entonces se acor­daron que tenían que irse. Lo im­por­tan­te, en este momento, les había dicho Roberto, era presen­tar los re­cur­sos, para con­se­guir que cuanto antes se reconociera ofi­cialmente la de­­ten­ción y así se podría saber algo más, ahora que los Tribunales tienen ac­ti­tu­des a ve­ces dis­tin­tas de las que he­mos visto en todos estos años, según la sa­la que toque, les de­cía, mientras en­traban y salían otros abogados, pro­cu­ra­do­res y asistentes sociales, y qui­zás se pueda ob­te­ner que se pida in­for­me te­le­fó­ni­co en el curso del día.

      Pero habían salido de la Vicaría con la cer­teza de que las co­sas se­rían para largo, pues con tantos de­te­nidos im­por­tantes el asunto to­maba un ca­riz diferente.

      − Chanta, Ramón, ¿de qué detenidos “im-por-tan-tes” estás ha­blan­do?

      Ramón perdió la calma y levantando la voz le pre­gun­tó a su amigo has­ta cuán­do iba a seguir aislado, en qué mun­do de mierda o de fantasía es­ta­ba vi­viendo. No podía creer que no supiera nada, pero Javier lo detuvo en su exa­­brupto. En se­co. Porque cada uno en lo su­yo, viejito, tú eres político y yo só­­lo un abogado, que había estado toda la mañana metido en sus papeles, que na­die lo había llamado para con­tarle no­ve­da­des, que en los diarios no sa­lía na­da, que había puesto la radio en la mañana y no escuchó nada que no fuera lo que todos sa­bían, del atentado y el Estado de Sitio y punto. Am­bos se habían al­­terado, pero pronto re­to­ma­ron conciencia del calor, de la ho­ra, de las ten­sio­nes, se acor­daron de Ismael, se con­ven­cie­ron de que lo que sucedía era tan tre­men­do que estaban obli­gados a recuperar la calma.

      Se mi­raron fijamente a los ojos, disculpándose en si­lencio, rea­vi­van­do la amis­tad construida so­bre la base de que am­bos eran muy distintos, que los cuatro amigos eran di­fe­ren­tes en sus gus­tos, ideas, posiciones, pasiones. Mon­cho, Javier e Is­mael habían in­ten­tado prolon­gar la vi­da juntos ingresando to­­dos a la Escuela de Derecho. Rodrigo Concha se había in­cor­po­rado al Co­legio y al grupo cuando ya tenía de­fi­ni­do su futuro de Ingeniero. Pero ellos tres, que ve­nían juntos desde la ter­ce­ra preparatoria, intentaron un pro­yecto a más lar­go plazo, que el destino ayu­dó a desbaratar. Los tres apro­baron el pri­mer año de Dere­cho, pero sólo continuó regularmente Ja­vier. Pa­ra Mon­cho fue impo­si­ble so­portar el ambiente, el tipo de es­tu­dios, la lógica en­ca­si­lla­do­ra de los ra­zo­na­mien­tos abo­gadiles y se cambió a la escuela de So­cio­lo­gía. Is­mael también su­po que no era su vocación la de ser abogado y andar de corbata por los Tribunales y pensó se­­guir en la Escuela de Derecho, pe­ro orientándose hacia las relaciones in­ternacionales. No sa­bía to­­da­vía que el hecho de recibirse de abogado −un po­co a la fuer­za, un poco por la ne­ce­si­dad de terminar todo lo que em­pe­za­ba, un po­co por no apa­recer des­per­di­ciando el camino re­co­rri­do y los esfuerzos fa­mi­lia­res− le habría de servir enor­me­men­te para ser un defensor de los derechos hu­manos, sobre to­do de aquellos com­pa­ñeros de su partido que la Vicaría no de­­­fen­dería. A partir de su segundo año, Is­mael tomó el mínimo de cré­ditos obli­­gatorios que le per­mi­tía el programa de estu­dios y se de­dicó a leer, a es­tu­diar, a in­formarse. Javier siguió la ca­rrera, siendo ca­paz de volverse im­per­mea­ble a las orien­ta­cio­nes ideológicas que se im­po­nía a los estudiantes desde las cá­­tedras de la Uni­ver­si­dad Católica, asu­miendo con pleno con­ven­­ci­mien­to el ca­mi­no que para él ha­bía trazado su madre, Mar­tita, viuda de un egre­sado de De­re­­cho que ha­bía sido com­ple­tamen­te incapaz de recibirse de abogado, de­di­ca­do a tra­ba­jar en cual­quier co­sa, a ganar y a perder dinero con asom­bro­sa fa­ci­li­dad. Cuando el pa­dre de Javier mu­rió −de un cáncer que lo consumió en sólo tres meses− ha­bía con­so­lidado sus ga­nan­cias de otrora en una her­mo­sa casa, pero, como estaba en ra­cha de pér­didas, el poco dinero ahorrado se diluyó en los inú­­tiles gastos médicos. Él, entonces, iba a ser abogado para sa­tis­­facción de su madre, lo que no lo per­tur­ba­ba y nunca le guar­dó rencor por diri­gir­lo hacia una ca­­rre­ra de­ter­mi­nada. Eran tantas las ga­nas de cum­plir con esa voluntad, que se impuso una coraza con­tra cualquier cosa que lo des­via­ra del camino, co­mo las op­ciones políticas, por ejemplo, in­clu­yen­do a los gremialistas, a los que no veía sino como otro par­ti­do, incluso con más fanatismo que los tradicionales. Se con­si­de­­ra­ba un reformista mo­derado, una es­pe­cie de centrista que sa­be mi­rar con simpatías hacia la izquierda, pero que tie­ne sus pies más orientados ha­cia la derecha. Ra­món e Ismael, co­mo siem­pre pareció que se­ría, se politizaron más, trabajaron en el Mo­­vi­miento Uni­ver­si­ta­rio de Izquierda, pero luego op­­taron por partidos distintos.

      Luego de un momento de alteración, Ramón se sin­tió com­pren­sivo con su ami­go y acep­­tó que de alguna ma­ne­ra a él le pasara lo que a la mayoría, esa ma­yoría de per­so­nas que no había percibido el ambiente de los días an­te­rio­res, que no le interesó la suspensión de la pro­testa del cuatro, que se ha­bía enterado del atentado, pero nada sabía de la represión de­satada con­tra los di­ri­gentes de los partidos. Esa era su verdad y punto. Le propuso entonces que lla­ma­ran al Negro y se jun­ta­ran los tres para acompañar un rato a la Ca­talina y él po­dría con­­tar­les todo con detalles. Javier aceptó y Ramón salió a bus­car a Ro­dri­go para encontrarse los tres ami­gos en el esta­cio­na­­mien­to de Javier en me­dia hora. Partirían juntos y sería el mo­­men­to de con­­ver­sar.

      Javier quedó solo. Ya no tenía tanto calor, pero sen­tía la angustia co­mo una es­pe­cie de amigdalitis que se ha­cía enorme para su garganta y le pre­­sio­na­ba los ojos y los pul­mo­­nes. Se sentía aplastado por todo lo que Ramón le ha­bía con­ta­do, por la percepción del su­fri­mien­­to de la Cata y de Ismael y que­­­dó muy nervioso por lo que Ramón le anticipó para con­tar­le des­pués.

      Marisa entró silenciosa y lo observó. Se le veía tris­te y can­­sado, de pie mi­ran­do por la ven­tana, las manos en los bolsillos, ausente del mundo, sin moverse cuando ella se acer­­có y se ins­taló a su lado, muy cerca, sin que diera signos de percibir su pre­sencia, su cuer­po, su res­pi­ra­ción, su aroma.

      − ¿Pasó algo, Javier?

      Despertando de su silencio, la miró larga y pro­fun­­da­men­te. Sin de­cir una pa­labra, ca­­minó dos o tres pasos y se sentó dando un lar­go suspiro. Ha­bló sua­vemente, en tono y vo­­lu­men que en otra cir­cuns­tancia habría sido sim­ple­­mente des­gano, pero que ahora era angustia y pena, de ésas que lle­nan el al­ma y el cuerpo, recorren las venas, se alojan en las ro­dillas, hacen perder las fuer­zas.

      − Si, Marisa, detuvieron a Ismael. Anoche.

      Cuando lo dijo se dio cuenta que ésa no era la úni­ca causa de su pe­­sa­dum­bre. Por pri­­mera vez tomaba plena con­cien­cia que vivía en un mundo ais­­la­do, lleno de comodidad, aje­­no a la realidad de muchos, a gran parte del país. Ejercía