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pesar de lo anunciado —dice Basadre— en el Mercurio Peruano aparecido en 1791 acaso no haya una novedad temática; pero hay características singulares que lo hacen sobresalir. En primer lugar, por ejemplo, destaca la lucidez, la claridad y la exactitud de sus colaboradores, o sea, el racionalismo superando lo confuso, lo arbitrario y lo informe. Además, la fijación del interés concretamente en el Perú y no en América meridional, o en todo el Nuevo Mundo, se encuentra formulado desde un principio: “El principal objeto de este papel periódico es hacer más conocido el país que habitamos”, empieza diciendo el artículo inicial, titulado precisamente “Idea General del Perú”. Ese conocimiento —concluye el citado autor— va a ser divulgado no como erudición muerta, ni a través de disertaciones abstrusas, sino mediante estudios exactos sobre la realidad general del Perú viviente (Basadre, 1958, pp. 98-100).

      De este modo —afirma Raúl Porras— el Mercurio Peruano realizó una doble e histórica labor. Al proponerse sus redactores el Perú como objeto de estudio en todos los órdenes del saber, afirmaron el sentimiento patriótico que había de impulsar la revolución liberadora. Constructores serenos del porvenir, pusieron sin jactancia, ante los ojos mismos del virrey incauto que los protegía, los cimientos de la Patria latente. Si no le bastara este mérito de su vidente dirección nacionalista, tiene la publicación sobreabundantes prestigios para merecer el primer puesto entre nuestras publicaciones de ayer y de hoy. Ninguna ha alcanzado más alto renombre científico ni esparcido mejor el nombre peruano. Sus noticias del Perú desconocido y fabuloso de la geografía y de la historia, sus profundas observaciones sociales, su estudio del medio, sus fecundas iniciativas, su constante anhelo de mejoramiento, tuvieron el poderoso atractivo de la originalidad. Un eco prolongado de admiración le saludó en América y Europa. Es sabido el homenaje de Humboldt que le puso, por propias manos, como un preciado regalo, en la Biblioteca Imperial de Berlín. Los nombres de los de la pléyade que lo escribió, encabezada por José Baquíjano y Carrillo, son ilustres por este y otros títulos: fray Diego Cisneros, el jeronimita liberal; el sabio Hipólito Unanue; Toribio Rodríguez de Mendoza, el reformador de la enseñanza; Ambrosio Cerdán, oidor eminente; el clérigo Tomás Méndez y Lachica, de eminencia reconocida; fray Cipriano Jerónimo Calatayud, cumbre de la oratoria; González, Romero, Millán de Aguirre, Pérez Calama (obispo de Quito), Egaña, Rossi, Calero, Guasque y Ruiz. Todos ellos, sobresalientes en sus respectivas materias. Sin embargo, la más sabia de las publicaciones peruanas se extinguió a los tres años (1794) por falta de suscriptores. En doce volúmenes en pergamino, la colección del Mercurio Peruano es hoy una inapreciable joya bibliográfica (Porras, 1921, s/p). Cabe señalar que, posteriormente y a iniciativa de Carlos Cueto Fernandini, la Biblioteca Nacional hizo una edición facsimilar (1964-1966) de los doce volúmenes, con uno adicional de índices preparado por Jean Pierre Clement (1979).

      Cuando desapareció la preciada publicación, en 1794, el movimiento periodístico colonial no solo se circunscribió de nuevo a las eventuales Gacetas, sino que también enmudecieron los nacientes intereses nacionalistas. Todos esos planes económicos y proyectos reformistas inspirados en el comercio libre fueron reemplazados por una escueta lista de entradas y salidas de navíos sin mayor trascendencia histórica. Así, pues, quedaba atrás un formidable capítulo de reflexión académica en torno al Perú, para dar paso a la fría nómina del movimiento marítimo cotidiano por nuestro principal puerto (Dunbar Temple, 1942, s/p).

      Con el advenimiento del siglo XIX y, principalmente, durante los dos primeros decenios, tuvo lugar en Lima y en otros puntos de nuestro territorio el tercer suceso histórico de singular proyección y que amerita una reseña; nos referimos a las recurrentes y secretas conspiraciones limeñas y a las abiertas insurrecciones que en provincias agitaron el ambiente político y despertaron la inquietud y el celo de la autoridad virreinal. Efectivamente, en la misma sede del omnipotente poder real (Lima), las conspiraciones se sucedieron de modo constante desde los primeros años de la indicada centuria, aún antes de que se hubiese proclamado la independencia en otros países sudamericanos y que concluyeron con la entrada pacífica del Ejército Libertador en la capital a mediados de julio de 1821.

      En este contexto, sobresalieron tres instituciones en cuyo seno germinaron las ideas liberales que, con decisión y firmeza, sustentaron e impulsaron las indicadas confabulaciones: la Escuela de Medicina de San Fernando, presidida por el probo galeno y hombre de ciencia Hipólito Unanue; el Oratorio de San Felipe Neri, de acrisolada y reconocida actividad proselitista con fines patrióticos; y el afamado Convictorio Carolino dirigido desde 1785 hasta 1817 (durante más de tres décadas) por el ilustre e infatigable clérigo Toribio Rodríguez de Mendoza. Sobre el quehacer conspirativo de este último centro, es conocida la frase airada del virrey José Fernando de Abascal cuando dijo que allí “hasta los ladrillos conspiraban”. De sus claustros egresaron Sánchez Carrión, Pedemonte, Muñoz, Cuéllar, Ferreyros, Mariátegui y León: todos —como dice el historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna (1860)— eran patriotas, todos republicanos y todos hijos del Perú. En los tres casos, en las aulas de estas acreditadas entidades educativas, los alumnos bebieron de los principios liberales de sus igualmente prestigiosos maestros.

      Un caso singular (fuera de Lima), por la trascendencia del personaje que lo dirigió, fue el Seminario Conciliar de San Jerónimo de Arequipa, regentado por el severo y talentoso obispo de la localidad Pedro José Chaves de la Rosa. Natural de Chiclana de la Frontera (Cádiz-España), el preclaro religioso tuvo en sus manos el báculo de la ciudad mistiana durante dieciséis años (1789-1805) y, amparado en sus fueros y en el alto respeto de su nombre,

      acometió la difícil y osada empresa, no de reformar lo creado, sino de crear lo que no existía, lo que estaba vedado, lo que era casi un crimen ante la época y una rebelión ante la ley. Todo lo cambió: doctrina, estudios, personal, sistema, hábitos, etc. La reforma era no solo evangélica, era política, era social y, si se atiende al momento, era eminentemente revolucionaria. El derecho, la filosofía y las ciencias, se abrieron paso con él. (Vicuña Mackenna, 1860, p. 58)

      Por su parte, el inglés Clemente Markham (1895) agrega:

      Los discípulos del eminente obispo español, llegaron a ser los más ardientes defensores de las reformas emprendidas. Los más queridos y reputados entre éstos fueron: Francisco Xavier de Luna Pizarro, prócer de la Independencia y después arzobispo de Lima, y Francisco de Paula González Vigil, la gran lumbrera del Perú. Es incalculable la gran influencia que ejercieron estos y otros de los discípulos del renombrado vicario, sobre las futuras generaciones. (p. 154)

      Chaves de la Rosa retornó a España en 1809. Degradado por el déspota e insensato Fernando VII, murió en la miseria en su villa natal el 26 de octubre de 1819, a los 79 años de edad.

      Simultáneamente al activo y fructífero rol que desempeñaron estas corporaciones educativas, hay que resaltar la acción personal que muchos peruanos, pertenecientes a diversos estratos sociales (nobles, sectores medios y gente del pueblo), actuaron como decididos agentes, propulsores, cabecillas o partícipes de las conspiraciones capitalinas. La nobleza limeña —al decir del citado Vicuña Mackenna (1860) — “la más rancia, la más mimada, la más inerte de los dominios españoles, sin exceptuar a la de Madrid, a la que en número y en pretensiones era apenas inferior”, se hizo presente en este colectivo afán conspirativo a través de algunos de sus miembros. En primera línea, entre otros, sobresale la figura cumbre de José Mariano de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, marqués de Aulestia y conde de Pruvonena, “el director de todas las conspiraciones en celdas y salones, el maniobrador eterno e inasible como su sombra”, al decir de Raúl Porras (1953, pp. 33-34). A su lado, aparece el desempeño sobresaliente de José Matías Vásquez de Acuña, el ardiente e inquieto conde de la Vega del Ren, así como del conde de San Juan de Lurigancho y del marqués de Villafuerte. Asimismo, es notable el trajinar del ilustre limeño José Bernardo de Tagle y Portocarrero, marqués de Torre Tagle. No menos trascendente fue la labor de José Félix Berindoaga, conde de San Donás y barón de Urpín (de trágico e injusto final en la época bolivariana). Algunas señoras nobles también fueron participes de estos afanes, como fue el caso de la condesa de Gisla y de la aristócrata Pepita Ferreyros; ambas de reconocida trayectoria patriótica.

      Al lado de estos personajes ligados a la añeja nobleza colonial