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la capitulación del obstinado brigadier José Ramón Rodil en 1826 (acto que puso fin a la presencia realista en el territorio peruano), mediaron casi cincuenta largos años. En ese lapso, se sucedieron una serie de sucesos a escala nacional de suma trascendencia que, de una u otra forma, fueron encauzando no solo el deseo patriota de romper con el dominio absoluto del poder real establecido desde principios del siglo XVI, sino también de consolidar la anhelada libertad política en toda su plenitud democrática. Es decir, convivir en una Patria libre. Así, y de manera perseverante, se fue forjando el deseo de independencia en el ánimo y el accionar de nuestros connacionales, enfrentándose “al núcleo más organizado y poderoso del imperio español que tuvo en vilo por decenios a los patriotas de América del Sur” (Denegri, 1972, p. II).

      De este modo, juzgamos que queda desvirtuada aquella equivocada afirmación de que el Perú nada hizo por emanciparse de la dominación hispana, o que hizo tan poco que no influyó significativamente en la contienda contra las armas peninsulares.

      Formado estaba el espíritu y el deseo de libertad en el Perú antes del arribo del Ejército Libertador del Perú, así lo comprueba la vida sacrificada de un sinnúmero de patriotas, los destierros y prisiones que sufrieron y la pura e inocente sangre que en las plazas y los cadalsos derramaron. (1869, p. 39)

      Es lo que nos dice el célebre magistrado y político Francisco Javier Mariátegui, actor y testigo de esos sucesos. En una palabra, pues, la semilla de la libertad, efectivamente, no era desconocida aquí. A ese prolongado y fecundo período (“preñado de gloria y dolor”, en frase de nuestro historiador Raúl Porras Barrenechea), la historiografía moderna denomina con toda propiedad y legitimidad la “etapa de los precursores peruanos”. Precisamente, en los párrafos que siguen, reseñamos sucintamente los principales sucesos (entre muchos otros) que entonces se sucedieron y, sobre todo, sus diversas y significativas implicancias posteriores.

      En términos cronológicos, el primer acontecimiento histórico que merece ser recordado por su enorme repercusión aquí y en el subcontinente, es la citada rebelión popular encabezada por Túpac Amaru II en su tierra natal, considerada con toda justificación como la primigenia gran revolución de la Independencia de la América española. Iniciado en la provincia de Tinta el 4 de noviembre de 1780, el levantamiento se expandió rápidamente a los alrededores del Cusco e, incluso, a zonas mucho más alejadas, incorporando en sus filas a indios, criollos y mestizos lugareños. La rebelión, con un trágico final, tuvo la enorme virtud no solo de avivar la rebeldía contra el despotismo real, sino también de afianzar el amor por la libertad en toda América meridional. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que su influencia en los nuevos y sucesivos levantamientos de la región, fue evidente y decisiva3.

      Otro suceso histórico que tuvo lugar en el Perú y que cronológicamente, fue casi contemporáneo a la mencionada sublevación cusqueña, está relacionado con el quehacer académico e intelectual que entonces se vivió profusamente en Lima bajo la denominación genérica de la Ilustración. ¿En qué consistió esta corriente, dónde se ubicó su génesis y cuáles fueron sus principales manifestaciones? Se designa con este nombre —dice el historiador belga Jacques Pirenne (1987)— al movimiento cultural iniciado durante el siglo XVIII en el Viejo Mundo y que fue extendiéndose por todo el ámbito occidental, gestando una verdadera transformación en el ejercicio filosófico y político que desembocaría, inevitablemente, en las revoluciones de Europa y América y en la formación subsiguiente de las nacionalidades en el siglo XIX. En esta línea, el pensamiento de los franceses Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), escritor y filósofo; de Juan Bautista Say (1767-1832), economista; de Francisco-Marie Aronet (más conocido como Voltaire, 1694-1778), filósofo, escritor e historiador; de Denis Diderot (1713-1784), escritor, filósofo y enciclopedista; de Jean-François Marmontel (1723-1799), escritor y dramaturgo; y de Guillaume Thomas François Raynal (más conocido como el abate Raynal, 1713-1796), escritor y pensador, fue la base política e ideológica que nutrió las ideas liberales entonces imperantes en diversos y lejano parajes del mundo occidental.

      La trascendencia de la Ilustración, para nuestro país y las naciones hispanoamericanas, fue enorme. Por un lado, el impulso a los estudios de nuestra realidad geográfica (recursos) y, por otro, el acercamiento a la realidad social viviente (hombres), trajo como consecuencia la conciencia de lo nacional, base primordial de los movimientos revolucionarios de la Independencia. En nuestro caso, la difusión de sus ideas progresistas en el último tercio de la mencionada centuria dieciochesca, se transmitió, fundamentalmente, a través del renombrado Convictorio de San Carlos, de la flamante Sociedad Amantes del País y del célebre Mercurio Peruano (aparecido en 1791 y, al decir del citado Porras, “la más sabia de las publicaciones peruanas de todos los tiempos”); pero, también, mediante la acción personal y animada de los criollos ilustrados de la época, como José Baquíjano y Carrillo (ilustre limeño, hijo del primer conde de Vistaflorida), Hipólito Unanue y Pavón (afamado médico y científico ariqueño), Toribio Rodríguez de Mendoza (natural de Chachapoyas y preclaro e influyente mentor intelectual de la época), entre otros. ¿El común denominador? El conocimiento y la difusión concreta y exacta del Perú y su entorno histó-rico, geográfico, literario, artístico, económico, comercial e industrial. ¿El resultado? La afirmación del sentimiento patriótico que había de impulsar, en el futuro inmediato, la revolución liberadora. Son hombres —como dice Porras (1953)— que destierran la Escolástica y que embebidos en la lectura de la Enciclopedia, como el inquieto limeño Pablo de Olavide, desafían a la Inquisición, se escriben con Voltaire y fundan las logias liberadoras; el arequipeño Juan Pablo Viscardo y Guzmán, que escribe para la patria distante, que nunca volvería a ver, la memorable Carta a los Españoles Americanos y que el precursor Francisco de Miranda “imprimió en volantes para prender con fuego peruano, en el erial venezolano de 1806, la chispa de la insurrección americana” (Porras, 1953, pp. 33-34).

      Sobre la citada Sociedad Amantes del País y de su órgano de difusión el Mercurio Peruano, son útiles e interesantes las referencias históricas de R. J. Shafer en su libro publicado en 1958 que, incluso, corrige algunas apreciaciones anteriores. En su opinión, la indicada Sociedad no fue realmente una sociedad económica ni en su organización ni mucho menos en su función; actuaba como un dinámico grupo editorial para la mencionada publicación. Por lo tanto, la historia de esta entidad debe concebirse únicamente en relación y de manera inseparable al Mercurio Peruano. La Sociedad editó el Mercurio Peruano y no hizo virtualmente nada más. Sus estatutos recién fueron elaborados a principios de 1792, merced al aporte de José Baquíjano, Hipólito Unanue, Jacinto Calero y José María Egaña, presentándolos en el mes de marzo al virrey para su aprobación. El 19 de octubre, en espera de la aceptación real, fueron admitidos provisionalmente por la indicada autoridad virreinal. Declararon que la Sociedad había sido fundada para “ilustrar la historia, literatura y noticias públicas del Perú”. La primera sesión pública se llevó a cabo el 5 de enero del año siguiente, recibiendo un significativo subsidio del virrey. La aprobación real indujo a la entidad cambiar el nombre por el de Real Sociedad de Amantes del País. Sobre la membresía de la flamante institución, se especificó que de los treinta miembros académicos elegidos por pluralidad de votos, veintiuno debían ser limeños; además, los académicos se comprometían a dedicar sus esfuerzos a escribir para la indicada publicación. Asimismo, se estableció que la habilidad de escritor sería una condición sine qua non para ser miembro. Finalmente, se consideró una disposición para contar con miembros consultivos tanto honorarios como correspondientes (Shafer, 1958, pp. 157-158).

      En cuanto al Mercurio Peruano, los aportes del indicado autor se complementan estupendamente con las reflexiones de Jorge Basadre (1958), Raúl Porras (1921) y Ella Dunbar Temple (1942). En efecto, una síntesis de los cuatro aportes nos permite señalar lo siguiente. En el Prospecto publicado en 1790 (cuya autoría corresponde a Jacinto Calero) se resalta, por un lado, la trascendencia de la imprenta para propagar los conocimientos en el mundo moderno, señalando sus efectos positivos en Inglaterra, España, Italia, Francia y Alemania; y, por otro, se hace hincapié en que el Perú necesita mayor difusión en términos de más noticias y de más datos sobre comercio, minería, arte, agricultura, pesca, manufactura, literatura, historia, botánica, mecánica, religión, y decoro público; también información