Название | Los años que no |
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Автор произведения | Lidia Caro |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418690129 |
No hubo boda. Ella regresó a Kansas, donde vivían sus padres. Tom se pasó un año fingiendo que la había olvidado. Decía que estaba mejor solo, que era muy joven y tenía que conocer a muchas más mujeres, pero cuando se emborrachaba lloraba por ella. Follaba conmigo y a la media hora me soltaba algún recuerdo de ellos juntos escalando, ellos juntos en Tailandia, ellos juntos acampando en Big Sur. Memorias que le laceraban. Yo callaba, asentía y le pasaba una mano por la espalda. El gesto universal de intentar empatizar.
Que me coma un oso si compartir el dolor por otra mujer de un tío que acaba de estar dentro de ti no es un acto de desprendimiento.
Estoy en el baño lavándome de uno de esos actos de desprendimiento. Sin querer y sin querer evitarlo, oigo la conversación telefónica que Tom mantiene con otro tío. Habla a través del manos libres. La presión de la ducha de su cabaña no es tan fuerte como para no oír la conversación testosterónica.
—Dude, he comido con Clarice.
—Whaaaaaat? Oh dude, eso nunca acaba bien. ¿Ha pasado algo?
—No hemos llegado a follar, pero sí. Me he vuelto muy caliente al resort. Menos mal que estaba Lidia en la habitación.
—Pero tío, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a quedar de nuevo con tu ex?
—Almorzamos en su casa el próximo jueves. Estoy contento, bro.
—¿Y vas a decirle algo a la española?
—Tampoco hace falta. Aunque creo que no pasaría nada tío. Es europea, allí es otro rollo.
Salgo del aseo, envuelta en una toalla de secado rápido de Decathlon, con cara ruborizada por el agua calentada por placas solares. Tenemos agua a alta temperatura los días que hace sol y nos ahogamos por el calor, y agua helada cuando sobre el campamento los nubarrones expulsan granizo y las placas no tienen sol que comer.
—Oye, Tom, muchas gracias por intentar ayudarme con lo de la boda, pero creo que me apañaré. Siempre puedo cruzar a México y volver con visado de turista. Está cerca. —La conversación telefónica solo me ha sentado como un insulto durante los tres minutos que he estado en el baño desnuda después de la ducha, desenredándome el pelo frente a un espejo con marco de plástico que en su día fue blanco.
Más que un insulto, ha sido un nuevo no.
No.
Se acaba una persona, una persona con la que duermo abrazada por las noches. Con la que tengo sexo sin pensar en las escaleras. Con Tom no pienso que follar, que es placer y amor, también puede ser un instrumento de poder y de infligir dolor.
—Okey, como quieras. Pero ten cuidado, que este país no es como el tuyo. Voy a ir a la cocina a robar algo de dulce. ¿Tú quieres algo?
—No, estoy bien. Me apaño con los culos de birras del suelo. Equivalen a un tazón de cereales. De esos cereales orgánicos que compras en Trader Joe’s que van de ecológicos, pero tienen un galón de azúcar.
—Galón no. Si te refieres al peso, usamos libras. —No entiendo por qué en Estados Unidos no usan el sistema métrico decimal, es legal en el país desde 1866. Otra excepción americana.
—Eso, libras. Y no, no necesito nada de comer. Ve a la cocina, yo te espero viendo Drunk History, hoy ponen el capítulo de Coca-Cola Was Invented Using Cocaine.
Poesía vertical
Nunca me han asustado las mareas, pero esta es feroz. El mar se retira de la orilla y deja una estela de adarce sobre trozos de fibra de vidrio, sillas de jardín rotas y madejas de escombros que ha traído la tormenta.
Identifico una tabla de surf partida que parece un jibia de sepia. Hay un segundo de silencio ominoso. Alzo la vista y las veo en el horizonte, impertérritas. Están ordenadas, preparadas para entrar en combate y masacrarnos. Se aproximan. Son olas que crecen y se convierten en bípedos coronados por una cinta de espuma infranqueable. Miro a mi padre, a mi madre y a mi abuela, que están sentados en la arena y no reaccionan a mis gritos. Las olas están a cincuenta metros y miden ocho de alto. Mi abuela se gira hacia mí. Sus ojos son ibones en los que se desborda un lixiviado hediondo. Veo reflejada en sus córneas una ola solitaria que forma un tubo pulido en el que se revuelven morenas y tintoreras. «El miedo tiene poca definición», digo sin que nadie me escuche. El miedo es un Nokia de 1.3 megapíxeles, uno de los primeros móviles con cámara de fotos. El miedo es gas. Una guerra fría. Es intangible pero es real, y se esconde en la amígdala y allí saca una barrena y hace un agujero. Ras, ras, ras, ras, hasta la trepanación.
Me despierto gritando. Estoy sola en la cama. Ni rastro de Tom, por la mañana se ha ido a hacer gestiones a Fresno y todavía no ha vuelto. Me levanto para cerrar con llave la puerta de la cabaña. Bebo agua y miro el reloj. Demasiada oscuridad para amanecer. Vuelvo a la cama e intento dormirme, pero tengo los latidos de mi corazón clavados en los tímpanos. Mierda. La estoy cagando, estoy pensando en la violación.
Quién me dice que no puede haber otro asalto, otra escalera. No creo que jamás deje de acelerar el paso cuando ande sola por la calle, o de ponerme las llaves entre los dedos a modo de garra de Lobezno, como si pudiera detener a un hombre con el canto de la llave del candado de la bici.
El miedo huele a podrido y necesita muchas duchas calientes para que se vaya el hedor.
Hace dos semanas mi madre me mandó un paquete con latas de atún y libros en castellano y valenciano. El atún es un sustituto del jamón, que no se puede enviar porque lo interceptan en la aduana. Consideran que es carne cruda. Uno de los libros es un poemario de Roberto Juarroz.
En su primera poesía vertical dice:
Y aunque te estuvieras
muriendo,
alguien más estaría muriendo,
a pesar de tu legítimo deseo de morir con
exclusividad.
La noche añil estuve muy cerca de morir. Las manos grasientas del violador —intento no colocarle un pronombre posesivo, eso es otorgarle familiaridad y que sea mi violador— encerraron mi tráquea, impidiendo que pasara el aire. Me vi desde el contracampo rezando por mi vida, aunque no sabía ni sé ninguna oración. Como no surgía efecto me despedí: «Bueno, pues hasta aquí he llegado. Ha sido corto. Que esta muerte lleve mi nombre y apellidos. Que lo sepan todas las personas que lean la página de sucesos locales».
No podía ser. El violador no me pertenecía. Yo no tenía la exclusiva de la muerte. El tipo llevaba en sus manos una lista de víctimas, y yo no iba a ser la última. Si no me ahogó fue por mi capacidad pulmonar y por suerte. Eyaculó sobre los escalones antes de que yo me desvaneciera.
Me asomo al escritorio donde Tom tiene una hidra de archivadores y expedientes. En uno, fechado de hace un mes, describe telegráficamente el incidente sucedido con Kenny Conners, técnico de mantenimiento especializado en el uso de maquinaria pesada. Él era el tipo que conducía el quitanieves y blandía una Bosch AKE con la que derribaba abetos para despejar las vías invernales.
Miércoles, junio 18, 2014
Agentes del Servicio Forestal de los Estados Unidos han accedido al resort y solicitado la presencia de Kenny Conners, técnico de mantenimiento en contrato permanente desde 2011. Kenny Conner ha sido detenido, se le acusa de haber construido un refugio subterráneo dentro de las instalaciones del Sequoia National Park. El refugio se localiza próximo a Weaver Lake. Coordenadas 36°42’13.5”N 118°47’53.9”W. Código: P632+XV Red Fir. Los agentes encontraron los siguientes materiales y alimentos sustraídos del resort:
80 rollos de papel higiénico
40 rollos de papel de cocina
15 galones de desinfectante
40 galones de gasolina
1 motosierra Bosch AKE
1 juego de destornilladores