¿Por qué el diablo se convirtió en diablo?. Celina Plasencia

Читать онлайн.
Название ¿Por qué el diablo se convirtió en diablo?
Автор произведения Celina Plasencia
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788419277008



Скачать книгу

mía? ¿Acaso no escuchaste que era muy importante que lo trajeras?

      Con mi cara hacia el suelo, le dije que lo había olvidado y que por eso regresé más tarde, porque, cuando lo recordé, me había devuelto a buscarlo y me di cuenta de que ya no podía ver nada en el camino para llegar al lugar y regresar antes de que anocheciera.

      —Lo siento, padre, ¡no ocurrirá otra vez, lo prometo…

      Y así fue. No sucedió otra vez. No desobedecí nunca más a mi padre Liam en ningún otro momento de mi vida.

      A la mañana siguiente, estábamos todos en casa, protegiéndonos de ese frío que se colaba entre las ranuras del techo y de la puerta o la ventana de la casa, harían unos seis o siete grados centígrados.

      Al frío se sumaban esos hilos de viento que no podían pasar a sus anchas y generaba una música particular de silbidos, típicos del viento cuando cruza entre espacios muy pequeños y choca con los objetos, haciendo que la casa se mantuviera en esas temperaturas, a pesar del fuego de la hoguera que ardía desde la noche anterior.

      Yo sentía que algo más pasaba. Había señales por todas partes.

      Mi padre, que siempre se levantaba antes del amanecer a atender su trabajo fuera de casa, aún estaba allí, y eran casi las siete de la mañana.

      Se encontraba sentado al pie de su cama, muy cerca de mi madre, que permanecía acostada.

      Que no se hubiera levantado a esa hora era inusual, porque ella, para cuando amanecía cada día, ya habría horneado algo y estaría haciendo el desayuno para todos, pero no había ni olor ni movimiento alguno en la cocina de nuestra casa.

      Era extraño, pensé, ellos madrugan a diario y suelen salir de casa muy temprano, las tareas de campo lo exigen así.

      ARCA IV

      No pasó mucho rato para que entrara a la casa, invitado por mi padre, un personaje de túnica blanca, con un gran abrigo gris de piel de oveja muy largo y un gorro que apenas dejaba ver su cara del color del cobre.

      Mi hermano y yo no sabíamos de quién se trataba, no lo habíamos visto antes.

      Eran especialmente comunes, en estas zonas del norte de Irlanda, que las túnicas se realzaran con esos pequeños botones semiesféricos de bronce, distintivos en las prendas de vestir de las élites, de los magos o de los religiosos. Y este extraño visitante portaba una así.

      Para mí, en mi visión de niño y preadolescente, el extraño era alguien con atributos especiales, no era agricultor ni ganadero o herrero, y venía a ver a mi madre por alguna razón que no podía entender, ya que los padres nunca explicaban mucho a sus hijos sobre las cosas que ocurrían en el entorno familiar ni en la aldea. Ellos manejaban la información a su discreción, y los niños nunca interveníamos en sus conversaciones, ni siquiera nos permitían estar cuando charlaban.

      Entre tanto, ese hombre de aspecto raro podría haber sido un chamán, quienes se consideraron los primeros médicos de la humanidad, se decía de ellos que ejercían su sabiduría y su sanación a partir de hierbas, raíces, sugestión o rituales e, inclusive, eran ellos los que presidían los llamados «ritos de transición» —pubertad, fecundidad y muerte—.

      De mi memoria, solo puedo asociar esa imagen, como la de ese hombre que llegó a mi casa casi al amanecer, con la tarea de reconocer la condición de salud de mi madre, que yacía en su cama todavía.

      Mirando un poco hacia atrás en mis recuerdos, en esas últimas semanas de este invierno que había hecho tanto frío, junto a esa humedad que calaba todo a nuestro alrededor, Aidan, mi hermano, y yo notamos que ella no lucía tan fresca ni tan animada como siempre, y nosotros, siendo niños, no entendíamos mucho de enfermedades ni padecimientos, porque no habíamos vivido nada de eso en nuestra familia. Por ello, ignorábamos que lo que le ocurría a nuestra madre era que estaba enferma y que no respiraba bien.

      Entonces supimos que ella en verdad estaba mal, que necesitaba ese brebaje que la podría haber ayudado a tolerar y superar esa condición de debilidad, a disminuir las altas fiebres intermitentes que estaba padeciendo, que la sostuviera a salvo en medio de esa crisis.

      Pero… ¡eso no sucedió!

      Se había debilitado mucho, sus pulmones colapsaron con esa terrible neumonía y no resistieron.

      Y el encargo de mi padre, ese que no cumplí, era un preparado de raíces, que habría hecho que la fiebre disminuyera, que su cuerpo reaccionara, sin embargo, no fue así, ya que nunca recibió ese remedio del curandero.

      ¡Y fui yo quien lo olvidó! Apenas caía en cuenta de las consecuencias. Mi madre había muerto, yo era el único responsable. ¡No tengo perdón! ¡Acabé con su vida sin saberlo!

      Mi padre, que siempre ha sido un hombre de gran fortaleza, de temple firme y sosegado, había roto en llanto inconsolable.

      El chamán lo había confirmado, ya no había nada que hacer…

      Desde ese momento, ¡todo cambió!

      Recuerdo que, sin pensarlo, salí corriendo de ahí, de la casa, de la aldea, y corrí sin detenerme, corrí y corrí tan rápido como podía hacerlo, sin parar, atravesando los senderos hasta las montañas, quería perderme, que me tragaran los árboles, la tierra, las ciénagas del camino, morirme, no merecía estar vivo… Me alejé lo más que pude, ¡no deseaba ser encontrado por nadie!

      Rato después, ya fatigado, las horas habían pasado, escuchaba el riachuelo que estaba cerca de mí y me senté por horas, sin darme cuenta del tiempo.

      Allí, sentado entre las piedras, en esa mañana tan gris y triste de mi vida, donde creía que nadie podía encontrarme, me quedé, enmudecido, paralizado, recuerdo que no podía llorar, ni hablar, apenas respirar, no tenía fuerzas para moverme. No quería pensar, deseaba dejarme morir ahí mismo.

      No tenía ganas de volver a la aldea ni a nuestra casa, solo pensaba en que acabara rápido y marcharme junto a ella, ir a hacerle compañía a mi madre.

      Lo que había hecho no tenía nombre, ¿en qué me había convertido?

      Con solo once años, había sido capaz de ignorar una petición tan importante de mi padre. Mi madre yacía enferma, mientras yo jugaba sin tenerlo en consideración. Únicamente tenía una tarea simple: buscar ese brebaje y llevarlo a tiempo para que ella pudiera sanarse.

      Pero no, tenía que quedarme ahí, como un tonto, jugando a buscar gusanos, a competir y a ganarle a mis amigos, a desobedecer una petición urgente que mi padre, que nunca nos molestaba a mi hermano ni a mí, me hizo antes de salir de casa.

      ¡Solo me pidió que fuera al pueblo a traerle eso!

      ¡Por qué no lo hice!

      ¡Era tan fácil! Me entregó una receta que debía darle al curandero y traerlo a casa…, eso era todo.

      En ese momento, y por mucho tiempo después, me recriminaba todo eso, cada día era una tortura, no podía perdonarme, ¡la culpa se había instalado en mi corazón!

      ¿Cómo pude ser tan irresponsable, tan cruel, tan descuidado?

      Mi madre, el ser más maravilloso y dulce, el más alegre del mundo, ya no estaría más.

      ¡Por mi culpa!

      Fui yo, Ojos Negros, el único responsable de su muerte.

      Daba lo mismo que le hubiera enterrado una daga en su corazón o que le hubiera dado un sorbo de veneno, acabé con ella, sin ninguna razón, y no había nada que pudiera hacer para cambiarlo.

      Pasaron algunas horas más desde que llegué a ese paraje, ya era de tarde y ni el frío ni el hambre habían podido hacerme olvidar ese dolor tan intenso, tampoco fui capaz de aclarar mi mente tan confundida, atormentada… Escuchaba sus voces en mi cabeza, ¡todas al mismo tiempo! Susurrando y gritando a la vez… en mi mente enloquecida…

      «¡Mataste