Название | Zoom |
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Автор произведения | Hernán Valdés |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789562892346 |
—Che, Gordo, va para un mes que yo no cojo.
—Y, la piba del barco, aquella.
—Ma, qué piba, era una antigüedad.
—Y, mirá —guarda su pene y tira el cierre de la cremallera con el cuidado que se presta a un maletín sobrecargado, alza los hombros y mira alrededor de la plaza: las dobles ventanas están herméticamente cerradas, no hay un perro en las calles, el viento agita irregularmente el lienzo trabajamos por el comunismo, el minutero del reloj de la torre cae un minuto más abajo con un ruido seco—. Mirá, hermano, en este pueblo tenés que hacer como en el tango: o pensás en la viejecita, o te cortás las bolas.
Se encaminaron hacia el hogar de estudiantes, pateando un viejo zapato que estaba en el camino, con ganas de cansarse en algo. De pronto, el Gordo se detuvo, se sujetó el vientre y se puso a reír. No supieron cuál era el motivo, pero igualmente se pusieron a reír con él hasta que les dolieron las mandíbulas.
2. Los altoparlantes y el ruido de las turbohélices
Los altoparlantes y el ruido de las turbohélices y las conversaciones y los llamados producen en ti una confusión de la realidad, un aislamiento sensorial, ya estás viendo el presente como pretérito. En la noche te has ido a dormir a casa de tu mujer, como en un último don de tu presencia antes de ese viaje, después de años de separación imprecisa, con una vaga intención de conservar un puente en caso de nostalgia, ahí estás con ella en el aeropuerto, como un hombre que hace las cosas correctamente y, sin embargo, no puedes evitar que todo eso tan tangiblemente presente —el peso de las maletas, el certificado de vacuna, sus dedos que se hunden en tu brazo, como para obligar el paso de una pasión que nunca ha convenido a su naturaleza—, no puedes evitar que todo eso se convierta de inmediato en un remoto pasado, en una imagen que has visto indiferentemente en uno u otro film en un cine de barrio, no tienes paciencia con esa lentitud de la realidad. Además, todo se convierte en algo insensato, la fantasía de lo real se hace inverosímil e insoportable: estás viendo, a pocos metros de ti, justamente a Octavia, la misma Octavia, que en el mismo momento viene a despedir a un amigo, que sin duda viaja en el mismo avión. Demasiado complicado y calculado para la realidad, es insensato que Octavia despida a un amigo que quizá es el amante que no eres tú y que tu mujer despida a un esposo que tampoco eres. Te has puesto rígido, como si así no pudiera vertirse tu emoción. Hay alguien que está físicamente demás en ese cuarteto —¿probablemente tú?—, hay algo en su distribución que un simple intercambio de personas no remediaría. Y, no obstante, hace dos días o menos, Octavia reapareció en tu cuarto, desesperada de tu partida, reanimada de aquella caprichosa pasión y avidez de otro tiempo.
¿Y si todos los actos, todas las posibilidades hubieran sido para ella igualmente legítimos? Esa caída de tu estómago hacia un abismo submarino, ese mareo de la contención erótica, esa lentitud en partir. No puedes reconocer que la ves, has elegido que sea tu mujer quien te despida —¿qué habría hecho Octavia si se lo hubieras pedido?—, a tu mujer los abrazos, las promesas, pero comprendes que al abrazarlo a él ella también te está abrazando, que al abrazar a tu mujer la abrazas a ella, con esa otra emoción que crea el tacto de Octavia en tu memoria, y mientras caminas por la pista hacia el avión, y mientras él camina a unos pasos tuyos —el ruido de los motores y el viento de los reactores enmudece todas las voces, deforma todas las expresiones, y los rostros gesticulan y las manos se alzan en un territorio que ya está fuera del espacio sensorial—, mientras caminas ves ambos rostros en la vidriera de los visitantes y sus múltiples expresiones hacia atrás, agitas tu mano en dirección a ellos y, enseguida, todo eso entra a formar parte del pasado con una vertiginosidad que te desespera y excita.
3. El mayordomo del kolej
El mayordomo del kolej les representó su más absoluta ignorancia: adelantó el mentón, alzó las cejas y los hombros, puso los ojos en blanco y tornó las palmas hacia arriba. No, él no sabía nada. Dio a entender, siempre gesticulando, que eso dependía únicamente del Ministerio, allá, en Praga. Le instaron, en esa misma forma, a que llamara por teléfono, para obtener alguna información sobre el comienzo de los estudios, pero entonces él adoptó una actitud casi escandalizada, como si acabaran de decir un despropósito. Viendo el desconcierto de ellos, intentó explicarse: tal intervención podría ser mal considerada, una falta de tacto, una demostración de desconfianza, justamente cuando allá todos estarían preocupados y conocerían mejor que ellos mismos sus conveniencias y necesidades. ¿Qué podrían pensar de su prudencia, y qué de su impaciencia, cuando, en fin, no les faltaba nada? Además, todavía quedaban unos días de sol y podían libremente pasear, jugar al fútbol, descansar. ¿No era eso enteramente agradable antes de que se iniciaran las clases de idioma y de que comenzara el duro invierno? Más tarde, echarían de menos esa libertad.
Semanas después, vieron llegar a un joven melancólico, alto, desarreglado, con un saco de viaje en la espalda, que dijo ser un profesor. Hablaba español e inglés, y fue asediado a preguntas. Fue prácticamente forzado, esa misma tarde, a dar una clase de checo, pues ya nadie soportaba seguir viviendo en la aldea sin tener algún contacto con sus habitantes, sobre todo con las muchachas. El hombre enseñó como pudo una veintena de frases, que nadie consiguió pronunciar, pero no respondió adecuadamente a ninguna pregunta. Él mismo parecía no saber si estaría en condiciones de dictarles una próxima clase, el Ministerio no le había dado ninguna instrucción precisa a ese respecto. Tampoco sabía si vendrían otros profesores pronto, eso dependía de una sección especial a la cual él no tenía acceso. No pudo tampoco explicar nada sobre la aldea ni sobre las razones de su elección para albergarlos. Dijo que era la primera vez que pasaba por allí y que a lo más podía suponer que su nombre, Dobruška, podía significar “buenísima” o algo parecido. Numerosos muchachos, que pertenecían en sus países a organizaciones comunistas, le pidieron que los relacionara con el partido local, para ser de alguna manera útiles a la aldea, o para conocerse simplemente con los jóvenes, pero él afirmó no pertenecer al partido y explicó que, aun en el caso de haber pertenecido, no podría haberlo hecho sin una autorización especial de Praga, refrendada por el Ministerio. ¿No podía entonces promover personalmente una reunión, presentarlos, servir de intérprete en alguna conversación con los jóvenes de la aldea? No, él no estaba autorizado ni era conocido allí. Era mejor esperar alguna circunstancia propicia, que se diera espontáneamente.
4. Solo cuando quedó atrás la cordillera
Solo cuando quedó atrás la cordillera y comenzó el vuelo sobre la monótona pampa, su cabeza rubia, que habías estado observando de reojo mientras hojeabas una revista, se volvió hacia ti.
Jamás le habías visto y no había motivos para que él tuviera información sobre ti, a menos que Octavia le hubiera contado. ¿Contado qué? Siguiendo una absoluta objetividad, deberían haberse ignorado. Aun así ambos parecían estar conscientes de algún nexo que los relacionaba más allá de cualquiera formalidad, sin que sus expresiones hicieran de ello la menor alusión, pero delatando, de un modo solo perceptible para ambos, una curiosidad contenida y hostil, un resentimiento que parecía buscar cualquiera turbación en la mirada del otro.
En esos segundos ambos parecen buscar la respectiva significación que sus miradas dan de ella. Antes de volver los ojos sonríe, asiente, se vuelve hacia su propia revista. Tú también te vuelves, ignorándole. Cualquier figura sobre tu página se transfigura en Octavia, la una y la otra, la de hace un par de días, su indescifrable avidez de ti, la de hace unos momentos, la ambigua, la de una y otra vez, poseída e inasequible a la vez. ¿Cuál es la Octavia en la revista de él, si es que hay una en vez de las previsibles fotos de coches y modelos? ¿Es el mismo rostro, sus líneas, sus turgencias, sus sinuosidades? ¿Darán el mismo resultado, la misma persona, los ojos, fondo de arroyo de reflejos áureos, expresarán lo mismo? Percibida por otra piel, aspirada por otro olfato, deseada con otras asociaciones sensuales y de la memoria, ¿darán la misma Octavia, una que no fue conocida ni tocada por ti? Es la envidia