Название | Zoom |
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Автор произведения | Hernán Valdés |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789562892346 |
Acerca de Zoom, una novela chilena
Restauración de este libro
En algún día de 1972, Enrique Lihn apareció en mi casa con un ejemplar de la revista colombiana Eco, donde había publicado un largo artículo sobre Zoom, que de inmediato me leyó. Si no hubiera sido por eso, pienso ahora, quizá este libro no habría sido reescrito y reeditado.
La novela, publicada originalmente en México en 1971, llegó en escasos ejemplares a Chile, debido a la miseria de divisas. Aparte de los que yo regalé, no supe de nadie más que lo hubiera leído. Siendo yo una persona de izquierda, que trabajaba en una institución comprometida con el nuevo gobierno, la prensa de derecha no lo mencionó; la de izquierda tampoco lo hizo, sin duda a causa de la imagen sombría y a la vez hilarante de una Checoslovaquia aún comunista, donde se desarrolla parte de la acción.
En ese tiempo la vida intelectual de la izquierda estaba dominada por la sociología. La literatura era considerada un objeto de consumo burgués, los escritores éramos valorados o bien como agentes de ese pensamiento burgués, o bien como eventuales propagandistas de la fe revolucionaria.
Frente a ese silencio o indiferencia, yo mismo terminé por pensar que había escrito un texto inoportuno para un tiempo inadecuado. Inmerso en el ambiente tenso y enardecido de esos días, escondí mi frustración para mejores oportunidades.
Ello hasta el momento en que Lihn, él mismo un marginado de los favores del nuevo pensamiento, descubrió el interés del libro e intentó incluso una interpretación que iba más allá de mis propias pretensiones. Eso fue un alivio y una especie de recompensa más que amistosa para mí en esos días. Pero, aparte del ejemplar de la revista que él había recibido, no había otros. En ese tiempo las fotocopiadoras o impresoras domésticas eran desconocidas, de modo que aquel artículo permaneció como parte de una publicación privada.
Las cosas no fueron más allá. La realidad política y sus efectos en la vida privada se imponían. Poco a poco sepulté la frustración por ese libro. Cuando me preguntaron por él, décadas después, insistí más bien en sus debilidades, sus inconsecuencias. Yo había asumido inconscientemente la indiferencia de los otros.
Hasta que redescubrí, solo hace un par de años, el texto de Lihn en la red. No provenía de la misma revista que él me había mostrado entonces, Eco, sino como un artículo en la Revista Chilena de Literatura, de 1972, de la cual en aquellos tiempos no tuve noticias, debido tal vez a que no llegó a los escasos canales de distribución.
Ello me impulsó a releer el libro. Me sorprendió descubrir que había partes bien escritas, algunas bastante mordaces, y de una calidad literaria poco común. De modo que, con el propósito de rescatarlo, me puse a eliminar todo lo superfluo, lo mal concebido, lo incoherente como continuidad dramática, y luego de algunas modificaciones reescribí las partes que debían corresponder mejor al propósito de la novela, al carácter y destino de los personajes en relación con los diversos ambientes y tiempos. Este es pues el resultado que, espero, consiga restituir una obra que raramente existió.
1. Al principio, llevó la cuenta de los días
Al principio, llevó la cuenta de los días que lo distanciaban de ese encuentro, ayer tan inminente. Durante el primero, y en parte del segundo, había agotado todas las posibilidades visibles de la aldea; entre el tercero y el cuarto, conoció los diversos senderos que conducían a los alrededores, a unos sembrados de papas y betarragas, al bosque, al riachuelo.
Tres angostos caminos asfaltados conducían, sin duda, a aldeas semejantes. Intentó descubrir, primero entre sus compañeros, y luego entre los habitantes de la aldea, a alguien que indicara poseer esos signos especiales que le permitirían reconocer lo esperado, compartir y tal vez perseguir sus aspiraciones. Casi de inmediato le pareció improbable. Salía una y otra vez, desconfiando todavía de la intrascendencia del lugar, regresaba nuevamente al kolej*, como para recuperar, en la neutralidad de su cuarto, la prometedora imagen que traía antes de llegar. La mayor parte de sus compañeros —casi una centena— comenzaban a reorganizar sus vidas o, al menos, buscaban simpáticamente las formas de adaptarse a ese nuevo medio. Casi todos ellos recurrían a esos simples lenguajes de observación y reconocimiento físico —sudamericanos y africanos, enmarcados por su ventana, jugaban fútbol con los muchachos del colectivo de enfrente— que a él no podían servirle de gran cosa. Desde el primer momento, los argentinos habían formado una célula comunista y, entendiéndose con autoridades que nadie más había podido descubrir, participaban en las brigadas de recolección de betarragas.
Mexicanos y ecuatorianos flirteaban en la plaza con dependientas y estudiantes, a veces los veía asaltados por un grupo de ellas que reía de sus bromas y se excitaba por sus relatos y proposiciones, y él no podía explicarse qué lenguaje empleaban para hacerse entender. Se sentía torpe, impotente y, además, sufría una especie de vergüenza por la imagen pintoresca que ofrecían sus compañeros. Solo los asiáticos se mantenían aparte; chinos y vietnamitas habían empezado a estudiar el idioma desde el primer día, nadie sabía con qué métodos, y únicamente un cambodiano, pequeño y de movimientos melifluos, se mezclaba con todo el mundo y abrazaba a hombres y mujeres por la cintura. Como él, los otros muchachos también entraban y salían, pero a toda carrera, excitados, pues en la puerta del kolej se había establecido un pequeño comercio con los muchachos de la aldea, en el que se vendían o trocaban toda clase de chucherías del mundo occidental. Los árabes regresaban a cada momento cargados de provisiones y se encerraban a comer, a bailar y a cantar en sus cuartos. En el baño, la colombiana cantaba pero si bailo con Pepe, con Pepe no siento ná, y él se levantaba o cerraba la ventana con impaciencia y, pensando que todavía podía suceder alguna cosa, volvía a bajar a la cervecería de la plaza.
En el mismo sitio, en su silla de paja, en uno de los portales de la plaza, a toda hora del día y desde el momento en que llegó, se encontraba con el viejo cuya única actividad consistía en fumar su larga pipa turca arqueada, con hornilla labrada, tapa de estaño y la cánula adornada con cintas y flecos colgantes. A través de sus párpados polvorientos, de las cejas aparronadas y del humo de las hojas de tilo que nunca cesaba de echar, advirtió que le hacía una seña con los ojos.
—¿Austriacos?
Gracias a su dedo punzándole el pecho y a su pequeño ademán envolvente, señalando a sus compañeros, consiguió entender. Negó con la cabeza.
—¿Alemanes?
Volvió a negar.
—¿Rusos? ¿Americanos?
—No, no —le gritó, confundido, e hizo un ademán circular, como para explicarle que eran de todo el mundo.
Apenas tuvo tiempo de eludir el torpe bastonazo. Sin embargo, mientras se alejaba, todavía sin explicársela, se sintió culpable de la indignación del anciano, que durante un largo rato aún tosió sofocadamente, sin poder levantarse ni seguir fumando.
Ni entonces, ni durante todo el tiempo que vivió en la aldea, en la cervecería sucedió algo que contuviera algún indicio correspondiente a la persistencia e intensidad de su búsqueda, cuya formulación exacta, por otra parte, se oscurecía cada día más. ¿Era qué? ¿Almas afines? ¿Un mundo idílico? En los primeros días conoció allí a un viejo obrero, sobreviviente de las brigadas internacionales de España, de campos de concentración franceses y alemanes y de procesos todavía recientes, motivados por el complejo delito de su sobrevivencia, que habían determinado su destierro a la aldea. Recordaba palabras en español y, sobre todo, las canciones de la guerra —a los dieciocho años las cantabas en coro en los bares de Santiago, sin entender siquiera sus alusiones, y luego por las calles, al amanecer, en grupos de festejantes ya sin destino, de pronto exaltados y nostálgicos de una acción revolucionaria que no coincidía con el despertar trivial de la ciudad y que, sin embargo, te hacían sentir estar viviendo momentos de rebeldía y generosidad—, pero después de hartarse con él de cerveza un par de noches, de abrazarse y de cantar