Cosas que los nietos deberían saber. Mark Oliver Everett

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Название Cosas que los nietos deberían saber
Автор произведения Mark Oliver Everett
Жанр Философия
Серия
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9788419172013



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ejercía de maestra de ceremonias. Sacó el disco de su funda, lo puso en el tocadiscos monofónico de la escuela y posó la aguja sobre los surcos. La versión instrumental de «La bandera cuajada de estrellas» arrancó con el sonido de los trombones. Volví a mi batería y me di cuenta de que necesitaba una silla para sentarme, o no podría tocar. Salí corriendo hacia la señorita Edie, que no entendía lo que le pedía.

      —¡UNA SILLA! ¡NECESITO UNA SILLA!

      —Ah... quieres una silla. Vale, vale. A ver si te consigo una.

      Se acercó a una mesa del comedor y empezó a buscar una silla libre. Al final obligó a un chico a ponerse de pie. Me la trajo hasta donde yo estaba y enseguida me instalé detrás de la batería e intenté retomar el ritmo a media canción. Iba por el pasaje en el que dice «y el rojo resplandor de los cohetes», y yo me arranqué con un espectacular redoble de timbal que empezaba muy suave con el principio de la frase y terminaba a todo volumen con estruendo de platos al acabar. La gente se volvió loca. Cuando acabé, la cafetería explotó en aplausos.

      Así comenzó el extraño universo paralelo de mi vida: vivo escondido dentro de mí mismo en la vida real (para evitar el dolor y la humillación), pero en cuanto subo a un escenario trato de montar un número apasionado y sentido. Es la hostia.

      En mi clase de primero había un niño negro, y nos hicimos amigos. Vivía en el barrio negro cerca del cual se había construido nuestra urbanización. Yo iba a menudo a su barrio y pasaba tiempo con su familia después de clase. Un día volví a casa y les dije a mis padres que quería ser negro. Si hubiera sido posible me lo habrían consentido.

      En segundo conocí a un chaval rechoncho de pelo alborotado llamado Anthony Cain, aunque todo el mundo lo llamaba «Ant». Tenía mi edad y vivía una calle más allá. Recuerdo el momento en que lo conocí. Yo iba empujando mi bici por la calle y él estaba en el centro de la calzada con un grupo de chavales arremolinados a su alrededor. Le estaban viendo representar su propia versión de un concurso televisivo, ¿Hay trato?: se llevaba las manos a las mejillas como las mujeres que resultaban escogidas por el presentador y chillaban «¡MONTY! ¡MONTY! ¡MONTY!». Me gustó lo que hacía. Él era un gordinflas, yo un esmirriado. A él también le confundían a veces con una chica, y también era de los últimos en salir escogido en la selección de equipos, además de que le gustaba subirse a un escenario. El vínculo que establecimos se ha mantenido con vida durante tres décadas. Él fue quien me animó a escribir este libro.

      Uno de los comentarios malintencionados sobre mi físico que más me gustan me lo dedicó un chaval a propósito de lo huesudo de mis miembros. Me dijo: «le he visto mejores brazos a un tocadiscos». Los niños pueden ser muy crueles, pero reconoceréis que la frase está muy bien.

      En tercero, un par de empleados de la dirección vinieron a mi clase y me sacaron del aula. De camino a la oficina estaba asustadísimo e iba pensando en todo lo que podía haber hecho para meterme en un lío (gracias de nuevo, señorita Mala Puta). Cuando llegamos al despacho me sentaron en una silla y me explicaron que había hecho un test de aptitud tan brillante que no estaban seguros de que tuviese que estar todavía allí. Yo tampoco estaba muy seguro de si debería seguir allí, pero acabé quedándome otros tres años. Más o menos.

      El aburrimiento y el desinterés que sentía por la escuela se mantuvieron a lo largo de todo mi periplo educativo. De principio a fin. Aborrecía cada instante y casi siempre sacaba malas notas. Simplemente no estaba por la labor. Me asqueaba tanto ir a clase que empecé a fingirme enfermo para no tener que ir. En quinto me hice el enfermo tantas veces que pasé más días lectivos fuera de clase que dentro.

      Una de las alegrías de mi vida era mi hermana Liz. Era la mejor. Estábamos muy unidos, pese a que me llevaba seis años. Me dejaba acompañarla en muchas de sus actividades y andar con ella y sus amigos mayores. Entre las actividades se incluía fumar marihuana, beber cerveza y escuchar música. Era delgadita y rubia y tenía las tetas grandes, y todo el mundo quería tirársela (y posiblemente lo consiguiesen), así que siempre había cerca chavales mayores con los que andar y dejarse corromper. Me encantaba ser parte de un grupo de mayores.

      Liz y yo nos lo pasábamos de miedo, incluso cuando yo era muy pequeño. Cuando la niña de la casa de al lado me llamó retrasado, Liz salió enseguida a defenderme: «¡A mi hermano no le llames retrasado!». Conmigo era siempre buena, y eso pese a las putadas que yo le hacía, como comerme la masa de las galletas directamente de la nevera y mentirle luego a mi madre para que se las cargase Liz, mientras yo le hacía muecas y le sacaba la lengua a espaldas de mi madre.

      Y eso por no mencionar el incidente de los malabarismos con las bolas de Navidad. Cuando yo era muy pequeño hubo un pariente, no recuerdo quién, que les regaló a mis padres dos bolas navideñas de adorno, una amarilla en la que ponía LIZ y otra roja con mi nombre. A Liz y a mí se nos ocurrió que la primera de las dos que se rompiese señalaría quién de nosotros dos moriría primero. Unas navidades, cuando yo tenía nueve o diez años, andaba yo haciendo mi numerito habitual de malabarismos con las bolas navideñas de LIZ y MARK como hacía cada año para poner a Liz de los nervios. Ella me pedía que parase, como hacía cada año, porque no tenía gracia; y efectivamente, la bola amarilla de LIZ se me escurrió de la mano. Intenté pararla con la palma pero no pude cogerla. Se hizo añicos contra el suelo. La bola de MARK sigue hoy intacta. Ojalá hubiera sido la de MARK la que se me cayera aquel día.

      Casi siempre lo pasábamos bien estando juntos, pero también teníamos nuestros más y nuestros menos, como todos los hermanos. Una vez, Liz se enfadó conmigo porque me había puesto a tocar la batería en casa, y en pleno solo se me acercó y me arrancó las baquetas de las manos. Luego me las escondió, y yo le dije que algún día grabaría un disco y lo titularía Pese a Liz.

      Mi otra gran alegría era la música. Desde el mismo momento que tuve mi batería de juguete a los seis años anduve siempre metido en la música. Pero nunca en lo que les gustaba a los chicos de mi edad. En el colegio, la gente escuchaba cosas del palo de «You Light Up My Life». Yo escuchaba las cosas que me pasaba Liz, casi todo rock antiquísimo. Hacía años que los Beatles se habían separado, y la música de mediados de los setenta no me interesaba.

      John Lennon salía mucho por televisión, presentando su embarazoso numerito de hippie concienciado, el tipo de historias que daba ánimos a familias descoyuntadas en plan La tormenta de hielo como la mía. Pero el disco que sacó con la Plastic Ono Band era algo muy especial. Visto desde ahora se hace raro que un disco así pudiese entusiasmar tanto a un crío de diez años: una de las estrellas de rock más famosas de todo el mundo escarbando en la raíz misma de sus problemas, aullando de dolor ante la pérdida de su madre. Un fracaso de crítica y público en el momento de su publicación, y aun así a mí me decía algo, no sé por qué.

      Recuerdo que cantaba una canción de aquel disco, «My Mummy’s Dead», mientras acompañaba a mi madre a hacer recados en coche. «¿No puedes cantar otra cosa?», me pedía ella, algo bastante razonable. Más adelante quise devorar todos los géneros de música, y pasaba por fases muy intensas en las que quería aprender todo lo posible y escuchar cuanto cayese en mis manos de country, soul, clásicos, bluegrass... siempre algo distinto. Un año me dio de mala manera por Marvin Gaye, y al siguiente por Merle Haggard. Cuando Prince apareció fue la primera vez que me interesé por algo en el preciso momento en que sucedía, en lugar de escarbar en el pasado.

      Lo que me encanta de John Lennon (y de Elvis Presley, ya que estamos) es que era gente muy insegura, y eso para mí es lo que los hace artistas absolutamente humanos. Por mucho aplomo que le echasen, al final siempre tenías la sensación de haber experimentado algo real, algo humano. Pon cualquier disco de Elvis, incluso uno de los peores (especialmente uno de los peores) y oirás cómo cada inflexión rezuma inseguridad. Eso es algo que los artistas de hoy ya no transmiten. Están ocupadísimos dándoselas de duros.

      Debía yo de tener doce años cuando un avión se estrelló en nuestro vecindario. Aquella noche estaba solo en casa, sentado en la alfombra de color vómito del salón viendo What’s Happening en la tele. A través de las cortinas empezó a relumbrar una luz anaranjada. Luego oí una especie de aullido