Cosas que los nietos deberían saber. Mark Oliver Everett

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Название Cosas que los nietos deberían saber
Автор произведения Mark Oliver Everett
Жанр Философия
Серия
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9788419172013



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coronel Hugh consideraba que la mejor manera de criar a un muchacho era echarle al agua y dejar que nadase o se ahogase. Literalmente, en el caso de mi padre: lo tiró al lago para obligarle a aprender a nadar. Por los motivos que fueran, mis padres decidieron que la teoría pedagógica de «o nadas o te ahogas» también sería buena para sus hijos. Ni a mi hermana ni a mí nos dictaron reglas. De nosotros se esperaba que aprendiésemos a hacer las cosas por las malas: haciéndolas. Evidentemente, todos sabemos ahora que ésa es una idea de locos, una muy mala idea. Los niños necesitan que les pongan algún límite. Un exceso de reglas no es bueno, pero la ausencia total de reglas también tiene tela. Si a los niños no les dejan ser niños, se convierten en pequeños adultos durante su infancia... y en adultos aniñados de mayores. Ha de ser al revés.

      Mi padre conoció en Princeton a mi madre, Nancy Gore, una morena guapa y esbelta de ojos castaños; él estudiaba allí, ella era secretaria. Ella había nacido en Amherst (Massachussetts), y era la más joven de tres hermanos. Su padre, Harold Gore, era entrenador universitario de baloncesto y organizaba un campamento de verano en Vermont llamado Camp Najerog, que era el nombre de mi abuela Jan Gore deletreado al revés, más o menos. Creo que está en el Hall of Fame universitario, o en una lista de esas.

      Mi padre y mi madre se casaron y se trasladaron a Alexandria (Virginia). Mi hermana, Liz, nació en 1957. A mi padre lo de los niños no le iba nada, pero que nada, así que todo lo que tuviese que ver con la prole recayó sobre mi madre. Pocos años después intentó tener otro niño pero lo perdió. Así de cerca estuve de tener un hermano gemelo muerto, como Elvis. Aunque yo nunca le puse nombre ni pasé noches en vela hablando con él.

      Para cuando aparecí yo, en 1963, mi hermana, que era una rubia monísima a la que se le perdonaba cualquier cosa, tenía ya seis años y muy posiblemente estuviese ya muy tocada de tanto hundirse y nadar, pero sobre todo de tanto hundirse. Todos los líos en los que yo me pude meter más adelante no llamaban demasiado la atención después de todas las barbaridades que ella hizo. De ella lo aprendí todo.

      El primer recuerdo que tengo es caerme por las escaleras en nuestra casa de Alexandria y ver que mi padre levantaba la vista del diario. Se parecía a Orson Welles. La misma perilla, la frente despejada, la cabeza y el cuerpo redondeados. Fumaba tres paquetes de Kent al día, siempre con una pequeña boquilla que sostenía entre unos dedos de uñas excepcionalmente largas.

      Cuando cumplí dos años nos trasladamos a una urbanización nueva construida en una antigua explotación agrícola de la Guerra Civil en McLean (Virginia), en lo que pronto sería un creciente suburbio a las afueras de Washington DC. Mi padre trabajaba entonces en el Pentágono y era uno de los «geniecillos» (así los llamaban) de Robert McNamara. Después de que su posible genialidad hubiera quedado descartada tras una desastrosa cumbre organizada en Copenhague, necesitaba un trabajo de verdad y la guerra de Vietnam pagaba bien. En el sótano teníamos un teletipo que constantemente imprimía comunicados del Pentágono. El sótano estaba también atestado de cajas de comida liofilizada y de armas. No estoy seguro de qué es lo que esperaba mi padre, pero el saber que tenía contactos muy directos y que había optado por prepararse para el Apocalipsis no me hacía sentir precisamente seguro.

      Estábamos a mediados de la década de los sesenta, y la gente empezaba a tener ideas bastante peregrinas. Mi padre desde siempre se había pirrado por las ideas y los aparatos nuevos, y por eso éramos siempre los primeros en tener las últimas novedades, como el microondas o el reproductor de vídeo. Por desgracia, los primeros aparatos eran siempre los peores. Nadie sabía todavía cómo hacerlos bien. Aún sospecho que aquel mamotreto que llamábamos microondas irradiaba mierda cancerígena por toda la casa.

      Nuestra casa estaba todavía a medio construir cuando nos mudamos. La urbanización consistía en unas cuantas casas de muestra, y el prototipo de nuestra casa tenía un sótano, una planta baja y un piso superior. En la parte trasera de la planta baja había una sala que los propietarios podían convertir en una pequeña sala de baile|fiestas o en una minúscula piscinita. Era una de esas ideas de bombero de los sesenta, y todos los vecinos con dos dedos de frente optaron por la sala en sus casas, pero mi padre prefirió la piscina, cómo no, que era diminuta y ridícula y que con el tiempo causó muchos problemas. Podríamos haber aprovechado el espacio para algo más práctico, pero la mía no era una familia práctica. Éramos los raros del vecindario, eso seguro. No había padres como el mío. El resto de los padres jugaban a fútbol con sus hijos, dirigían equipos infantiles de béisbol, organizaban barbacoas, etc. El mío vivía sentado.

      Vivíamos a escasos kilómetros de la CIA, y nuestros vecinos eran una curiosa mezcla de espías de la CIA, diplomáticos extranjeros y funcionarios del gobierno. Luego estaba la gente de Virginia, los garrulos que habían crecido allí y la comunidad negra que llevaba establecida más de un siglo en la zona. Una de las casas nuevas de nuestro vecindario había sido construida frente al cementerio de su iglesia, que estaba plagada de viejas lápidas con nombres como GEORGE WASHINGTON y ABRAHAM LINCOLN cincelados sobre ellas.

      Durante los años que vivimos juntos, mi padre fue siempre una presencia constante en la mesa del comedor: garabateando anotaciones físicas aparentemente desquiciadas sobre cuadernos amarillos, leyendo el periódico, bebiendo gin-tonics y fumando Kent. Luego se trasladaba al salón y veía las noticias y se quedaba amodorrado en el sillón, siempre en la misma postura, boca abajo con una pierna colgando sobre el respaldo del sofá, con lo que los chavales del vecindario que espiaban por la ventana luego podían meterse conmigo porque mi padre «se tiraba» el sofá. Roncaba mucho. Mi madre y Liz se turnaban en darle codazos y en darle la vuelta para que dejase de roncar. Pero no había manera; lo único que podíamos hacer era subir el volumen de la tele hasta que era posible oír a Walter Cronkite a una manzana de distancia.

      Mi padre era tan poco comunicativo que yo pensaba en él como parte del mobiliario, algo que estaba ahí, sin más. En las escasas ocasiones en las que se animaba resultaba fascinante para mi hermana y para mí. Era algo muy poco frecuente y totalmente inesperado. Teníamos un viejo gato siamés llamado Tut que estuvo enfermo durante años (por culpa del microondas, seguro) y que se pasaba el día maullando de manera espantosa. Mi padre no parecía darse cuenta de ello, como tampoco era capaz de darse cuenta de nada. Pasaron unos cuantos años, y llegó un día en el que el gato maullaba como de costumbre cuando mi padre levantó la vista del diario y muy sereno dijo: «Cállate».

      Liz y yo nos miramos. El gato siguió maullando quejicoso desde la habitación contigua, y mi padre subió un poco el tono de voz.

      —Que... te... CALLES.

      Estábamos fascinados. ¡Había hablado! ¡Había algo que le afectaba! El gato siguió a lo suyo. De repente, a mi padre se le enrojeció la cara y una mirada demente cruzó por sus ojos. Tiró el periódico sobre la mesa, se levantó de un salto de su silla y con voz estentórea y enajenada dijo:

      —¡CALLA... O MUERE!

      Aquel exabrupto nos encantó a Liz y a mí, en parte por lo novedoso y en parte por lo exótico y emocionante de ver al viejo expresar emociones. «Calla o muere» se convirtió en una de nuestras expresiones privadas durante mucho tiempo. Lo de las frases privadas era algo muy nuestro. Otra de nuestras favoritas era «¿dónde coño está el Newsweek?», nacida en otro arranque de genio. Liz y yo procurábamos que frases de ese tipo fuesen longevas, y algunas de ellas sobrevivieron durante varios años. Incluso la manera en que tratábamos a nuestros padres acabó siendo cosa de chiste. Empezamos a llamarles «padre» y «madre», así, a lo pijo, solo para echarnos unas risas, y acabamos manteniéndolo durante años. Al final optamos por la versión opuesta, «ma» y «pa», y con esos nombres se quedaron durante el resto de sus vidas.

      De pequeñito yo estaba enamorado de mi madre, y vivía obsesionado con sus pechos. Ya está, ya lo he dicho. Años más tarde aprendí durante una terapia que esta confesión en realidad señala una de las cosas más normales de toda mi educación. Mi madre era muy infantil para según qué cosas y parecía vivir su vida para ayudar en lo que pudiera a los demás. Pero su familia era de Nueva Inglaterra, y la habían educado para no mostrar sus emociones; en consecuencia, a veces podía ser involuntariamente cruel y excesivamente crítica. También era proclive a súbitos