Cosas que los nietos deberían saber. Mark Oliver Everett

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Название Cosas que los nietos deberían saber
Автор произведения Mark Oliver Everett
Жанр Философия
Серия
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9788419172013



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mayor, empecé a ver a mi madre cada vez más como una hermana o una hija.

      No hay nada comparable a la indefensión y la confusión que sentía en los días de llantinas, como un día que estaba pasando el aspirador por el salón. Creo que yo tenía por entonces tres o cuatro años y estaba por allí cerca sentado en el suelo jugando con unos cochecitos. Que yo recuerde no pasó nada especial, pero de repente apagó el aspirador, tiró la boquilla al suelo y se puso a llorar. Subió por las escaleras aullando palabras ininteligibles entre lágrimas y con un chillido que retumbó en mis oídos se encerró con un portazo en su habitación. Cosas así.

      Pero luego, a los pocos días, tropecé con el cable del flamante tren eléctrico que acababa de montar y las vías y vagones salieron volando en todas direcciones. Rompí a llorar y salí corriendo de la habitación. Mi madre llegó a toda prisa desde la cocina y me detuvo. Me tomó de la mano con toda la ternura del mundo y me llevó de nuevo a donde estaba desperdigado el tren. Empezó a recoger las piezas de la vía y me dijo: «No te preocupes. Esto va aquí. Y esto aquí. Verás como lo reconstruimos».

      Tenía la mala costumbre de mirarme siempre con aire de desaprobación, y si a alguien le gustaba algo de lo que yo hacía, soltaba cosas como «¿y a ése qué le pasa?», pero me quería. Lo digo en serio, me quería mucho, tanto como sabía. Casi nunca sabía hacer de madre como Dios manda, pero me quería muchísimo a su manera. Me hacía sentir verdaderamente especial, y es muy posible que ése sea uno de mis principales problemas ahora. Una vez te han adiestrado para ser especial no te sientes cómodo no siéndolo. No me dio ese amor demente e incondicional que la madre de Frank Sinatra le daba a Frank (en plan «mi hijo es lo mejor de este mundo», para entendernos); siempre había condicionantes, y yo no siempre era para ella lo mejor de este mundo, pero saltaba a la vista que yo era su hombrecito, ¿sabéis lo que quiero decir?

      Entre ella y mi padre, nunca tuve la impresión de que en casa hubiese alguien con autoridad, alguien cuerdo. Sé que me sentía solo y responsable de mi propio destino, por muy poca influencia que tuviese yo en él. Ninguno de nuestros padres hablaba directamente o en privado con nosotros de nada importante. La soledad es algo que nos inculcaron.

      Mis padres tenían uno de esos «matrimonios abiertos» de los setenta. Yo no era consciente de ello en aquel entonces. La discreción se les daba bien. Me enteré mucho más adelante, cuando mi madre y yo mantuvimos varias conversaciones a corazón abierto. ¿Quién habría podido imaginar que aquel tipo tan callado de la mesa del salón tenía una vida social, y además de ese tipo? Me imagino qué pasaría después de que yo me hubiese ido a la cama. Supongo también que sería algo ocasional, una aventurilla aquí y allá, tanto por parte de él como de ella. Pero permanecieron juntos hasta que la muerte los separó. No sé si habéis visto La tormenta de hielo. Posiblemente quisiesen ser modernos, adaptarse a los tiempos. Mi madre había pegado en su Vega azul una pegatina en la que se leía NORML (creo que se refería a la legalización de la maría). Mi padre conducía un Cadillac de segunda mano con una radio de radioaficionado bajo el salpicadero. Su alias de radioaficionado era «Científico Loco».

      Una de las cosas que debo mencionar es que de niño se me hizo muy cuesta arriba darme cuenta de que los objetos inanimados no tenían sentimientos ni eran capaces de pensar. Era algo a lo que daba vueltas constantemente, pero no era capaz de entender que el armarito del baño, por ejemplo, no tenía sentimientos, y que desde luego no estaba pensando nada en ese momento. Intentaba imaginarlos como simples piezas de madera o metal, pero no acababa de tener sentido. Me acuerdo de estar al borde de las lágrimas, de pie en el baño, mientras mi madre intentaba hacerme comprender que no iba a hacerle daño al armarito del baño si lo cerraba con demasiado ímpetu. Yo consideraba al armarito uno de mis muchos amigos. Quizá lo que me confundía es que identificaba a mi padre con un mueble. Superé esa fase más o menos hacia la época en la que me desperté una noche y vi que mi madre salía de puntillas de mi habitación después de haberme dejado debajo de la almohada los cincuenta centavos del ratoncito Pérez.

      Andaba siempre ocupadísimo construyendo y montando cosas. Empecé haciendo ciudades con mis cochecitos y las vías del tren, y luego empecé a inventarme cancioncillas en el piano vertical que mi madre se había llevado consigo desde Massachusets. Iba de puerta en puerta invitando a los vecinos y les cobraba entrada para ver los números de marionetas que organizaba en nuestro salón. Establecí en el sótano mi propia «estación de radio» y tiré un cable hasta el comedor, donde instalé un megáfono cutrísimo: a partir de entonces, mi familia tuvo que sufrir mis largadas y mi música durante las comidas, con una calidad de sonido similar a la de las notificaciones por altavoz de un episodio de M*A*S*H, una serie que recuerdo constante en el televisor del salón.

      Cuando tenía seis años vi una batería de juguete en el mercadillo organizado por el vecino de al lado. Volví corriendo a casa y les supliqué a mis padres los quince dólares que costaba. Me los dieron, y para ellos empezó una vida aún más ruidosa. Por lo visto, tenía cierto talento innato para la percusión, y en breve me convertí en un buen batería. Todos parecían muy impresionados. Siempre tocaba en bandas de chavales mayores. Entonces era Marky, el chavalín que andaba por ahí con los mayores. Ahora lo más normal es que yo sea el más viejo en mis bandas, y todavía se me hace raro, después de tantos años siendo el más joven.

      En el colegio empecé con mal pie, aunque creo que prefiero decir que el colegio empezó con mal pie conmigo. Vivíamos en la casa más próxima a la escuela primaria local. Poco después de empezar a recorrer cada día el corto camino hacia las clases, me deprimí pensando que tendría que hacer ese mismo camino otros seis años y luego... más colegio. Durante mi primer mes en primero, la maestra (vamos a llamarla «señorita Mala Puta») me acusó de hacer trampas en una prueba de matemáticas y me humilló delante de toda la clase. Una prueba de mates de primero, del estilo de «¿cuántas manzanas hay en el barril: 2 o 3?». Yo estaba distraído, mirando por la ventana para evadirme del tedio absoluto de estar allí encerrado, y de repente la maestra me llamó a su mesa y comunicó a la clase que Mark Everett había hecho trampas y había estado mirando lo que escribía el del pupitre de al lado.

      Llegué hasta su mesa con las piernas temblorosas y le dije la verdad: no había copiado, simplemente había estado mirando por la ventana. Vale que no he heredado el talento de mi padre para las matemáticas (de hecho acabé suspendiendo el curso de álgebra más fácil en noveno) pero tenía clarísimo cuántas manzanas había en el puto barril. Me miró por encima de sus gafas puntiagudas, se ajustó el severo moño de maestra y con una mueca aterradora insistió en que reconociese que había copiado. Yo lo negué todo.

      —Mark, estabas haciendo trampas. Reconócelo.

      —No hacía trampas.

      —Venga, Mark. Hacías trampas. Reconócelo.

      —Que no.

      Por fin, tras cinco o diez rondas de ese toma y daca, y para escapar de una vez a la humillación, me rendí y dije: «¡Vale!, ¡he copiado!».

      Rompí a llorar y me mandó a mi pupitre. De vuelta a mi mesa, mientras me hundía en la silla, pude notar cómo mi ánimo se escabullía en mi interior intentando esconderse.

      Seguí yendo a pie a la escuela cada día, pero ya no fue lo mismo. Toda la confianza, toda la extroversión que pudiera haber tenido se habían esfumado. Empecé a vivir en mi interior, viviendo de puertas afuera en modo automático. Si el mundo real era así no me interesaba. ¿Qué había aprendido hasta entonces? Que se puede declarar culpable a un inocente. Incluso hoy conservo un complejo: siempre que alguien ha hecho alguna, y no se sabe quién es ese alguien, y aunque nunca soy yo el responsable, me entra el nerviosismo y pienso que mejor será actuar «con naturalidad» para que no sospechen de mí, como si yo fuese de verdad el culpable. Muchas gracias, señorita Mala Puta.

      Empecé a ir con la cabeza siempre gacha. Me sentía bien estando solo y tocando la batería.

      Al final del curso hubo un festival de talentos de los alumnos de primero, y allí debuté en el mundo del espectáculo. Toqué mi batería de juguete acompañando una grabación de «La bandera cuajada de estrellas». Como canción para soltarse el pelo