Название | La cultura como trinchera |
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Автор произведения | Maria Albert Rodrigo |
Жанр | Социология |
Серия | |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788437096186 |
Por otra parte, los discursos también están marcados por nuestra elección de representantes de empresas culturales. Hemos optado por empresas que activamente desarrollan y promueven productos culturales (revistas, libros, exposiciones, debates culturales, conciertos o actuaciones teatrales…) y no por las empresas de servicios culturales (como por ejemplo el alquiler de mobiliario y transporte) que entran dentro de la clasificación que realiza el Ministerio de Cultura, ni tampoco las empresas de comunicación y publicidad.
1 El citado proyecto de investigación del Ministerio de Ciencia y Tecnología (I+D CSO200805910/ SOCI) se desarrolló entre 2009 y 2011.
2 | COORDENADAS SOCIOHISTÓRICAS DE LA POLÍTICA CULTURAL EN EL PAÍS VALENCIANO |
1.EL ANÁLISIS DE LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA POLÍTICA CULTURAL
En un sentido amplio se podría definir la política cultural como:
toda aquella acción de agentes públicos o privados que tuviera incidencia sobre el universo de significados compartidos por los habitantes de un determinado espacio geográfico y aquí cabría incorporar no sólo a la política cultural en sentido estricto, sino también a la política educativa que conforma los relatos sobre la historia, el sentido y los atributos de una comunidad, la política lingüística en aquellas comunidades con más de una lengua, la política de información y comunicación que tiene que ver con los mecanismos de transmisión de los relatos y finalmente todo otro conjunto de políticas sectoriales como son la política turística, las políticas industriales orientadas a los sectores culturales (industria editorial, audiovisual y fonográfica) o las nuevas políticas de la sociedad de la información relacionadas con la gestión de las tecnologías de la comunicación y la información así como las políticas sobre gestión de la propiedad intelectual (Rausell et al., 2007: 49).
En un contexto en el que se produce la progresiva incorporación de la «cuestión cultural» a la agenda política, lo que significa que la cultura puede ser vista como una estrategia adecuada para promover el desarrollo de una comunidad, la política cultural deja de ser entendida como una simple intervención ornamental de la acción gubernamental o como respuesta para satisfacer requerimientos específicos de determinados grupos de creadores o demandantes de cultura, para convertirse en un elemento sustancial de la política pública. Ello implica la demanda de una planificación conjunta en diversos elementos de intervención, reconociéndose, en consecuencia, la multiplicidad de agentes implicados y la necesidad de unos procesos participados y transparentes, así como la coordinación de diversos gobiernos locales que comparten un mismo territorio. Concretamente, entre los objetivos últimos de la política cultural se destacan el fomento de la diversidad, el incremento de los bienes y servicios culturales, el fomento de la creación y la innovación creativa y la democratización del acceso a través de la ampliación de audiencia y participación. A estas cuestiones se uniría el reconocimiento de los bienes culturales y de la política cultural para promover riqueza y ocupación, generando a su vez mecanismos de evaluación del impacto cultural para considerar los cambios significativos que se produzcan en los territorios. Especialmente cuando, como hoy en día, la política cultural debe ser enmarcada dentro de un proceso globalizador que intensifica la desterritorialización cultural (Ortiz, 1997; García Canclini, 1999; Tomlinson, 2001), entendida como la influencia e impacto de los grandes flujos culturales transnacionales en los territorios e identidades históricamente conformados (Hernàndez, 2013).
El ámbito de la política cultural, surgido en el contexto del desarrollo maduro del Estado del Bienestar, no se remonta apenas más allá de los años sesenta. Desde su institucionalización, sin embargo, esta política pública ha experimentado en todas partes un proceso de rápida expansión: ha incrementado extraordinariamente sus presupuestos, se ha potenciado a todos los niveles territoriales, configurándose como un complejo sistema multinivel, y ha ampliado más y más sus ámbitos de intervención (de la cultura clásica a la cultura popular y a la industria cultural) y así como sus objetivos (desde la conservación y la difusión al fomento de la diversidad y a la regeneración o la promoción territorial). A lo largo de todo este proceso, la política cultural ha ido desplazando su centro de gravedad de la esfera nacional a la esfera local y regional. En este contexto, en el que su importancia se acrecienta especialmente, la política cultural adquiere al mismo tiempo una máxima complejidad, pues implica a los más diversos actores y opera conforme a las más diversas lógicas de acción. Surge en este caso una problemática de gobernanza cultural que se desarrolla en las coordenadas históricas de la modernidad avanzada.
Este patrón de desarrollo de la política cultural, que comporta su progresiva institucionalización, es común a todos los países occidentales desarrollados. En España, aunque con veinte años de retraso, el proceso ha seguido también la misma pauta. Lo ha hecho, eso sí, a un ritmo más acelerado que en otros países, debido al déficit del que se partía, y con una intensidad que puede calificarse de muy notable, lo que hay que achacar a la vocación culturalista del nuevo orden democrático. La nota más característica del desarrollo de la política cultural en España, no obstante, ha sido su gran diversidad, que remite a la nueva organización autonómica del Estado y a la pluralidad de desarrollos institucionales –incluso concurrentes– que ésta ha posibilitado en el ámbito cultural. Porque ocurre que el sistema de la política cultural en España tiene en el nivel autonómico su instancia de estructuración predominante, si bien los espacios de la política cultural autonómica se han configurado de manera muy dispar según los diferentes contextos y circunstancias. A resultas de todo ello, el sistema global de la política cultural en España se caracteriza por su especial complejidad y la descentralización administrativa, que ha posibilitado crecientes transferencias de competencias en materia cultural hacia las comunidades autónomas (desarrollo cultural autonómico), así como hacia las corporaciones de signo provincial y local (desarrollo cultural urbano). En todo caso, la institucionalización de la política cultural es un hecho, así como la proliferación de instancias, organismos e instituciones autodefinidas como específicamente culturales, que abarcan las más diversas vertientes de lo cultural (artes plásticas, artes escénicas, bibliotecas, archivos, patrimonio cultural, etc.). Dicha institucionalización ha implicado dotaciones presupuestarias más o menos estables, el desarrollo de plantillas laborales específicas y la puesta en marcha de organigramas culturales en cada uno de los niveles de la administración pública cultural. En relación con ello, la sociedad civil y las industrias culturales ha desarrollado estrategias para relacionarse con las instituciones públicas culturales, configurándose, así, un complejo campo que encuentra su acomodo en la denominada sociedad de la información, del conocimiento y de la creatividad (Castells, 1999).
En el contexto de la transición a la democracia en España hay que añadir otro rasgo que habría caracterizado la política cultural española, y que podemos caracterizar como la instrumentalización política de la cultura como elemento de control por parte de los partidos políticos encargados de gestionar los diversos gobiernos de la etapa democrática. Al respecto Guillem Martínez (2012) habla de la CT o «Cultura de la Transición» para referirse a los límites de la cultura española, unos límites estrechos, «en los que solo es posible escribir determinadas novelas, discursos, artículos, canciones, programas, películas, declaraciones, sin salirse de la página, o para ser interpretado con un borrón» (Martínez, 2012: 14). Según este autor, en un proceso de democratización inestable, en el que al parecer «primó como valor la estabilidad por encima de la democratización, las izquierdas aportaron su cuota de estabilidad, la desactivación de la cultura» (Martínez, 2012: 15). De este modo la cultura es puesta al servicio de la estabilidad política y la cohesión social, trabajando para el Estado. Se trataría de una «cultura vertical», desproblematizada