Название | Retratos de resiliencia |
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Автор произведения | Valentín Escudero |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788426729842 |
—Y tu padre, ¿dónde estaba? ¿Qué dice?
—Mi padre me ha dicho que va a ir a las oficinas de Menores de la Junta y que va a sacarme del centro «sí o sí». Pero todavía no ha hecho nada. La verdad, no creo que haga mucho.
—¿Y Rosa?
—¡Es que no puedo hablar con ella! No lo entiendo. ¿Tú crees que hay derecho? ¿Tú crees que voy a esperar a tener dieciocho años para volver a casa? Dime si esto es justo.
—No, no; esto no funciona así —le respondo mostrando todo mi interés y acercando mi silla hacia la suya—. Tú tienes derechos y, por supuesto, no se está en un centro para eso ni tampoco tanto tiempo. Supongo que, si te han traído aquí, es para ayudar a solucionar los problemas, y estarán haciendo otras cosas que igual todavía no sabes.
—No lo creo. No le veo solución, la verdad. No te parezca mal, pero es que no entiendo qué podemos hacer aquí —dice desviando la mirada a las ruedas de mi silla móvil.
—Bueno, me gustaría hacer algo; quisiera intentarlo. Háblame un poco más de Rosa, ¿quieres?
—Es cariñosa, es buena, es divertida. Es guapa. —Su rostro se ilumina de nuevo.
—¿Qué problema tenía para no poder hacer que fueseis al cole y esas otras cosas?
—Tiene un problema de drogas. A veces la cosa se le pone peor, y eso…
—responde con dificultad para terminar la frase, porque la voz se le quiebra y su respiración se interrumpe.
Me mira directamente y yo siento que el mundo no tiene sentido para ella. Y, en ese momento, quiero que tampoco lo tenga para mí. No quiero ser un adulto que puede analizarlo y entenderlo; quiero ser un niño que está perdido con ella. Quiero estar de acuerdo con ella en que esto no tiene sentido: no es justo, y no hay quien lo entienda. Diana tiene trece años y está atrapada en una red de desesperanza e incomprensión. Yo viví algo parecido a su edad y lo reconozco con facilidad. Incluso lo reconocería aunque no quisiera: lo he visto, por desgracia, muchas veces en esta misma sala de terapia.
—Siento lo de Rosa —le digo, mirando al suelo.
—Gracias.
—¿Has hablado con ella?
—No me dejan. Me dicen que no saben dónde está.
—¿Podría ser?
—Sí, igual se encuentra mal y no está en casa. Estar sin Dani y sin mí… Seguro que está mal.
—No sabes nada de ella…
—No.
—¿Y has hablado con Dani?
—Todavía no —responde, negando con la cabeza en un gesto de dolor.
—Me gustaría hablar con Dani, y con su abuelo, el padre de Rosa, y con Rosa, y con tu padre. ¿Qué te parece?
—¿Tú puedes hacer eso?
—Si a ti te parece bien, lo puedo intentar.
—Gracias.
—¿Tú estás bien?
—No lo sé.
—Vale, no te preocupes. ¿A quién quieres que yo conozca primero?
—Habla con Rosa y con Dani, por favor.
—¿Tienes miedo de algo?
—Sí, la verdad es que sí. Todo lo que me prometen se estropea enseguida; no me fío de nada. Tampoco sé qué va a pasar: me temo lo peor, que Rosa esté muy mal.
—¿La has visto estar mal otras veces?
—Sí, fatal.
—¿Quieres contarme? —le pregunto en un susurro casi inaudible.
—Otro día, ¿vale? —me responde con una sonrisa agradecida—. ¿Cuándo tengo que volver?
—Cuando quieras. ¿La semana que viene?
—Vale.
—Como todavía nos queda un rato de esta sesión, ¿por qué no hablamos de cosas agradables de tu vida con Rosa y Dani?
—Dani es supergracioso…
Se arrancó así a contarme cosas cotidianas, cosas sin importancia, hablando sin parar, como una adolescente encantada de conocerse. Pero, al avanzar en su perorata, la respiración se le iba haciendo cada vez más agitada, y su risa, volátil y contagiosa, se iba haciendo cada vez más frágil y emotiva. En pocos minutos, de una forma sencilla, como una cometa que aterriza con suavidad y elegancia en una playa desierta, Diana comenzó a llorar.
—No me pasa nada —me dijo sin dejar de llorar.
—No hay problema —le dije, fingiendo distracción, mientras le ofrecía la inevitable caja de pañuelos.
—Los míticos clínex. Preparados para todo, ¿eh? —me dijo sonriendo, al tiempo que se limpiaba las lágrimas en el pañuelo que acababa de arrancar de la caja. Su inmensa y contagiosa sonrisa enjuagada en lágrimas hizo que todo se iluminase inesperadamente. Ambos miramos por la ventana, porque una nube se había desplazado un poco y un chorro de luz había entrado subrepticiamente hasta el fondo de la sala.
—¡No! ¡Qué va! —le contesté, imitando su tono de comedia. Los klínex los tengo para la gente que viene resfriada: los inviernos aquí son duros, ya lo sabes.
—Resfriados del alma, ¿no?
JEDNOSTKA
Es extraño verme solo en la sala de terapia. Y mucho más extraño sentir este agrio silencio en toda la planta del edificio, toda la unidad vacía; sentir esa densa ausencia de pacientes y del equipo.
Me siento en la silla habitual que uso como terapeuta. Abro el sobre y miro estúpidamente el conjunto de letras impresas, a pesar de que sé, desde el primer instante, que no puedo entender nada en ese idioma. Podría pedir una traducción, podría escanear el texto y usar el traductor de Google. Pero sé que no voy a entender tampoco nada de lo sucedido, incluso cuando el texto esté en mi idioma. Tampoco quiero pensar en lo que ha pasado; no quiero asumir que los he perdido, todavía no.
Arrojo mi propio cuerpo en el sofá que suelen usar los pacientes y busco en el iPad a Yo-Yo Ma. Necesito su violonchelo para aliviar este punto de presión en el pecho. Necesitaría también un brandi para diluir los latidos rotundos del corazón, pero, obviamente, no hay de eso aquí en la consulta. Abro la libreta y el bolígrafo en busca de recuerdos que pueda anotar, para que no se evaporen en el dolor.
Escuchar juntos el mismo dolor compartiendo una mirada esperanzada, aquí, entre estas paredes. Hemos puesto toda nuestra energía en la misma voz. Hemos explorado juntos esas intrincadas historias de vida, las salidas del túnel, los caminos posibles… Lo hacíamos como una sola mente, compuesta por la diversidad de cada uno de nosotros.
Lo que más me emociona, y lo que me ha otorgado a veces una fuerza inusitada y al tiempo natural y cotidiana, era que solamente mirábamos al paciente, esa persona sentada aquí, justo en este sofá; a esa familia atrapada en la angustia, a ese niño que tropezaba con cualquier trocito de amor derramado, a esa adolescente que buscaba un pedacito de cielo azul en un día de tormenta que nunca se acaba. Nosotros éramos esos ojos que besan, esos labios que miran, esas palabras que acarician; una manta que te arropa cuando tu temblor aflora en forma de lágrimas. Queríamos estar ahí más que cualquier otra cosa.
¿Qué va a pasar ahora? Os he visto crecer como terapeutas, os he visto madurar como personas, me habéis hecho llorar de orgullo al terminar una jornada complicada en la clínica, mientras conducía de vuelta a casa sumergido en una noche lluviosa.