María y el fuego. Carmen García Palma

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Название María y el fuego
Автор произведения Carmen García Palma
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789569984235



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qué pensar. Algo en qué creer.

      Un día decidí llamarla.

      —Hola, nos hemos visto un par de veces, nunca hemos hablado. Soy amiga de Manuel. ¿Recuerdas su cumpleaños en agosto? Ahí estaba yo. —Ella parecía desconcertada. Sabía quien era, eso era evidente, pero aun así respondía con monosílabos. Como si creyera que lo mío era una trampa. Tampoco intenté convencerla de lo contrario, simplemente dejé que creyera lo que quisiera. En un minuto se produjo un silencio. Yo no tenía nada más preparado para decir y a ella se le habían acabado los monosílabos. Entonces le propuse encontrarnos.

      —¿Te gustaría tomar un café?

      —Es muy tarde para tomar café —contestó. No sabía si lo decía en un sentido metafórico, como que ya no había tiempo para eso, además, ya había pasado la hora de tomar café, así que opté por la interpretación literal de su respuesta.

      —¿Entonces una cerveza? —otro silencio.

      —Bueno —se escuchó al otro lado de la línea.

      Acordamos una hora y un lugar. Pensé que María podría creer que la estaba intentando seducir. Me aterró la idea. Para evitar cualquier señal que la llevara a pensar en algo así, no me cambié de ropa, no me bañé. Salí de mi casa tal cual había estado todo el día. Una versión desaliñada de mí caminó por la ciudad callada. Caí en cuenta de que era algo que venía haciendo hace un tiempo. Esa versión de mí. Como diciéndole al mundo: «no te acerques que huelo mal y bebo casi siempre».

      Era verano. Había poca gente en la ciudad, además era domingo. El calor no parecía bajar en la noche así que nadie se asomaba, sólo unas travestis aburridas que le hacían señas hasta al transporte público para que les prestaran algo de atención. Las saludé con respeto para que no la tomaran conmigo. Me ignoraron, como hacía casi todo el mundo últimamente. Una mujer mayor tiraba agua a la acera, sin levantar los ojos del suelo. La miré con insistencia, aunque ella no me miró de vuelta. Había algo en su actitud que me hizo sentir identificada, parecía un espejo. No en el plano físico, desde luego, pero sí parecía encarnar una emoción, un agotamiento que se había vuelto parte de mí.

      Cuando llegué al bar estaba casi vacío. Había una televisión encendida con un programa de viajes donde mostraban imágenes de Islandia. Un ventilador en el techo. Un barman demasiado cansado de escuchar pelotudeces. Me senté en una mesa recientemente ocupada. Restos de servilletas. Cuescos de aceitunas. La aureola de agua que dejan los vasos cuando transpiran. Pude haber elegido otra, más limpia, pero la ubicación de esa mesa era estratégica. Era la única que miraba hacia fuera. Podría ver a María cuando llegara.

      Pedí un trago. Era mentira lo de la cerveza. El barman me trajo además un maní rancio y unas aceitunas negras y arrugadas. Repasé en mi mente lo que debía decir. Podía asumir los silencios que inevitablemente se iban a producir en una situación extraña como esa.

      Aproveché de recriminarme por seguir bebiendo. Había hecho un pacto —por cierto, silencioso— de no tomar los domingos y a veces, tampoco los lunes. No lo estaba cumpliendo. Pero bueno, me dije, es lo que queda.

      María apareció sin apuro a pesar de su retraso. Le hice un gesto con la mano aunque ya sabía que era yo quien la esperaba. Ni siquiera saludó. Sólo se sentó y pidió lo que dijo que iba a tomar.

      Rápidamente me arrepentí de haberla llamado, hubiese sido mejor dejar las cosas como estaban; seguir conviviendo con los fuegos hasta que desaparecieran. Entonces ella interrumpió mis pensamientos. Habló de Manuel. Dijo que hace poco lo había visto, que le había mostrado algunos libros y una colección de películas de enanos. Ambas reímos. A Manuel le encantaban los enanos. Era un buen punto de partida. Comenzamos a repetir las historias de enanos que él nos contaba.

      —A mí una vez me llevó a una lucha libre —dije con pudor.

      —¿De enanos? —preguntó María.

      —Sí —contesté avergonzada. Entonces rio con ganas y fue muy sencillo ver que esa apariencia oscura era tan sólo una fachada.

      Pero ese minuto de confianza fue sólo eso, un minuto. Después de sentir que las cosas se habían relajado entre nosotras, que habíamos abierto un espacio común, ella se volvió a replegar sobre sí misma, como un caracol o un chanchito de tierra. Era como si de pronto hubiese decidido retomar el aspecto sombrío que la identificaba.

      No fue fácil volver a comunicarme con ella, además yo tampoco tenía la energía para hacerlo. Se había desconectado, no sólo de mí, sino del momento. Fue tan evidente que se puso de lado, con la mitad de su cuerpo mirando hacia la televisión encendida. Todo volvió rápidamente a sentirse incómodo y fuera de lugar. No sabía cómo salvar la situación. Supe que ya no había nada más que perder.

      —María —le dije mientras me miraba de reojo, poniendo más atención en las imágenes de Islandia que en lo que le estaba diciendo— quería verte hoy porque me han estado ocurriendo cosas que creo tienen que ver contigo. Mi casa se ha estado llenando de fuegos. Aparecen de pronto y así como aparecen, desaparecen. Entonces Manuel me habló de tus pinturas.

      Ella me miró sin decir nada.

      —Verás —continué trastabillando—, no sé si es una señal, pero necesito creer en algo, seguir un camino que me lleve a algún lugar distinto en el que estoy ahora. Hay días en que me levanto, preparo una taza de café. Sigo la luz que ilumina de a poco la cocina. Miro mis plantas, todas robadas de otros jardines. Las veo crecer espontáneamente. Luego veo a la vecina salir a su trabajo, bien arreglada siempre, con una actitud, digamos, viva. Pasa el camión de la basura. Pasa la misma niña todos los días con su uniforme. Baja el cerro caminando, casi corriendo, a veces bailando. Pasan los días y todo sigue así, continúa su curso. Y yo me pregunto por qué, por qué yo no puedo; por qué no puedo ser como esa planta o como esa niña. Por qué no puedo seguir...

      Para cuando terminé de hablar, lloraba. No me había dado cuenta. Fue como abrir una válvula de pensamiento que desconocía. María me miró con lástima. Supongo que me vio ahí, tan vulnerable frente a ella, que se sintió obligada a hacer algo. Me ofreció una servilleta.

      Cuando me calmé un poco, comenzó a hablar. Dijo que a todos nos mueve algo, y que hay que saber encontrarlo; que probablemente lo que me pasaba era solo una fase, un momento. Y que por los fuegos no me preocupara. Era sólo una coincidencia, sumada con la imaginación de Manuel.

      Le creí. Nos despedimos con afecto, a pesar del pudor que me produjo haber llorado frente a ella. Pensé que María jamás haría algo así. Se notaba que era una mujer fuerte, intensa. En ella había fuego. Y yo quería estar cerca del fuego.

      Pasaron los días y no volví a saber de ella. Creí que me iba a buscar, escribir quizás, pero nada. Simplemente se desvaneció. No me atrevía a dar de nuevo el primer paso, así que llamé a Manuel. Fingí que era a él a quien quería ver, que había pasado tanto tiempo desde nuestro último encuentro. Fue fácil.

      Fuimos a una fiesta. Era probable encontrar a María ahí. No me equivocaba. Cuando la vi llegar sola, con su pelo encendido, me emocioné. Me acerqué a ella sin pensar, lo mismo que si me hubiese encontrado con un gato en medio de la calle. Dije hola. Ella fue distante. Saludó rápidamente y luego pasó de mí. Se puso a conversar con otros tipos que estaban en la fiesta. Bebían cerveza de pie y hablaban cosas que yo desconocía.

      Tuve rabia así que decidí ignorarla de vuelta y me focalicé en mi amigo. Bebimos, bailamos tal vez, y aunque miraba a María de vez en cuando, con la secreta esperanza de que nuestras miradas se cruzaran y me sonriera, aun cuando fuera de lejos, nunca sucedió. Siempre estaba concentrada en otra cosa, en otra persona. Se hacía insoportable. Decidí irme. Iba saliendo del lugar cuando me crucé con ella. Me sonrió y tocó suavemente mi hombro para luego seguir su camino. Yo, que había decidido olvidarla, sentí que un nuevo fuego se encendía en mí.

      Un manto azul caía sobre la ciudad. Una luz que se encontraba en todo y que se hacía más evidente a la hora del crepúsculo. Para entonces ya me había convertido en