Apuntes de una época feroz. Mónica T. González

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Название Apuntes de una época feroz
Автор произведения Mónica T. González
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789563652031



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sin proponérselo, porque en un comienzo no estaba segura de su talento ni de que el periodismo fuera lo suyo, se volvió un referente. Sus reportajes y entrevistas ayudaron a contener la brutalidad y los abusos. En casos más extremos, salvaron vidas, aunque también derivaron en venganzas brutales.

      El guión es perfecto para un drama de película: en el trasfondo de los reportajes y entrevistas que componen este libro hay tragedia y heroísmo en partes iguales. El drama se inicia en 1967, cuando Mónica González Mujica (Santiago, 1949) comenzó a estudiar periodismo en la Universidad de Chile y al poco tiempo, impulsada por sus maestros y su militancia en el Partido Comunista, ya trabaja en el diario El Siglo.

      Sus primeros editores fueron Sergio Villegas y Guillermo Ravest, quienes la entrenan como reportera volante: un día en el Congreso, otro en tribunales, en sindicatos o en cuarteles policiales y en terreno, cubriendo la calamidad de turno. El periodismo todavía se aprendía más en la calle que en la academia, a la que va lo justo para aprobar los cursos de Mario Planet, director de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, de quien es ayudante en la cátedra de Periodismo Interpretativo. De él asimiló el rigor y la necesidad de cultivar un archivo que se alimenta a diario, con recortes, cables y fotos. Hasta hoy, de preferencia por la mañana, después de leer los diarios del país, ella selecciona y recorta las publicaciones más relevantes y otras que no lo parecen tanto, como las páginas sociales de El Mercurio, donde la élite política y empresarial chilena se exhibe y, de manera involuntaria, deja asomar las pistas para grandes noticias y reportajes.

      Mario Planet, que fue corresponsal para Life y Time, y dirigió los diarios Las Noticias de Última Hora y La Tarde, también intentó inculcarle otra cosa importante para la época. El periodismo militante –decía Planet– no es periodismo. O se hace periodismo o se milita, pero no las dos cosas a la vez.

      Ella, sin embargo, prefería hacer ambas, y lo cierto –dice ahora– es que en ese entonces, impulsada por la convulsión de los tiempos, se sentía más militante que periodista. Su compromiso estaba con el partido y el proceso de transformaciones políticas liderado por Salvador Allende, que en noviembre de 1970 llegó a la presidencia con una coalición de partidos de izquierda y una oposición mayoritaria apoyada por Estados Unidos, cada vez más dispuesta a desestabilizar al gobierno por cualquier medio.

      En esas condiciones, el periodismo sin banderas era muy difícil de ejercer.

      En 1971, casada y con dos hijas, comenzó a trabajar en Ahora, revista de actualidad y política que editorial Quimantú lanzó ese mismo año para competir con Ercilla. De hecho, varios periodistas de izquierda de ese medio partieron a trabajar a Ahora, que dirigía Fernando Barraza y editaba Edwin Harrington, un agudo periodista de investigación que poco antes había estado a cargo del departamento de prensa de Canal 13. Harrington fue decisivo en la carrera de Mónica. No sólo la animó a escribir reportajes y a buscar en ellos una mirada y una voz propia, que hasta entonces había estado supeditada a la voz de la revolución. Una década después, con un país en dictadura, el mismo Harrington la convenció de volver al periodismo, cuando ella lo había descartado por completo.

      La impronta de Edwin Harrington –como la de Mario Planet– está presente en una crónica testimonial de mediados de 1971, en que la autora documenta su paso dos años antes por la maternidad del Hospital del Salvador:

      Maletín en mano, la “enferma” camina por un pasillo de baldosas, frío y tétrico, hasta el baño. Mira hacia atrás, para ver a su esposo, pero él está lejos, más allá de varias puertas. Una auxiliar con delantal sucio y ondulines en la cabeza le indica con el dedo un camastro donde le aplicarán un lavado, trámite previo.

      Los dolores aumentan, y la muchacha empieza a respirar como “perrito jadeante”. Así le enseñaron en el curso de parto sin dolor. Mientras le introducen el líquido por vía anal, la chiquilla se aferra a la mano de la auxiliar; dolores profundos y desgarradores le cruzan el vientre, para después sentir un incontenible deseo de expulsar todo lo que lleva en el interior.

      La muchacha se incorpora, pero no alcanza a llegar al baño. Líquido y excrementos corren por el suelo de la pieza. La vergüenza y el dolor provocan un llanto angustioso a la parturienta. La auxiliar está furiosa. “¡Qué se ha imaginado!”. Y enseguida: “¡Tú crees que voy a limpiarte la mierda!”. La muchacha la mira un instante, y no vacila. Una sonora cachetada corta el “diálogo”.

      El texto aparecido en revista Ahora se tradujo en una querella por calumnias, la primera en la carrera de Mónica González. Pero el pleito legal no llegó muy lejos: cuando el director del Hospital del Salvador acusó a la periodista de inventarse la historia, ella exhibió la página del 27 de abril de 1969 del libro de partos del hospital, donde su nombre aparece inscrito como paciente de la unidad de maternidad. En esas condiciones nació Andrea, su primera hija. Muy distintas, como sugiere en la misma crónica, al parto de su segunda hija, Lorena, nacida un año y medio después en una clínica privada.

      Puede ser distinto a todo lo que vino después, y de hecho lo es. Pero el periodismo que ejerció en dictadura no se explica sin el periodismo ejercido desde los últimos años del gobierno de Eduardo Frei Montalva. En esos primeros años de aprendizaje hay una épica y un compromiso que guiarán todo lo que vino después. Y hay, por cierto, una vida marcada por todo lo que acarreó el golpe de Estado.

      Entonces estaba de vuelta en El Siglo, donde fue destinada a las páginas de economía, y era profesora auxiliar en la Escuela de Periodismo. Estaba casada, tenía dos hijas, militaba. A los 24 años, el mundo giraba muy rápido para ella cuando ocurrió el derrumbe. Muchos de sus colegas y amigos y compañeros de partido con los que se formó fueron perseguidos, encarcelados o torturados, cuando no asesinados y desaparecidos. Los más afortunados sobrevivieron, como su gran amiga Gloria Alarcón, periodista política en El Siglo, pero ya no volvieron a ser los mismos.

      Al conmemorarse 40 años del golpe de Estado, escribió:

      Ese martes 11 de septiembre de 1973 mi vida se partió en dos. Pude haber sido no sé qué clase de persona. Incluso una muerta en vida, como los muchos que bajo tortura hablaron y jamás se han logrado despojar de la culpa. ¡Cómo asesinaron tanto talento y vitalidad! Yo sobreviví. Soy parte de un río cuyo caudal nunca dejó de crecer... Si miro hoy hacia atrás no puedo sino sentir orgullo de esa identidad.

      Dos años después de publicar ese texto, al recordar sus años de formación profesional, me dice: “Yo soy parte de una generación perdida. Perdida y muy privilegiada, las dos cosas, la verdad. Participamos de una época gloriosa, de experiencias hermosas y durísimas que nos marcaron de por vida. Y que nos tienen aquí haciendo lo que hacemos”.

      Entonces viene el abismo. Un receso de 11 años, de no terminar de consolarse, de ganarse la vida en cosas que tienen poco y nada que ver con el periodismo. El camino que se inicia a fines de 1973 con el exilio en Francia fue una agonía permanente. Un golpe tras otro. Una noticia mala y otra peor. La historia de un chileno que llega con una tragedia propia o ajena que contar está a la orden del día.

      Llegó a vivir a Sarcelles, en las afueras del norte de París, y trabajaba en la imprenta del mismo municipio, a cargo de la limpieza de las máquinas. Era obrera, como su padre, pero lo de ella tenía más el sentido de la urgencia. De las imprentas pasó a la administración del municipio. Pertenecía al Departamento de Compras y Mercado, veía cuentas y licitaciones, y siguió un curso de derecho comercial. Lo suyo ahora eran los números y, aunque entonces no lo sabía, sentó las bases de lo que necesitará saber años después para desentrañar las cuentas y escrituras enrevesadas de la dictadura.

      Pese a que sus compañeros de L’Humanité la animaban a publicar, no se sentía en condiciones de escribir en una lengua que no era la suya. El periodismo estaba sepultado para ella.

      Lo que sí hacía, y también servirá para lo que viene, era recoger el testimonio de chilenos que llegaban a París y habían vivido o escuchado del horror que ocurría en Chile. Recopilaba testimonios y los enviaba a Radio Moscú, donde estaba su amigo José Miguel Varas. Algunos de esos testimonios hablaban de sus propios amigos o compañeros de partido. Como el del profesor Fernando Ortiz, a quien se le perdió el rastro a plena luz del día en Santiago.