Travesía del manglar. Maryse Conde

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Название Travesía del manglar
Автор произведения Maryse Conde
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786079321772



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se dijo que lo que era de los blancos había que dejárselo a los blancos. Y ahora llegaba este pequeño Carmélien, al que había visto nacer el mismo año que Kléber, su segundo niño, y le coronaba un peón.

      A pesar de estas ligeras tensiones, rencillas y celos, los Ramsaran eran respetados; estaban siempre presentes en las ceremonias; nunca se rehusaban a soltar un billete grande para la fiesta anual ni para el desfile del carnaval. En fin, si algunos de ellos habían conservado la sangre pura y se habían ido a buscar pareja a la región de Grands Fonds, de donde eran originarios, muchos otros se habían casado con gente de familias negras o mulatas de por acá. Así se habían tejido los lazos de sangre.

      Hacia las 9 de la noche, con la luna descansando detrás de una nube color tinta que muy pronto —se sentía— iba a explotar de agua, y mientras el señor Démocrite, el director de la escuela, daba permiso de ir por la lona que servía para cubrir el campo de futbol, el doctor Martin llegó desde Petit Bourg al volante de su lujoso BMW y se encerró un momento a solas con el muerto. Cuando salió, no se le leía nada en la cara. Fue a hablar por teléfono a casa de Dodose Pélagie, quien en vano se quedó detrás de la puerta para pescar la conversación. Según esto, a pesar de las apariencias, aunque el cuerpo no presentara ni sangre ni heridas, esa muerte no podía ser natural. Entonces, hacia las 10 pm, llegó una ambulancia que dispersó a los curiosos a claxonazos y, durante tres días y tres noches, el cuerpo de Francis Sancher permaneció sobre el mármol frío de una mesa de autopsia hasta que un médico al que llamaron por desesperación formalizó. No había que dejarse exaltar por lo que decían los pueblerinos amantes del ron agrícola. Buscarle tres pies al gato. Quebrarse el coco. Ruptura de aneurisma. Esos accidentes son frecuentes en los individuos sanguíneos que consumen cantidades excesivas de alcohol.

      Y así, la tarde del cuarto día, Francis Sancher regresó a su casa; ya no montado en sus dos piernas ni dominando con su estatura a todos los hombres, incluso a los más altos, sino acostado en la cárcel de madera barniz claro de un ataúd con tapa de vidrio. De tal suerte que durante algunas horas pudo apreciarse todavía su bocaza cuadrangular. Colocaron el ataúd sobre la cama, cubierto de flores frescas traídas profusamente del Vivero, en la más grande de las dos habitaciones, bajo las tres vigas “Pan, Vino, Miseria” que, en vida, habían sido testigo de los fecundos retozos de Francis Sancher con sus sucesivas mujeres y a las que el plumero no molestaba jamás. Mientras que los hombres se quedaban sentados en los bancos, protegiéndose del agua que caía a cántaros del techo roto del cielo sobre la lona del señor Démocrite, riendo y contando chistes, las mujeres trajinaban, cociendo el caldo graso con la carne de res que los Ramsaran de Grands Fonds, ricos ganaderos, les habían traído a sus parientes en duelo, sirviendo rondas de ron agrícola, acomodándose en círculo piadoso en torno al lecho fúnebre para recitar las plegarias.

      Hacia las 4 de la tarde apareció Mira; nadie la había visto desde que dio a luz, entregada a su belleza resplandeciente antes que a su vergüenza. Estaba enflaquecida, caminaba a pasos tímidos como si luchara contra su corazón y a duras penas lograra dominar sus sobresaltos. Cuando entró, hubo un gran movimiento de curiosidad. Todas las cabezas se levantaron, todos los ojos la apuntaron, todos los dedos olvidaron pasar las cuentas del rosario. ¿Cómo, cómo se iba a comportar delante de la que se había deslizado en la misma cama que ella? Sin embargo, todos aquéllos que esperaban un escándalo sacrílego en un momento así, quienes ya imaginaban en su mente una escena impactante para contar en el transcurso de las noches subsiguientes, vieron frustrada su avidez. Mira no volteó ni a diestra ni a siniestra; se contentó con fijar su mirada sin ira, con infinita compasión, en el rostro de aquél que se había burlado de ella; luego tomó su lugar en el círculo piadoso de las rezadoras.

      Hay tiempo para todo, hay bajo el cielo un momento para cada cosa. Hay un tiempo para nacer y uno para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar lo que se plantó; un tiempo para matar y un tiempo para sanar; un tiempo para gemir y un tiempo para saltar de gozo. Hay un tiempo para lanzar piedras y un tiempo para recogerlas.

      El cielo empezó a ennegrecerse.

      Poco después que Mira, llegaron de Petit Bourg Lucien Évariste, a quien llamaban el Escritor aunque no hubiera escrito nada, y Émile Étienne, a quien llamaban el Historiador aunque no hubiera publicado más que un folleto que nadie había leído: Hablemos de Petit Bourg. El primero llegó en un camión llamado “Cristo, tú eres el Rey”, cuyo chofer se persignó a escondidas, hizo un rodeo y apagó el motor para detenerse despacio bajo la bóveda de los árboles; y el segundo, manejando su conocido Peugeot. Los dos habían sido grandes amigos de Francis Sancher, cosa que no sorprendía a nadie: en el caso de Lucien, un borrego que le había roto el corazón a su mamá, pero que sorprendía mucho en el caso de Émile, cuyo oficio debió haberlo incitado a cosas más serias.

      ¿En qué momento se percataron de la presencia de Xantippe, refundido en una esquina del porche, inmóvil, silencioso, con los ojos enrojecidos como brasas sobre una vasija? ¿Desde cuándo estaba ahí? ¿A qué hora había llegado? Nadie sabría decirlo. Le gustaba deslizarse sin hacer ruido entre la gente. Era como cuando se había instalado en los alrededores de Rivière au Sel, poco después de la llegada de Francis Sancher, un mes de octubre en que la lluvia no había dado tregua. Un buen día, lo habían visto ponerles guías a los ñames con toda tranquilidad y se supo que vivía en Trois Chemins de Bois Sec, en una choza en la que, en otro tiempo, antes de que la empresa Butagaz golpeara de muerte su comercio, una pareja de carboneros, Justinien y Josyna, se albergaba una vez al mes para quemar palo de Campeche.

      La choza de planchas remendadas era de techo bajo; la luz le entraba por una única abertura. ¿Cómo un ser vivo podía refugiarse ahí? La presencia de Xantippe siempre causaba un verdadero malestar. Inmediatamente, los ruidos se apagaron en un lago helado de silencio y algunos vislumbraron echarlo fuera. Pero la puerta de un velorio no se bloquea: se deja abierta de par en par para que todos se abalancen. Muy pronto, algunos retomaron sus bromas y risas. Otros, en silencio, se pusieron a pensar en Francis Sancher, chupeteando sus recuerdos como ancianos.

      Afuera, amarrados a los ébanos, los dos dóbermans, que habían adorado a su amo y que nadie había pensado en alimentar, aullaban de hambre y desesperación.

      Y la luna brillaba orgullosa detrás de la cortina mojada de la lluvia. chpt_fig_001

      Nota

      1 Culí malabar, éste no es tu país.

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