Travesía del manglar. Maryse Conde

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Название Travesía del manglar
Автор произведения Maryse Conde
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786079321772



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los créolismos. Estas palabras en cursivas, salvo las españolas, están también en el glosario de términos.

      Por último, hay un segundo glosario que recoge elementos botánicos, donde se anotan los nombres científicos de plantas y árboles cuyos nombres se calcaron o bien del créole o bien del francés, por no encontrar equivalentes en nuestra lengua, o bien había tantos nombres comunes en español que se tuvo que elegir alguno y dar el nombre científico para tranquilidad de los curiosos.

      En este proceso de traducción hubo ganas y tiempo. No sólo de la traductora, sino de lectores e informantes que ayudaron a tomar las decisiones con mayor seguridad. Sobre todo de Hugo López Araiza Bravo, que leyó y corrigió más de una vez la versión en español, y de Marie Claire Elise, guadalupeña que esclareció varios términos de su lengua.

      En diciembre de 2018, la Nueva Academia, creada ex profeso, le otorgó a Maryse Condé el Nobel alternativo de literatura. La autora casi nunca menciona esta obra situada en su isla natal aunque, personalmente, considero que es su novela de mayor calidad literaria. En este relato, Condé logra contar una historia bien acotada en tiempo y espacio; esa delimitación le permite concentrarse tanto en lo lírico como en lo anecdótico y consigue que la forma refleje el fondo a través de su cadencia y su estilo. Condé dedica el premio quizá más importante de su carrera al pueblo guadalupeño, gesto que podría leerse como una reconciliación con esa parte de sus raíces hacia el final de su vida. Terminar de traducir la más guadalupeña de sus novelas es, también, una buena forma de celebrar un premio que tomó por sorpresa a este proceso que llevaba años en curso. Si la traducción son puertas que se abren, esta traducción deja ver un pedacito de un Caribe francófono, de rasgos predominantemente negros y que sigue oliendo a caña de azúcar, aunque sea en la nostalgia, al cual el mundo hispano antes apenas si había podido asomarse.

      Ana Inés Fernández,

      Arles, agosto de 2019 chpt_fig_001

      EL SERENO

      —¡NO ME SALTÓ EL CORAZÓN! ¡NO ME SALTÓ EL CORAZÓN!

      La señorita Léocadie Timothée, maestra de primaria jubilada hacía 20 años, se quedó de pie, una mano en el pecho, la otra en puño a la altura de la boca, y examinó en cámara lenta las imágenes de sus sueños; se remontó hasta la noche de la semana anterior en que las dolencias de su cuerpo gastado —unidas a los ladridos de los perros de su vecino Léo y a los mugidos de las vacas amarradas a una estaca en la selva que colindaba con su propiedad— la habían mantenido despierta hasta las cuatro de la mañana, cuando el antedía, pálido y miedoso, ya se había deslizado con cautela entre las persianas. No. Ninguna señal emergía de las aguas opacas del sueño. Como siempre desde que se iba hundiendo en las profundidades de los años, había soñado con su hermana, que había muerto sin haber probado, ella tampoco, ni las aventuras del matrimonio ni las alegrías de la maternidad, y con su madre, que había probado unas y otras; ambas habían recobrado su buena salud tras la enfermedad y el dolor, en una juventud perenne, y la esperaban de pie en la puerta de entrada, abierta de par en par hacia la Vida Eterna.

      No cabía duda: era él.

      La cara sepultada en el lodo graso, la ropa manchada; era reconocible por su porte y por su melena rizada, sal y pimienta.

      El olor era insoportable y la señorita Léocadie Timothée, de corazón y estómago sensibles, muy a su pesar no pudo retener las náuseas, el hipo, antes de arrodillarse en dos rodillas y vomitar largo y tendido sobre las altas hierbas de Guinea del talud. Como todos los habitantes de Rivière au Sel, ella también había odiado al que yacía ahí a sus pies. Pero la muerte es la muerte. Cuando llega, hay que respetarla.

      Hizo la señal de la cruz tres veces, bajó la cabeza y recitó la plegaria de los difuntos. Luego miró a su alrededor, aterrorizada. ¿Por qué le habría dado por cortar camino por esa vereda que no tomaba jamás? ¿Qué la había empujado a tropezar, con los dos pies, contra ese cadáver? Todos los días, en cuanto caía el sereno, le echaba llave a la casa donde había vivido sola, rodeada de recuerdos, fotos, gatos somnolientos y pájaros que construían sus nidos en el hueco de las pantallas de las lámparas, y salía a tomar el fresco. Caminaba por la inmutable línea recta que unía la villa Perrety —treinta años antes, bella hasta la envidia, ahora en ruinas bajo los árboles carcomidos por las piéchans, por las lianas parásito, abandonada por los herederos que preferían hacer su vida en la metrópoli— al Vivero Lameaulnes, cuya entrada estaba bloqueada por una reja y un cartel que decía: “Propiedad privada”. ¿Qué fuerza había sido más poderosa que esos años y años de costumbre?

      Forzó a su viejo cuerpo, aguijoneado por el terror que en ese momento le burbujeaba dentro, y retomó el camino del pueblo. Con el corazón latiéndole tan fuerte que le llenaba los oídos de estruendo, volvió a subir la vereda y encontró, ahora negro por la hora avanzada, entre los helechos arborescentes, el sendero que se reencontraba con el camino a la altura de la capilla de Santa María, Madre de Todos los Dolores.

      La casa del muerto se elevaba un poco a las afueras del pueblo, acorralada por la selva que había tenido que replegarse de mala gana unos kilómetros y que se apresuraba, voraz, a reconquistar el terreno perdido. Era una casa hecha de lámina y tablas, mientras que por todo el país, con la desfiscalización, los más pobres se esforzaban por construir en cemento. Parecía que el que la había alzado no se preocupaba en absoluto por lo que los demás pudieran pensar de él. Finalmente, una casa era un lugar para comer, refugiarse de la lluvia y acostarse a dormir. Dos perros, dos dóbermans con pelaje color Satán a los que se había visto degustar pollos inocentes, se abalanzaron ladrando y pelando sus crueles colmillos de marfil. Por eso, la señorita Léocadie se detuvo a la altura de la cerca e infló su voz cascada para lanzar un prudente:

      —¿Hay alguien?

      Salió un adolescente con la cara cerrada como celda de prisión. Les gritó a las bestias, “¡shu, shu!”, y los monstruos retrocedieron ante algo más violento que ellos. Todavía sin moverse, la señorita Léocadie interrogó:

      —¿Alix, está?

      El adolescente asintió con la cabeza. Además, atraída por todo el ajetreo, la propia Vilma apareció en el porche. La señorita Léocadie se decidió a avanzar, con el espíritu torturado. ¿Cómo anunciarle a esa joven, a esa niña a quien había visto bautizar un bello domingo en pleno mes de agosto —lo recordaba bien, lo recordaba— que su hombre yacía en el lodo, molido como un perro? La señorita Lécoadie nunca había pensado que un día el Buen Dios, a quien rezaba con tanta devoción sin saltarse ni vísperas ni rosario ni mes de María, le mandaría semejante cruz, semejante prueba al final de sus tantos días. Tartamudeó:

      —¿No vino a dormir, verdad?

      Vilma ni siquiera pensó en responder con una mentira y, con los ojos húmedos por el agua tibia y salada del dolor, explicó:

      —Ni la noche de ayer ni la de antier. Ya van tres noches. Tengo miedo. Mi mamá mandó a Alix a dormir conmigo por si me venían los dolores.

      La señorita Léocadie tomó valor a dos manos:

      —Déjame pasar, tengo algo que decirte.

      Adentro, se sentaron a uno y otro lado de la mesa de madera blanca, y la señorita Léocadie empezó a hablar. Entonces, el agua tibia y salada se desbordó de los ojos de Vilma, recorriéndole a chorros las mejillas todavía redondas de infancia. Agua de dolor, agua de duelo. Pero no de sorpresa. Porque ella lo sabía desde el principio, sabía que ese hombre saldría de su vida de forma abrupta. Por efracción. Cuando la señorita Léocadie acabó de hablar, Vilma se quedó inmóvil, hundida en su silla, como si el dolor cayera con un peso inmenso sobre sus hombros de dieciocho años. Luego volteó a ver a Alix, que había entrado durante la conversación, quizá atraído por ese olor particular de la desgracia, y le preguntó:

      —¿Oíste?

      Volvió a asentir con la cabeza.