El dinero de la democracia. Francisco Durand

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Название El dinero de la democracia
Автор произведения Francisco Durand
Жанр Социология
Серия
Издательство Социология
Год выпуска 0
isbn 9786123176167



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de debate público, sino un problema sobre el cual existen estudios y enfoques alternativos al liberal tradicional que peca de idealista.

      El punto de partida de los autores arriba citados es una defensa de la democracia liberal como gobierno ideal, de allí que no se considere el «nuevo normal». A esta defensa le sigue una lista de posibles efectos negativos y la advertencia de que en América Latina estas «distorsiones» pueden ser particularmente serias debido a tres factores: a) la fuerte desigualdad material que le da una ventaja a los grandes donantes privados, b) la presencia del crimen organizado que suele ser un importante donante privado y c) la debilidad regulatoria del proceso electoral, en particular de la financiación, por parte de las entidades del Estado (2012, p. 6). Todo ello lleva, a nuestro juicio, a considerar en el análisis la matriz societal del país donde ocurre, es decir, tomar en cuenta factores estructurales e institucionales que le dan sentido, color, textura a las donaciones, en particular a las grandes.

      Siguiendo una misma lógica, dos importantes organismos internacionales, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE o club de países desarrollados), y la Organización de Estados Americanos (OEA), defensoras globales de la democracia similar, razonan de manera similar sobre el Perú y América Latina.

      El estudio de la OCDE sobre el financiamiento político en el Perú empieza por reconocer lo que, por lo demás, parece obvio: «el papel del dinero en política es controvertido» (2017, p. 154). Siguiendo el mismo tono de Casas-Zamora y Zovatto, incide en el tema de derechos ciudadanos. La financiación electoral en democracias parlamentarias a) sirve para que los ciudadanos apoyen a los partidos y candidatos, b) ayuda a que los políticos puedan comunicarse efectivamente con los electores, pero c) se advierte que existe una fuerte falta de transparencia sobre las fuentes, que esta opacidad: «Alienta a los actores políticos a responder a los intereses de personas u organizaciones que proporcionan los recursos financieros», lo que genera un problema mayor, esto es, que las elecciones aumenten el «riesgo de captura de políticas públicas» y que, además, algunas de esas fuentes estén vinculadas a la delincuencia organizada (p. 154). Esta referencia es, entonces, importante, porque eleva la mirada y problematiza la captura del Estado. La discute prudentemente como «riesgo» y señala, a los estudios, una pista de influencia excesiva e indebida. El estudio termina con una nota positiva: «Solo cuando se establezca un marco reglamentario sólido se p[odrán] abordar de manera eficiente y eficaz estas cuestiones» (p. 155). Asume que, a mejores reglas e instituciones, menor posibilidad de captura del Estado. Esta cuestión, sin embargo, es discutible.

      Tenemos también estudios de financiación e influencia en decisiones de política pública que indican que, aun en los países de democracias más antiguas y mejor asentadas, como los países europeos y los EUA, hay un problema serio de captura (Cagé, 2018; Gilens, 2012; Sachs, 2011). Por tanto, con ello también se indica la necesidad de entender no tanto las elecciones, y sus reglas y organizaciones, sino la capacidad que tienen los grandes actores, las corporaciones, de penetrar el sistema. Ahora bien, lo que sí es cierto es que estos sistemas de democracias avanzadas son mucho menos proclives a recibir dinero ilícito o donaciones no declaradas, en buena parte porque los crímenes electorales se condenan. En realidad, el mayor riesgo de captura del Estado en América Latina deviene del dinero ilícito canalizado por el crimen organizado o del dinero originado en la corrupción (Rivas, 2017).

      Una posible limitación de estos enfoques —dadas su excesiva prudencia y la falta de énfasis en los grandes donantes— es que son realizados por entidades internacionales dirigidas por gobiernos. En otras palabras, son instituciones que son objeto de influencias, sobre todo por las grandes corporaciones y que, por tanto, también pueden haber sido capturadas por los ricos (Moreno Ocampo, 2001). Por lo mismo, les es muy difícil explicar en detalle cómo han recibido y usado el dinero de los grandes financistas o donantes cuando fueron elegidos. Se limitan a llamar la atención del problema para, acto seguido, proponer una serie de recomendaciones.

      Las discusiones sobre las debilidades del sistema regulatorio y la necesidad de reformas por lo mismo abundan. Gran parte de la literatura sobre financiación de partidos diagnostica los riesgos que devienen de las muchas patologías de la financiación electoral. Se pone el acento en el crimen organizado, ocasionalmente en los grandes donantes, en tanto no se puede asumir que las pequeñas donaciones sirven para la influencia política.

      Destacan una serie de lineamientos de reforma: financiación pública directa e indirecta, mejoras regulatorias a través de cambios en el marco jurídico, eficacia fiscalizadora de los organismos de control y capacidad sancionatoria, autorregulación de las corporaciones a través de códigos de conducta, el rol de vigilancia de la sociedad civil y variadas formas de aumentar la transparencia.

      Se dibuja ante nosotros todo un campo de propuestas realizadas bajo el supuesto de que las instituciones pueden mejorar, que los intentos de cambio incrementales basados en propuestas especializadas en distintos campos permiten introducir mejoras sustantivas que «controlen» el problema.

      Sin embargo, los reformólogos rara vez toman en cuenta que, si el propio sistema político tiene serios problemas internos, estos devienen de quién canaliza las principales donaciones a los partidos y cómo lo hace. Asimismo, no consideran la posibilidad de que, una vez en el Congreso y la presidencia, estos políticos «receptores» no muestren mayor interés en las reformas, debido a que los afectan, y que defiendan, más bien, los intereses de los grandes donantes y sus propias fuentes de ingresos electorales. Por otro lado, las reformas incluso pueden dar lugar a un retroceso regulatorio, por lo que no se puede asumir que «el cambio» siga la dirección propuesta. Así, luego de proponer una serie de lineamientos de cambio, Casas-Zamora y Zovatto advierten que «no hay curas milagrosas», que, aun aprobándose, su aplicación efectiva «es prácticamente nula» (2012, p. 36).

      Hay entonces dos cuestiones en estos enfoques: el regulatorio y el institucional. Así como los partidos no son propensos a autorreformarse en materia de financiación electoral y delitos electorales, las instituciones regulatorias, por operar en un sistema particular, pueden ser poco propensas a regular y no contar con los recursos para cumplir sus funciones, lo cual, a su vez, sirve de excusa para ocultar la falta de voluntad regulatoria.

      Para otros analistas, la forma en que el dinero se canaliza a la política los lleva a proponer reformas privadas: la autorregulación de los donantes, en particular, las grandes empresas. La razón para dicha reforma es que esta actividad implica riesgos de daño reputacional y la ruptura de «la unidad en la empresa», lo que afectaría, si estalla un escándalo. Se afirma que su «sostenibilidad» contribuiría a generar una espiral de corrupción en las sociedades, en la medida en que «la corrupción tiene una tendencia inflacionaria» (Argandoña, 2001b, p. 14-16). El autor, además de alertar sobre los peligros contables y reputacionales de la financiación electoral, reclama que, en general, la gran empresa debe adoptar un código ético basado en dos principios: «no se puede ofrecer un soborno» y «no se puede ceder a una extorsión» (2001b, p. 13). Se trata de una propuesta interesante, marcada por el idealismo. Es así debido a que está demostrado que tanto la financiación electoral como el soborno multiplican las ganancias, objetivo principal de la empresa privada. En otras palabras, es posible afirmar que el incentivo perverso del soborno es mayor al incentivo ético de cumplir con el mandato moral.