Название | Bangladesh, tal vez |
---|---|
Автор произведения | Eric Nepomuceno |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078667932 |
El Negro Raúl permanece en silencio. Enrique mira el pasto a través de los árboles y la lluvia. En la mañana, cuando salimos a buscar la vereda de abajo, la que bordea la colina, hace mucho frío.
3
A medio día deja de llover y todos nos damos cuenta de que la vereda no nos conducirá a ningún sitio. “El enemigo está cerca”, recuerda Emilio. El enemigo está en todas partes, y nosotros sin saber a dónde ir.
Tengo hambre y la ropa mojada. El mosquete y mis treinta y cinco balas pesan cada vez más. Las botas están endurecidas. El Negro Raúl reclama, Enriquito gime, Andrés suda cada vez más. Tengo hambre y quiero mandar todo al diablo, a esta guerra de mierda que todavía sigo sin entender, a este mosquete que no he disparado ni una sola vez, y a estos bobos con cara de soldado que tengo como compañeros de gloria.
Hacemos un círculo, nadie dice nada. La lluvia regresará. Entonces oímos una voz que grita: “¡Alto!” Miramos hacia la curva, veinte metros más adelante. El enemigo habla el mismo idioma que nosotros, ¿cómo saber si quien grita es nuestro o de ellos? El gordo Felipe es el primero en apuntar con el mosquete. “¿Quién está ahí?”, grito, casi al mismo tiempo en que Emilio, el valeroso, me da un golpe en la espalda y dice: “Todo mundo callado, carajo”.
4
Tal vez si Emilio hubiera sido menos valiente, o menos loco. Tal vez si yo no hubiera confiado tanto en Enrique y en los demás.
Cuando empezaron los tiros, Emilio y el gordo Felipe corrieron atrás de un hormiguero en forma de torre, y nosotros cuidamos de hacernos a un lado. Ellos dos nos cubrirían. Corrimos, y Enriquito comenzó a dar órdenes en seguida: “¡Por aquí!”, decía; y nosotros: “¡Por aquí, ahora, con cuidado!”
Sólo volví a encontrar a Emilio veinte años después, en Buenos Aires. De Felipe sólo supe que se fue a Perú y después a Brasil. Está más delgado, dicen. Nunca más lo volví a ver.
5
Son cinco meses de agua y frío en aquellas tierras. Cinco. Y hacía tres que yo estaba en la guerra; iba para largo y las lluvias acababan de empezar. “No ha pasado ni una semana de lluvia”, pensé. “Todavía queda mucha guerra y lluvia por delante. Si quien acaba de dispararnos es en verdad el enemigo, para mí la guerra acaba de empezar, ahora mismo, hace media hora. Y no disparé ni una sola vez. Además, en medio de las carreras, casi pierdo este desgraciado mosquete. Estamos en guerra y hay que defender la patria. Los intereses soberanos. ¿Y yo, aquí?”
Tal vez si no hubiese confiando tanto en Enrique y en los demás. Llovía cada vez más, casi era noche. Tal vez si nunca hubiera salido de casa para defender aquello que debería ser defendido.
6
Fue una noche entera de lluvia, frío y hambre. Subimos la primera vereda de la izquierda, y continuamos hasta que alguien dijo: “Caray, ya pasamos por aquí, estamos dando vueltas”.
Hizo frío toda la madrugada. Llovió mucho. Cuando amaneció Enrique dijo: “Renato, El Negro Raúl, Jorge El Flaco, Andrés, tú y yo vamos a subir esta colina. Los otros dos se quedan para ver qué pasa. Vamos a caminar toda la vida hasta llegar a General Álvarez”.
Yo nunca había estado en General Álvarez, y pensé: “Si llego, luego luego me disparo en el pie y la guerra se termina ahí mismo. Lo voy a hacer justo a la entrada de la ciudad. Si llegamos a General Álvarez, la guerra se acaba ahí mismo”.
7
La comida se va acabar en cualquier momento, y llevamos un día y una noche caminando sin parar y sin encontrar ninguna señal de vida. Ni una casa, ningún pasto con animales sueltos y ninguno de esos indios caminadores. Nada. Yo no sabía que la guerra podía llevarme tan lejos, tan al fin del mundo. De vez en cuando nos detenemos para descansar. Es el segundo par de zapatos que tengo en la vida, mis botas de soldado. Mis pies arden, están hinchados. El Negro Raúl tiró su mosquete y a nadie se le ocurrió recogerlo: se quedó en el suelo, allá atrás.
Si el enemigo aparece, será un regalo: yo no dispararé ni nada, intentaré levantar los brazos enseguida y listo.
Estamos en lo alto de la colina, vamos a seguir. Hay un descampado más adelante. Enrique y El Negro Raúl, que ahora también manda, deciden: “Vamos a cruzar este pastizal, hasta el final”.
Un día más termina, la lluvia empieza de nuevo. La lluvia nos agarra a la mitad del descampado. Hay mucho llano por delante y ningún árbol alrededor. Así pasaríamos esa noche: encogidos en medio de un desierto raso de pasto verdoso y reseco, en medio de una lluvia interminable, con hambre, frío, furia y miedo.
8
Me acuerdo de todo. Antes del amanecer ya estábamos caminando. La lluvia seguía implacable; cuando amainaba un poco, se podía ver que clareaba. El frío era el de siempre. Caminamos. Renato todavía tenía algunos cigarros: los tenía guardados dentro de la camisa, donde se mojaban menos y nadie podía descubrirlos.
A lo largo de toda la mañana, el hambre pesaba más que la ropa empapada, más que mis botas llenas de lodo.
Continuamos colina arriba. El sol se fue abriendo camino, poco a poco, decidido, atravesando el fin de la lluvia. Era mi segundo par de zapatos: mis botas de soldado. Estaban pesadas y duras. En los talones, un par de navajas. Y yo, firme. El mosquete se me cayó dos veces. A la tercera El Negro Raúl dijo: “Deja que yo lo lleve”. Pensé: “Mi mosquetón”. Pero pesaba mucho, y me pareció bien que él lo cargara un rato.
Allá en lo alto hacía más calor. Caminamos toda la mañana.
9
“Si me detengo, me quedo”, dijo El Negro Raúl. “Y quiero llegar a General Álvarez. Y si yo no me paro, no se para nadie.”
El Negro Raúl es duro, fuerte y alto, inmenso. Viene del valle, donde la gente es más alta y alegre. En las noches de fiesta, cantos y botella con aguardiente de caña, no puede conmigo. Yo no puedo con él a la hora de los golpes. Ni el valeroso Emilio puede. Y Raúl insiste: “Si yo no me paro, no se para nadie”.
10
Fue al final de la tarde. Nos habíamos comido el último trozo del duro queso de cabra y el último pedazo de carne seca, que tenía una punta enmohecida. La punta le tocó a Enrique, el jefe, quien la raspó con el dedo hasta quitarle el moho.
En ese momento pensé en detenerme, quitarme la camisa que ardía pegada a mi espalda, quitarme las botas de soldado y pedir otra vez mi mosquete para decir: “Quien quiera irse, que se vaya, yo me quedo”.
Estaba a punto de atardecer, pronto sería de noche y estaría oscuro. Enrique dijo: “Vamos a caminar hasta el anochecer”. Y El Negro Raúl, mosquete en mano –el mío–, completó: “Vamos a cruzar este campito en línea recta, cuando oscurezca paramos”.
No habíamos caminado ni cuarenta pasos, cuando grité: “¡Aquí! ¡Aquí!”
Mi bota derecha estaba hundida, casi hasta el tobillo, en bosta, bosta de vaca. Si hay bosta de vaca, hay vaca; y si hay vaca, hay gente.
–¡Aquí! –grité– General Álvarez está cerca.
Y enseñé mi pie en medio de la plasta de bosta de vaca. Enrique, el valeroso, se arrodilló a mi lado y dijo: “Está fresca”; yo contrarresté: “Está mojada, por la lluvia”; y Enrique, el jefe, concluyó: “Mojada, pero fresca. General Álvarez está cerca”.
Seguimos caminando, y durante