Mientras respiramos (en la incertidumbre). Carlos Skliar

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Название Mientras respiramos (en la incertidumbre)
Автор произведения Carlos Skliar
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789875387584



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eligiendo, literalmente, quién vivirá y quién morirá, quién vivirá un poco más, quién morirá enseguida, quién pasará y quién no pasará. Como si la muerte fuese una opción entre varias, o la derrota esperable entre dos únicas opciones. Y a quienes se elige son, sin miramientos, a los más viejos, a los que ya eran inservibles para la maquinaria tiránica de la eficacia y la eficiencia. Nada ha cambiado para ellos respecto del mundo anterior a la pandemia: solo que el empujón final ha sobrevenido un poco antes.

      Una suerte de amnesia recorre los cuerpos y las mentes en estos tiempos de pandemia: ¿qué éramos antes, cómo éramos? ¿Nuestras vidas tenían un sentido más o menos incontestable, definido y virtuoso, que el virus ha venido a interrumpir o destruir? Y ¿cuál sería la gracia del argumento de que esto que está nunca se había vivido o pensado antes?

      El hecho azaroso de que nos haya tocado vivir aquí y ahora –y no antes o después o nunca– es una contingencia y no nos exime –sino que, bien por el contrario, nos obliga– a relatar el mundo también como una larga sucesión de imprevistos, catástrofes, guerras, funerales y a la vez de gestos de solidaridad, celebraciones, amistad, amor, filosofía y arte.

      El relato en cuestión no ofrece apenas una secuencia al modo cronológico, histórico, de hechos bien dispuestos y ordenados en un chrónos, sino una multiplicidad disyuntiva de narraciones que puedan reflejar que de verdad el mundo haya sido el que fue, que entonces sea este el que está siendo.

      Y eso que es llamado mundo guarda una estrecha relación con la idea de cuidado y de seguridad, la necesidad de creerse imperiosamente seguros –pese a los hechos cotidianos, que contradicen de inmediato esta percepción– y que vivir en el mundo tendrá que ver con haber contado desde siempre con una suerte de relato de resguardo o guarida confortable.

      Dicho de otro modo, el mundo también es la creencia, el resultado, de la sensación o necesidad de estar a salvo y que esa salvación –en las lógicas del provecho al uso– depende de uno mismo: una vida segura, sin imprevistos, sin turbulencias, sin infecciones, haría un mundo seguro, sin imprevistos, sin turbulencias, sin infecciones. Y viceversa. Es decir, un mundo seguro es una vida carente de acontecimientos imprevistos.

      La búsqueda de una constante que permita explicar la trayectoria del mundo –una constante religiosa, o mítica, o filosófica, o científica, etcétera– ha apaciguado en parte las aguas entre una pandemia y otra, entre una guerra y otra, entre un desastre natural y otro, y siempre devino en un relato de quienes siguieron vivos para explicar, narrar, justificar, tiempo después, lo acontecido.

      He aquí una constante plausible: la explicación está después y la calma siempre es tensa y se desliza alrededor, hasta que un mal día ya no haya un después. No puede soslayarse que el artificio de lo constante, de lo repetido y explicado pareciera ser propio de cierta burguesía y de las capas medias de la población, que siguen creyendo que el mundo perdurará, que las propias vidas continuarán, pese a todo, y que en virtud de la constante perdurabilidad de lo humano existirán las personas que todo lo explicarán, narrarán o justificarán.

      Un relato del mundo es el de los sobrevivientes, pues, y se comprende perfectamente la necesidad humana de salvaguardarse y de contarse a sí misma en un constante y sosegado progreso. Pero también podría enumerarse la larga lista de quienes nunca son incluidos en esa supuesta constante del mundo, en primer lugar, los muertos.

      Hay –habría– un par de excepciones a la idea de explicación posterior de las constantes del mundo: las crónicas y la literatura o el arte en su conjunto. Su carácter anticipatorio obedece en un caso al reino de la implicación y, en el otro, al juego serísimo de la imaginación. Y, por supuesto, al uso liberado del lenguaje, es decir, a un lenguaje no deliberado ni ajustado estrictamente a su época, que no tiene pretensiones de narrar la repetición sino, justamente, la dinámica incierta, caótica e imprecisa de la excepcionalidad.

      El arte habido hasta ahora parece un retrato plausible frente a la incógnita de un mundo azorado y azotado por este virus, como si una vez más la ficción no solo imita a la realidad –lo que sería poca cosa– sino que la modifica y multiplica con creces o, directamente, crea una cierta realidad antes de que ella sea percibida como tal.

      Se mencionan ahora mismo –sin ningún criterio literario ni orden cronológico– La peste, de Albert Camus; el Decamerón, de Giovanni Boccaccio; La isla, de Armin Greder; Los novios, de Alessandro Manzoni; Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago; Diario del año de la peste, de Daniel Defoe; La peste escarlata, de Jack London; Némesis, de Philip Roth y Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, entre muchos otros, que componen un relato disponible para recrear un pensamiento ahora adormilado.

      La literatura que alude a las pandemias ubica la historia en el extremo de un desenlace necesario: al fin, el final. Pero, por su propia razón de ser, ese final nunca es concluyente ni da la sensación de pasar de página, como si nada hubiese ocurrido. Por el contrario, la lectura atenta brindará, a la vez, un doble pliegue que mantiene en vilo toda conclusión: el júbilo, la celebración, la alegría porque algo terrible y devastador ha concluido finalmente, y la sospecha, el rumor ennegrecido, la intuición cierta de que nada ha concluido de verdad, de que todo otra vez está o podría estar a punto de recomenzar:

      Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa (Camus, 2005).

      Entonces, si los relatos que han dado paso a las constantes del mundo han existido desde siempre, ¿qué tendría de particular, pues, esta tragedia que nos toca vivir aquí y ahora, quitándonos de la seguridad de esa natural persistencia y constancia con la que se ha de narrar el mundo?

      Por supuesto que lo primero es que ocurre aquí y ahora, en donde estamos, en donde podríamos dejar de estar, en donde hay otros que se doblegan y caen, en donde hay tantas y tantos que ya no están. Ocurre al mismo tiempo en que ocurrimos, no es una ficción, no es un relato, no es una invención, no son las páginas de un libro, no es una película ni una serie, no es solo una especulación.

      Es la experiencia irrepetible de la tenue frontera entre la vida y la muerte o de su disolución, en medio de nuestras comunidades y al interior de nuestros cuerpos: la pérdida absoluta de la seguridad de que el mundo siga siendo lo que era, de que nuestras vidas sigan siendo lo que creíamos que eran, la ausencia de las palabras más habituales, entre muchas otras: desplazamiento, comunidad, ciencia, encuentro, conversación, trabajo, amistad, soledad, solidaridad, salud, economía, tiempo, estar-juntos. Y la voluptuosidad de otras palabras renacidas: infección, contagio, distancia, enfermedad, desasosiego, indigencia, muerte.

      Es particular, también, por el hecho que la pandemia tiene su propia transmisión en vivo, distinta de las divulgaciones de otras tragedias y colapsos que sucedieron en otras partes y a las que, simplemente, se ha asistido como meros espectadores. En este mismo momento también somos espectadores, pero sobre todo los números de infectados, las cantidades de cuerpos contagiados, los individuos partícipes de la duración de la pandemia, actores quietos e inquietos; nuestros cuerpos cuentan, se cuidan, cuidan a otros o caen rendidos de manera incontable.

      El conteo de muertes y el goteo de contagios en un mapa virtual siempre actualizado permiten realizar un seguimiento indispensable para comprender la evolución y diseminación del virus, es cierto, pero también obligan a asistir, si todavía vivos, a una suerte de agonía que lentamente va reemplazando nombres de cuerpos vivos por ingentes cantidades de muertes.

      Es particular, además, por el renovado papel de la ciencia; una ciencia a la que la mayoría de los países ha desahuciado o entregado a manos privadas, y que ahora resurge como aquella entidad de lo real que estaría por decir la única verdad todavía desconocida: ¿cuándo acabará todo esto? Y mientras tanto, ¿qué debemos hacer? ¿Estaremos alguna vez a salvo? Y, ¿qué