Los Lanzallamas. Roberto Arlt

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Название Los Lanzallamas
Автор произведения Roberto Arlt
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789873776090



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      –Siga… es interesante.

      –Hombres y mujeres me miraban como forastera, hombres y mujeres pensaban con piedad en mi su­puesto marido. ¿Por qué no se habría casado él con una muchacha de plata, o con la hija del habilitado de X y Cía., en vez de hacerlo con una mujer delgadita que no tenía dinero, sino pobreza?

      El Astrólogo encendió un cigarrillo y observó encuriosado a Hipólita, mientras la llama del fósforo brillaba entre sus dedos.

      –Es notable… ¿Nunca, nunca habló usted con otra persona de lo que me cuenta a mí?

      –No, ¿por qué?

      –He tenido la sensación de que usted estaba va­ciando una angustia vieja frente a mí. –El Astrólogo se puso de pie–. Vea, es mejor que se levante… si no se va a “enfriar”.

      –Sí… tengo los pies escarchados.

      Caminaba ahora entre tumultuosos macizos ennegre­cidos por el crepúsculo. A veces entre un cruce de ra­mas se escuchaba el rebullir de una nidada de pájaros. Hacia el nordeste, el cielo color de aceituna estaba rayado por inmensas sábanas de cobre.

      Hipólita apoyó una mano en el brazo del Astrólogo y dijo:

      –¿Quiere creerme? Hace mucho tiempo que no miro el cielo del crepúsculo.

      El Astrólogo dirigió una despreocupada mirada al horizonte y repuso:

      –Los hombres han perdido la costumbre de mirar las estrellas. Incluso, si se examinan sus vidas, se llega a la conclusión de que viven de dos maneras: Unos falseando el conocimiento de la verdad y otros aplas­tando la verdad. El primer grupo está compuesto por artistas, intelectuales. El grupo de los que aplastan la verdad lo forman los comerciantes, industriales, militares y políticos. ¿Qué es la verdad?, me dirá us­ted. La Verdad es el Hombre. El Hombre con su cuer­po. Los intelectuales, despreciando el cuerpo, han di­cho: busquemos la verdad, y verdad la llaman a es­pecular sobre abstracciones. Se han escrito libros sobre todas las cosas. Incluso sobre la psicología del que mira volar un mosquito. No se ría, que es así.

      Hipólita miraba con curiosidad los troncos de los eucaliptos moteados como la piel de un leopardo, y otros de los que se desprendían tiras cárdenas como pelambre de león. Pequeñas palmeras solitarias en­treabrían palmípedos conos verdes. Ramajes color de tabaco ponían en el aire sus brazos, de una tersa sol­tura, semejantes a la boa erecta en salto de ataque. Proyectaban en el suelo encrucijadas de sombra, que ella pisaba cuidadosamente.

      Cuando se movía el aire, las hojas voltejeaban obli­cuamente en su caída. El Astrólogo continuó:

      –A su vez, comerciantes, militares, industriales y políticos aplastan la Verdad, es decir, el Cuerpo. En complicidad con ingenieros y médicos, han dicho: el hombre duerme ocho horas. Para respirar necesita tantos metros cúbicos de aire. Para no pudrirse y pu­drirnos a nosotros, que sería lo grave, son indispen­sables tantos metros cuadrados de sol, y con ese criterio fabricaron las ciudades. En tanto, el cuerpo su­fre. No sé si usted se da cuenta de lo que es el cuer­po. Usted tiene un diente en la boca, pero ese diente no existe en realidad para usted. Usted sabe que tiene un diente, no por mirarlo; mirar no es comprender la existencia. Usted comprende que en su boca existe un diente porque el diente le proporciona dolor. Bue­no, los intelectuales esquivan este dolor del nervio del cuerpo, que la civilización ha puesto al descubierto. Los artistas dicen: este nervio no es la vida; la vida es un hermoso rostro, un bello crepúsculo, una inge­niosa frase. Pero de ningún modo se acercan al dolor.

      A su vez, los ingenieros y los políticos dicen: para que el nervio no duela son necesarios tantos estrictos metros cuadrados de sol, y tantos gramos de menti­ras poéticas, de mentiras sociales, de narcóticos psi­cológicos, de mentiras noveladas, de esperanzas para dentro de un siglo… y el Cuerpo, el Hombre, la Ver­dad, sufren…, sufren, porque mediante el aburri­miento tienen la sensación de que existen como el diente podrido existe para nuestra sensibilidad cuan­do el aire toca el nervio.

      »Para no sufrir habría que olvidarse del cuerpo; y el hombre se olvida del cuerpo cuando su espíritu vive intensamente; cuando su sensibilidad, trabajando fuer­temente, hace que vea en su cuerpo la verdad inferior que puede servir a la verdad superior. Aparentemente estaría en contradicción con lo que decía antes, pero no es así. Nuestra civilización se ha particularizado en hacer del cuerpo el fin, en vez del medio, y tanto lo han he­cho fin, que el hombre siente su cuerpo y el dolor de su cuerpo, que es el aburrimiento.

      »El remedio que ofrecen los intelectuales, el Cono­cimiento, es estúpido. Si usted conociera ahora todos los secretos de la mecánica o de la ingeniería y de la química, no sería un adarme más feliz de lo que es ahora. Porque esas ciencias no son las verdades de nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo tiene otras verdades. Es en sí una verdad. Y la verdad, la verdad es el río que corre, la piedra que cae. El postulado de Newton… es la mentira. Aunque fuera verdad; ponga que el postulado de Newton es verdad. El postulado no es la piedra. Esa diferencia entre el objeto y la de­finición es la que hace inútil para nuestra vida las verdades o las mentiras de la ciencia. ¿Me comprende usted?

      –Sí… lo comprendo perfectamente. Usted lo que quiere es ir hacia la revolución. Usted indirectamente me está diciendo: ¿quiere ayudarme a hacer la revo­lución? Y para evitar de entrar de lleno en materia, subdivide su tema…

      El Astrólogo se echó a reír.

      –Tiene usted razón. Es una gran mujer.

      Hipólita levantó la mano hasta la mejilla del hom­bre y dijo:

      –Quisiera ser suya. Súbitamente lo deseo mucho –El Astrólogo retrocedió–. Sería muy feliz de serle infiel a mi esposo.

      Él la midió de una mirada y sonriendo fríamente le contestó:

      –Es notable lo que le sugieren mis reflexiones.

      –El deseo es mi verdad en este momento. Yo he comprendido perfectamente todo lo que ha dicho us­ted. Y mi entusiasmo por usted es deseo. Usted ha dicho la verdad. Mi cuerpo es mi verdad. ¿Por qué no regalárselo?

      Una arruga terrible rayó la frente del Astrólogo. Durante un minuto Hipólita tuvo la sensación de que él la iba a estrangular; luego movió la cabeza, miró, a lo lejos, a una distancia que en la abombada claridad de sus pupilas debía ser infinita, y dijo secamente:

      –Sí… su cuerpo en este momento es su verdad. Pero yo no la deseo a usted. Además, que no puedo poseer a ninguna mujer. Estoy castrado.

      Entonces las palabras que ella le dijo a Erdosain esa noche nuevamente estallaron en su boca:

      «Cómo, ¿vos también?… un gran dolor… Enton­ces somos iguales… Yo tampoco he sentido nada, nunca, junto a ningún hombre… y sos… el único hombre. ¡Qué vida!».

      Calló, contemplando pensativa los elevadísimos aba­nicos de los eucaliptos. Abrían conos diamantinos, chapados de sol, sobre la combada cresta de la vege­tación menos alta, oscurecida por la sombra y más triste que una caverna marítima.

      El Astrólogo inclinó la frente como toro que va a embestir una valla. Luego, mirando a la altura de los árboles, se rascó la cabeza, y dijo:

      –En realidad yo, él, vos, todos nosotros, estamos al otro lado de la vida. Ladrones, locos, asesinos, prosti­tutas. Todos somos iguales. Yo, Erdosain, el Buscador de Oro, el Rufián Melancólico, Barsut, todos somos iguales. Conocemos las mismas verdades; es una ley: los hombres que sufren llegan a conocer idénticas ver­dades. Hasta pueden decirlas casi con las mismas pa­labras, como los que tienen una misma enfermedad físi­ca, pueden, sepan leer y escribir o no, describirla con las mismas palabras cuando ésta se manifiesta en deter­minado grado.

      –Pero usted cree en algo… tiene algún dios.

      –No sé… Hace un momento sentí que la dulzura de Cristo estaba en mí. Cuando usted se ofreció a mí tuve deseos de decirle: Y vendrá Jesús… –se echó a reír. Hipólita tuvo miedo, pero él la tranquilizó po­niéndole