Mañana no estás. Lee Child

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Название Mañana no estás
Автор произведения Lee Child
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412180855



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el vestíbulo y después se abalanza y se apelotona. No hay seguridad. Maletas negras con rueditas todas idénticas viajan colocadas en los portamaletas. Es suficientemente fácil para cualquiera bajarse en Filadelfia y dejar su maleta en el tren, y después hacerla estallar un poco más tarde, con el teléfono móvil, cuando el tren llega a Union Station ya sin él, justo en el centro de la capital.

      Pero llegamos bien y logré salir indemne a la avenida Delaware. En DC hacía tanto calor como el que había hecho en Nueva York, y estaba más húmedo. Las aceras frente a mí estaban salpicadas con nudos de turistas. Grupos familiares, en su mayoría, de muy lejos. Padres responsables, hijos retraídos, todos vestidos con camisetas y pantalones cortos llamativos, mapas en las manos, cámaras listas. No es que yo estuviera bien vestido o fuera un visitante habitual. Había trabajado en la zona de vez en cuando, pero siempre a la izquierda del río. Pero sabía a dónde estaba yendo. Mi destino era inconfundible y estaba justo delante de mí. El Capitolio de Estados Unidos. Había sido construido para impresionar. La idea era que durante los primeros tiempos de la República vinieran de visita diplomáticos extranjeros y se fueran convencidos de que la nueva nación era un jugador de peso. El diseño había tenido éxito. Más allá del otro lado de la avenida Independence estaban las oficinas de la Cámara de Representantes. En una época tuve un conocimiento rudimentario de la política congresal. Las investigaciones a veces llevaban hasta los comités. Sabía que el Edificio Rayburn estaba lleno de viejos funcionarios que llevaban anquilosados en Washington toda la vida. Supuse que en cambio a alguien relativamente nuevo como Sansom le habrían dado un espacio en el Edificio Cannon. Prestigioso, pero no la cúspide.

      El Edificio Cannon estaba en la intersección de Independence y la Primera, agazapándose del otro lado de la esquina más alejada del Capitolio como si estuviera rindiendo homenaje o preparando una amenaza. Tenía en la puerta todo tipo de seguridad. Le pregunté a un trabajador de uniforme si el señor Sansom de Carolina del Norte estaba adentro. El trabajador revisó una lista y dijo que sí, que estaba. Le pregunté si podía hacer que le enviaran una nota a su oficina. Dijo que sí, que podía. Me dio un lápiz y papel de un anotador especial de la Oficina y un sobre. Dirigí el sobre al Comandante John T. Sansom, Ejército de los Estados Unidos, Retirado, y añadí la fecha y la hora. En el papel escribí: Esta mañana temprano vi morir a una mujer con su nombre en la boca. No era cierto, pero estaba cerca. Añadí: Escalinatas de la Biblioteca del Congreso en una hora. Firmé Comandante Jack-nada-Reacher, Ejército de los Estados Unidos, Retirado. Había una casilla para marcar en la parte de abajo de la hoja: ¿Es usted uno de mis votantes? Marqué la casilla. No cierto en un sentido estricto. Yo no vivía en el distrito de Sansom, pero de la misma manera que tampoco vivía en ninguno de los 434 distritos restantes. Y había estado de servicio en Carolina del Norte, tres veces distintas. Así que sentí que tenía derecho. Cerré el sobre y lo entregué y volví a salir a esperar.

      VEINTIUNO

      Caminé en el calor de Independence hasta el Museo del Aire y el Espacio y después me di la vuelta y me dirigí hacia la biblioteca. Me senté en los escalones transcurridos cincuenta minutos de la hora. La piedra estaba caliente. Había hombres de uniforme detrás de las puertas por arriba de mí, pero no salió ninguno. Los ejercicios de valuación de riesgos deben haber ubicado a la biblioteca en la parte de abajo de la lista.

      Esperé.

      No esperaba que apareciera Sansom en persona. Supuse que en cambio me iban a mandar administrativos. Quizás personal de campaña. De qué edad y cuántos no lo podía imaginar. Entre uno y cuatro, quizás, juntando posgraduados y profesionales. Me interesaba saberlo. Uno joven manifestaría que Sansom no se estaba tomando mi nota muy seriamente. Cuatro altos cargos sugeriría que el tema era sensible. Y quizás algo que mantener en secreto.

      El plazo de sesenta minutos llegó y transcurrió y no conseguí ni administrativos ni personal de campaña, ni jóvenes ni viejos. En vez de eso recibí a la esposa de Sansom, y a su jefe de seguridad. Diez minutos después de que se cumpliera la hora vi que una pareja dispar se bajaba de un Lincoln Town Car y hacía una pausa al pie de la escalinata y miraba alrededor. Reconocí a la mujer por las fotos del libro de Sansom. En persona tenía exactamente el mismo aspecto que debe tener la esposa de un millonario. Tenía un peinado de salón de belleza caro y buenos huesos y mucho estilo y era probablemente cinco centímetros más alta que su marido. Diez, con tacones. El tipo que estaba con ella parecía un veterano Delta de traje. Era bajo, pero duro y fibrado y fuerte. El mismo porte físico que Sansom, pero más recio de lo que Sansom había parecido en las fotos. Su traje estaba conservadoramente confeccionado con buen material, pero lo llevaba todo doblado y arrugado como un uniforme de combate con mucho uso.

      Los dos se quedaron juntos y miraron alrededor a la gente que estaba cerca y eliminaron una posibilidad tras otra. Cuando yo era lo único que quedaba levanté una mano como saludo. No me puse de pie. Supuse que iban a subir y se iban a detener por debajo de mí, así que si me ponía de pie me iba a quedar mirándoles desde un metro por encima de sus cabezas. Menos amenazador quedarme sentado. Más propicio para conversar. Y más práctico, en términos de gastos de energía. Estaba cansado.

      Subieron hacia donde yo estaba, la señora Sansom con buenos zapatos, avanzando con pasos delicados y precisos, y el tipo Delta a su lado siguiéndole el paso. Se detuvieron dos escalones por debajo de mí y se presentaron. La señora Sansom se llamó a sí misma Elspeth, y el tipo se llamó a sí mismo Browning, y dijo que se deletreaba como el fusil automático, lo cual me imaginé que se suponía que lo situaba en alguna clase de contexto amenazador. Él era una novedad para mí. No aparecía en el libro de Sansom. Siguió enumerando su pedigrí completo, que empezaba con la carrera militar junto a Sansom, y seguía incluyendo la carrera civil como jefe de seguridad durante los años empresariales de Sansom, y después jefe de seguridad durante los mandatos de Sansom en la Cámara de Diputados, y tenían en sus planes incluir el mismo tipo de deberes durante los mandatos de Sansom en el Senado y más allá. Toda la presentación era una cuestión de lealtad. La esposa, y el fiel sirviente. Imaginé que la idea era que yo no tuviera ninguna duda acerca de dónde estaban depositados sus intereses. Una exageración, posiblemente. Aunque sentí que mandar a la esposa desde el principio era un movimiento inteligente, políticamente hablando. La mayoría de los escándalos se complican cuando el tipo está lidiando con algo de lo que su mujer no está al tanto. Incluirla a ella desde el inicio era una declaración.

      Ella dijo:

      —Ganamos muchas elecciones hasta el momento y vamos a ganar muchas más. Lo que usted está intentando ya lo han intentado decenas de veces. Otros no lo han logrado y usted tampoco lo va a lograr.

      —No estoy intentando nada —dije—. Y no me interesa quién gane las elecciones. Una mujer murió, eso es todo, y quiero saber por qué.

      —¿Qué mujer?

      —Una empleada del Pentágono. Se disparó en la cabeza, anoche, en el metro de Nueva York.

      Elspeth Sansom miró a Browning y Browning asintió y dijo:

      —Lo vi en internet. El New York Times y el Washington Post. Sucedió demasiado tarde como para las ediciones impresas.

      —Un poco después de las dos de la mañana —dije.

      Elspeth Sansom me volvió a mirar y preguntó:

      —¿Qué implicación tuvo usted?

      —Testigo —dije.

      —¿Y ella mencionó el nombre de mi marido?

      —Eso es algo de lo que tengo que hablar con él. O con el New York Times o con el Washington Post.

      —¿Es una amenaza? —preguntó Browning.

      —Supongo que sí —dije—. ¿Qué van a hacer al respecto?

      —Recuérdalo siempre —dijo—: no haces lo que John Sansom hizo en su vida si eres blando. Y yo tampoco soy blando. Ni lo es la señora Sansom.

      —Grandioso —dije—. Acabamos de establecer que ninguno de nosotros es blando. De hecho, somos todos