Название | Mañana no estás |
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Автор произведения | Lee Child |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412180855 |
MAÑANA NO ESTÁS
Lee Child
Traducción de Aldo Giacometti
“El mejor escritor de thrillers del momento.”
The New York Times
“Si eres fanático de los thrillers y no estás leyendo las novelas de Reacher, entonces no eres fanático de los thrillers.”
Chicago Tribune
“Jack Reacher es uno de los mejores personajes de thrillers en actividad hoy en día.”
Newsweek
“Cada época tiene el héroe que se merece. En un mundo hipercomunicado y vigilado hasta la náusea,
Reacher quiere ser nadie.”
Los Inrockuptibles
“Child tiene una imaginación fértil y una responsabilidad que lo lleva a trabajar duramente en el plano informativo de cada título.”
El País
“La prosa de Child retrata atmósferas norteamericanas de policías, militares, mafiosos o granujas con la crudeza entrañable de un cuadro de Edward Hopper.”
La Nación
“Child combina la sagacidad propia del policial inglés clásico con la podredumbre y la nocturnidad ominosa del policial negro norteamericano.”
Artezeta
“Reacher aparece y la trama se gatilla, empiezan a oírse los engranajes de la anécdota, como si el protagonista viniera a instalar el policial donde hasta entonces no había nada.”
Otra Parte
“Jack Reacher es el James Bond de la actualidad, un héroe del que nunca tenemos suficiente.”
Ken Follett
“Es Lee Child, ¡cómo no habrías de leerlo!”
Karin Slaughter
“Estoy leyendo y disfrutando muchísimo las novelas de Jack Reacher.”
George Martin
“Un menú estupendo que además tiene un latido británico, disimulado pero esencial.”
Elvio E. Gandolfo
“Reacher es una figura que recuerda a Lucky Luke, que siempre camina hacia un nuevo crepúsculo, a la espera de que surja un nuevo caso.”
Antonio Lozano
Para mis cuñadas Leslie y Sally,
dos mujeres de inusual encanto y calidad
UNO
Los terroristas suicidas son fáciles de identificar. Emiten señales delatoras de todo tipo. Más que nada porque están nerviosos. Por definición todos son primerizos.
La contrainteligencia israelí redactó el manual de defensa. Nos dijeron qué es lo que tenemos que buscar. Usaron la observación pragmática y el conocimiento psicológico y con eso elaboraron una lista de indicadores de comportamiento. Yo aprendí la lista de un capitán del Ejército israelí hace veinte años. Él tenía una confianza plena en la lista. Por lo cual yo también tenía una confianza plena en la lista, debido a que en ese momento yo cumplía un período de servicio de tres semanas, mayormente a más o menos un metro de su hombro, en el mismo Israel, en Jerusalén, en la Ribera Occidental, en el Líbano, a veces en Siria, a veces en Jordania, en autobuses, en tiendas, en aceras atestadas. Mantenía los ojos en movimiento y la mente recorriendo libre los puntos de la lista.
Veinte años después todavía me sé la lista. Y mis ojos todavía se mueven. Pura costumbre. De otro grupo de tipos aprendí otro mantra: Mira, no veas, escucha, no oigas. Cuanto más te comprometes, más sobrevives.
La lista tiene doce puntos si estás frente a un sospechoso masculino. Once, si estás mirando a una mujer. La diferencia es un buen afeitado. Los hombres terroristas se quitan la barba. Les ayuda a mezclarse. Les vuelve menos sospechosos. El resultado es una piel más pálida en la mitad inferior de la cara. Ninguna exposición reciente al sol.
Pero yo no estaba interesado en los afeitados.
Estaba ocupándome de la lista de once puntos.
Estaba mirando a una mujer.
Estaba viajando en metro, en Nueva York. La línea 6, el ramal local de la avenida Lexington, en dirección al Uptown, a las dos de la mañana. Me había subido en la estación Bleecker Street por el extremo sur del andén a un vagón que estaba vacío salvo por cinco personas. Los vagones del metro resultan pequeños e íntimos cuando están llenos. Cuando están vacíos resultan vastos y cavernosos y solitarios. De noche sus luces resultan más cálidas y más brillantes, pese a que son las mismas luces que se usan de día. Son las únicas luces que hay. Yo estaba despatarrado en un asiento para dos personas al norte de las puertas del fondo hacia el lado de las vías. Los otros cinco pasajeros estaban todos al sur con respecto a mí en los asientos largos tipo banco, de perfil, vistos de costado, lejos unos de otros, con la mirada perdida a través del ancho del vagón, tres a la izquierda y dos a la derecha.
El número del vagón era el 7622. Una vez viajé ocho estaciones en la línea 6 al lado de un loco que hablaba del vagón en el que estábamos con el mismo tipo de entusiasmo que la mayoría de los hombres le dedican a los deportes o a las mujeres. Por eso sabía que el vagón 7622 era un modelo R142A, el más nuevo del sistema de Nueva York, construido por Kawasaki en Kobe, Japón, traído en barco, transportado en camión hasta los depósitos de la calle 207, montado a las vías por grúas, remolcado hasta la calle 180 y testeado. Sabía que podía andar trescientos mil kilómetros sin que se le prestara mayor atención. Sabía que el sistema de anuncios automatizado daba instrucciones con voz de hombre e información con voz de mujer, que se decía que era de casualidad pero que en realidad era porque los jefes de transporte creían que esa división del trabajo era psicológicamente convincente. Sabía que las voces venían de Bloomberg TV, pero años antes de que Mike fuera alcalde. Sabía que había seiscientos R142A rodando en las vías y que cada uno estaba una fracción por debajo de los dieciséis metros de largo y tenía un poco menos de tres metros de ancho. Sabía que la unidad sin cabina como esa en la que habíamos estado entonces y yo estaba ahora había sido diseñada para transportar un máximo de cuarenta personas sentadas y hasta 148 de pie. El loco había sido preciso en todos esos datos. Podía ver por mí mismo que los asientos del vagón eran de plástico azul, del mismo tono que un cielo de final de verano o un uniforme de la Fuerza Aérea británica. Podía ver que los paneles de las paredes estaban moldeados en fibra de vidrio antigrafiti. Podía ver las franjas gemelas de anuncios alejándose de mí donde los paneles de las paredes se juntaban con el techo. Podía ver pequeños pósters alegres pregonando con descaro programas de televisión y clases de idiomas y títulos de universidades fáciles y oportunidades de obtener grandes ganancias.
Podía ver un aviso policial que me aconsejaba: Si ve algo, diga algo.
La pasajera que estaba más cerca de mí era una mujer hispana. Estaba del otro lado del vagón, a mi izquierda, antes de la primera puerta, sola en un conjunto de asientos para ocho personas, lejos del centro. Era menuda, estaría entre los treinta y los cincuenta años, y parecía tener mucho calor y estar muy cansada. Agarrada de la muñeca tenía una bolsa de supermercado gastada y miraba hacia delante al lugar vacío del lado opuesto con ojos demasiado agotados como para estar viendo algo.
El que la seguía era un hombre al otro lado, quizás un metro y medio más lejos. Iba solo en su propio conjunto de asientos para ocho personas. Podría haber sido de la península balcánica, o del mar Negro. Pelo oscuro, piel arrugada. Era fibroso, estaba desgastado por el trabajo y el clima. Tenía los pies plantados en el suelo y estaba reclinado hacia delante con los codos en las rodillas. No dormido, pero casi. En animación suspendida, haciendo tiempo, meciéndose con los movimientos del tren. Estaba alrededor de los cincuenta