El coro de las voces solitarias. Rafael Arráiz Lucca

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Название El coro de las voces solitarias
Автор произведения Rafael Arráiz Lucca
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412145090



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Federico de Onís, Ricardo Gullón, entre otros, ya habían establecido sobre este fenómeno. El tema es apasionante y, por supuesto, podría quedarme navegando en sus aguas con mucho mayor detenimiento que el que los límites de este ensayo permiten. Miremos algunas de sus aristas.

      Ya hemos visto cómo el romanticismo comienza a agotar su proyecto y, frente a la nave que hace aguas, el parnasianismo se alza como una reacción vivificante en Europa. Lo mismo ocurre en Hispanoamérica, pero con una circunstancia inédita: el proceso de gestación del modernismo y sus cultores más elaborados son americanos. Es la primera vez, como se ha dicho en infinidad de oportunidades, que los nativos de América engendran un movimiento estético en el mundo de habla hispana. Hasta entonces, los americanos solo hemos sido sujetos pasivos en el concierto de la generación de movimientos creadores inéditos. El modernismo, como creación americana, no fue una corriente o una escuela literaria y nada más; fue un movimiento y, como tal, sus coordenadas tuvieron implicaciones tanto estéticas como éticas. De allí que la fuerza de ruptura del modernismo fuese implacable con la retórica del neoclasicismo vetusto o la del romanticismo ya exasperante. Por ello Darío expresó claramente en Historia de mis libros que asistían al entierro de «la celebración de las glorias criollas, los hechos de la Independencia y la naturaleza americana: un eterno canto a Junín, una inacabable oda a la agricultura de la zona tórrida, y décimas patrióticas» (Darío, 1916: 24).

      No cabe la menor duda: para la literatura hispanoamericana el modernismo vino a significar una suerte de liberación de sus ataduras al muelle. Y en la nuez del modernismo estuvo la palabra «libertad»; de allí que la pluralidad y la heterodoxia hayan sido consustanciales al proyecto modernista. Es obvio: una propuesta estética signada por el presupuesto de la libertad estimula el desarrollo de la individualidad hasta sus grados más excelsos. Adiós a las prescripciones autoritarias del neoclasicismo; adiós a la moralidad implícita en los interminables cantos patrióticos; adiós a la subordinación del arte a una cartilla de preceptos moralizantes; adiós al pasado y bienvenido el porvenir. De allí la denominación de «modernistas». En ella también va la expresión de una apuesta por el futuro, por el futuro que se vislumbra signado por los aportes de la ciencia y la tecnología. La aventura modernista es personal, como también lo fue para los románticos europeos y para los mejores del romanticismo hispanoamericano. Dice Martí en el prólogo al Niágara de Pérez Bonalde:

      Ni líricos ni épicos pueden ser hoy con naturalidad y sosiego los poetas; ni cabe más lírica que la que saca cada uno de sí propio, como si fuera su propio ser el asunto único de cuya existencia no tuviera dudas, o como si el problema de la vida humana hubiera sido con tal valentía acometido y con tal ansia investigado, que no cabe motivo mejor ni más estimulante, ni más ocasionado a profundidad y grandeza que el estudio de sí mismo. Nadie tiene hoy su fe segura. Los mismos que lo creen se engañan. Los mismos que escriben fe se muerden, acosados de hermosas fieras interiores, los puños con que escriben. No hay pintor que acierte a colorear con la novedad y transparencia de otros tiempos la aureola luminosa de las vírgenes, ni cantor religioso o predicador que ponga unción y voz segura en sus estrofas y anatemas. Todos son soldados del ejército en marcha. A todos besó la misma maga. En todos está hirviendo la sangre nueva. Aunque se despedacen las entrañas, en su rincón más callado están airadas y hambrientas la Intranquilidad, la Inseguridad, la Vaga Esperanza, la Visión Secreta. (Martí, 1977: 302)

      He citado in extenso porque no creo que pueda hallarse un programa más moderno que este de Martí. Aunque no agota el tema de la caracterología del modernismo, sí es exacto y revelador de lo que estremecía las conciencias de algunos creadores de aquellos tiempos.

      Sin embargo, conviene recordar que los movimientos artísticos no suceden de manera unánime y que, mientras en Martí ya se dan las manifestaciones del cambio, otras conciencias permanecen atadas a los preceptos neoclásicos y románticos. Ya sabemos que los tiempos históricos pueden darse de manera simultánea, y mientras unos vislumbran el futuro, otros trasiegan el pasado. Estos últimos, entonces y ahora, castigan a los innovadores con el expediente de ser seguidores de la moda, caprichosos. Conviene recordar que la andanada que recibieron los modernistas no fue carga liviana; los disparos fueron cerrados desde las capillas de la ortodoxia, llámense academias o autoridades críticas de entonces. Los disparos fueron diversos porque el modernismo fue también diverso. No puede pensarse que un movimiento signado por el resurgir de la individualidad pudiera estar regido por patrones estéticos inflexibles. De allí que, a veces, sea difícil encontrar el punto de relación entre unas obras y otras del mismo movimiento. Recordemos que el modernismo fue, como todo movimiento que se respete, una ampliación de los horizontes de la realidad, no un empobrecimiento de los campos de visión. Ya lo decía Borges, refiriéndose al modernismo, en el prólogo a su libro El oro de los tigres (1972): «… pero si me obligaran a declarar de dónde provienen mis versos, diría que del modernismo, esa gran libertad, que renovó las muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano y que llegó, por cierto, hasta España» (Borges, 1974: 1081).

      Veamos ahora algunas aproximaciones a la definición del movimiento. La de Federico de Onís, por ejemplo: «… el modernismo —como el renacimiento o el romanticismo— es una época y no una escuela, y la unidad de esa época consistió en producir grandes poetas individuales, que cada uno se define por la unidad de su personalidad, y todos juntos por el hecho de haber iniciado una literatura independiente, de valor universal, que es principio y origen del gran desarrollo de la literatura hispanoamericana posterior» (Schulman, 1966: 21) Aquí habría que precisar que la independencia del modernismo no implica la negación de sus antecedentes. Por el contrario, tanto Martí como Darío les rindieron el tributo debido a los románticos valiosos; de hecho, el prólogo al Niágara de Pérez Bonalde es eso. Lo que se desprende de la definición de De Onís es que lo que el modernismo emprendió fue una ventura propia, no fue la aclimatación de un movimiento europeo a suelo americano ni la criollización de una escuela literaria. También, la precisión epocal es importante: el modernismo sería incomprensible si olvidamos que responde a un momento histórico americano preciso. Las antiguas colonias españolas levantan las paredes de una república y las naciones recientes ya han podido discernir la circunstancia de lo propio, de modo que aquellas sociedades en formación pasan por la afirmación de lo particular y, en ese sentido, nada más afirmativo de los valores individuales que el modernismo. Es un movimiento basado en la necesidad de construir un futuro propio; de allí que algunos desplantes de Darío suenen hoy excesivos, pero entonces eran necesarios para la manifestación de la voluntad cosmopolita del modernismo. Pero el cosmopolitismo del modernismo nos señala el norte de un proyecto: querían subirse al tren de la modernidad, no querían dejar que el futuro pasara a su lado y los dejara en el andén. De modo que la búsqueda de lo propio pasaba por el reconocimiento del lugar donde la modernidad conocía su apogeo: Europa, y especialmente París. Si por una parte el modernismo era la afirmación de una vocación particular e independiente, por la otra buscaba eco en la metrópolis, que de ninguna manera le era indiferente.

      En su libro indispensable, Breve historia del modernismo, Max Henríquez Ureña establece dos momentos en el desarrollo del modernismo. Al hacerlo, lo define:

      Dentro del modernismo pueden apreciarse dos etapas: en la primera, el culto preciosista de la forma favorece el desarrollo de una voluntad de estilo que culmina en refinamiento artificioso e inevitable amaneramiento. Se imponen los símbolos elegantes, como el cisne, el pavo real, el lis; se generalizan los temas desentrañados de civilizaciones exóticas o de épocas pretéritas; se hacen malabarismos con los colores y las gemas y, en general, con todo lo que hiera los sentidos; y la expresión literaria parece reducirse a un mero juego de ingenio que solo persigue la originalidad y la aristocracia de la forma. (Henríquez Ureña, 1954: 31)

      Y en el segundo momento observa:

      En la segunda etapa se realiza un proceso inverso, dentro del cual, a la vez que el lirismo personal alcanza manifestaciones intensas ante el eterno misterio de la vida y de la muerte, el ansia por lograr una expresión artística cuyo sentido fuera genuinamente americano es lo que prevalece. Captar la vida y el ambiente de los pueblos de América, traducir sus inquietudes, sus ideales y sus esperanzas, a eso tendió el modernismo en su etapa final, sin abdicar por ello de su rasgo característico principal: trabajar el lenguaje