Название | Memorias visuales |
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Автор произведения | Adriana Valdés |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789569843600 |
Los camineros, de Ariztía. Ir caminando, mirando de soslayo, como cambiando de dirección o quizá camuflándose (dos de sus pinturas de 1997 se llamaban Camuflagem). Los camineros de Ariztía no saben bien el terreno que pisan. Los críticos dicen que son perseguidos, que huyen de algo, que van pasando, como fantasmas o como fantoches de farándula, o como “personajes discretos de un teatro de angustia”. También tienen esa dimensión, estos perseguidos con gestos circenses. La risa, el humor, la inventiva no la excluyen, al contrario. Podría sospecharse que de allí mismo vienen. Caminar es huir mirando hacia un lado y hacia otro, sin saber bien hacia dónde, ni de dónde viene o vendrá la amenaza, sin poder fijar un rumbo, enredándose, riéndose de sí mismo y del propio miedo.
Los personajes de esta exposición de ahora también son, casi todos, camineros. Como los otros, tienen que ver con un particular Libro del desasosiego, como la obra de Fernando Pessoa a la que alude uno de los títulos. Pero en esta exposición hay algo más. Incorpora las palabras, las letras coloridas —un recurso sorpresivo, un giro, un cambio. Las letras son imágenes también, entran en el juego sensual de los colores y de las texturas; no están ahí como meros signos gráficos, sino además como elementos nuevos del juego visual.
Francisco Ariztía, “Desasosiego”, 160 x 160 cm, acrílico sobre tela, 2000.
Tal vez —es apenas una suposición— la palabra aparece en estas pinturas de Ariztía precisamente porque van a mostrarse en Chile. Son palabras solas o frases fragmentarias, son recuerdos y retazos de refranes, de boleros, de un poema. Es “El bosque en el jardín”, del libro emblemático de la generación del cincuenta, La pieza oscura de Enrique Lihn (que casi se puede leer, al sesgo, como una descripción onírica de esta misma exposición, escrita cuarenta años antes). Como si volver a Chile trajera consigo una especie de recuperación de la palabra, imposible cuando la pintura se muestra en países de idiomas distintos. No es la palabra hablada. Es la palabra recordada al azar de la memoria. En las pinturas de los caminantes, llega como un elemento enigmático más de sus historias, esas que no se cuentan, esas que se suponen y adivinan. En el díptico “Incógnitas y certezas” se dan los refranes de la ansiedad, una especie de retrato paródico, en frases hechas, de los gestos de los personajes andarines y furtivos, un código de supervivencia mínima. En otros, las palabras arrancadas de contexto tienen el punctum de su propia carencia, el carácter fantasmal de recuerdos fragmentarios de no se sabe dónde.
De no se sabe dónde. Cuál será el lugar de quienes tienen más de una tierra, o están entre una y otra tierra y no son realmente de ninguna; cuál será el lugar de quienes partieron hace ya tantos años de aquí, y piensan desde lejos en una casa mítica, ajena y remota como la que aparece sobre una montaña en esta exposición, una casa que nunca existió y está armada de sueños, y está puesta en un lugar inaccesible. Cuál será el lugar. Tal vez no hay lugar, y por eso los personajes son camineros, y furtivos, y perplejos, y parecen estar huyendo de todas partes, y todos los lugares terminan por ser lugares de sueños. Finalmente, el territorio ya no es físico, sino imaginario. Francisco Ariztía se afinca en ese territorio imaginario, en las historias pasadas por la deformación de los cuentos, y los sueños, y los recuerdos a medias. Y en esta muestra se afinca también en los retazos de palabras, otras formas de la memoria involuntaria. Leo por ahí que las culturas no territoriales viven en los sueños y viven en la palabra. Las culturas del exilio son culturas no territoriales.
Recuerdos fragmentarios de no se sabe dónde. Otro ángulo de esto. Qué será volver a Chile tras tantos años, y que será asomarse otra vez a este medio. Otro artista que muestra aquí por estos días habla de la complejidad de Chile, para quienes han hecho su vida afuera; “la ciudad de Santiago es como atravesar un campo minado bajo un lluvia de proyectiles en un atardecer lleno de niebla”1 . El temple lúdico-bélico de Eugenio Téllez no se parece al temple lúdico-onírico de Francisco Ariztía; pero en ambos el medio artístico chileno se ve amenazante, y para ambos es problemático aparecer aquí —en este lugar de demarcaciones territoriales, de “inscripciones duras”, de inter/ pelaciones autoritarias, todavía mimetizadas, traumáticamente, con los gestos de un autoritarismo pasado. Si volvemos al poema de Lihn, Francisco Ariztía y sus camineros se cuentan “en el número de los ausentes (...) una especie de fantasmas (...) esperando el momento de aparecer en escena, sólo por un momento que nadie les disputa/ y que nadie quisiera disputarles.” Ariztía escoge aparecer, en este momento, con un temple que tiene poco que ver con la pesadez, la fijación, la culpa obsesiva; un temple que hace del humor y del juego los mejores instrumentos para sobrevivir.
Catálogo exposición ¿Y por qué no?, Galería Arte Espacio, Santiago de Chile, 2000.
1 Eugenio Téllez, entrevistado por Matías Rivas, en el catálogo de la exposición Campos de batalla, Sala de Arte Fundación Telefónica, Santiago de Chile, agosto 2000.
Para Carlos Montes de Oca
Con qué cara: Apuntes sobre la desigualdad
Con qué cara hablar de desigualdad. La igualdad haría trizas los fundamentos de cada una de nuestras precarias seguridades individuales, de nuestras precarias comodidades, de nuestros hábitos cotidianos. Cuál más cuál menos, profitamos de la desigualdad de las sociedades en que vivimos. Cuál más, cuál menos, tema enorme, en el que caben gradaciones incomparables.
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La desigualdad es una secreta carga de culpa. Quién no ha sentido un alivio fuera de su país, en un país más próspero: la desigualdad es menor, y por último, no es de responsabilidad nuestra. Por un momento, el del viaje, la secreta carga de culpa no pesa sobre nuestros hombros.
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La desigualdad es un “ruido secreto”. Hay una obra de Marcel Duchamp que se llama “el ruido secreto”: “un ovillo de cordel entre dos placas de latón negro unidas por cuatro tornillos, y que contiene un pequeño objeto desconocido —incluso para el mismo Duchamp— que suena al moverlo”1. La desigualdad es un ruido secreto (“ruido”, también, como se usa en la informática) que acompaña —rechinando, me imagino— el funcionamiento de los engranajes de la sociedad. La desigualdad es el “ruido secreto” que interfiere los discursos establecidos de las ciencias sociales y de la política, incluso cuando éstos hablan de igualdad.
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Con qué cara hablar de desigualdad, si uno es, por decir algo, “intelectual”. César Vallejo lo dijo todo