Somos luces abismales. Carolina Sanín

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Название Somos luces abismales
Автор произведения Carolina Sanín
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789874941718



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nada. O tal vez sí sea desearles el mal, el mal incomparable, y entonces esta maldad mía se sumaría a los nudos que enredan la vereda).

      Una vez yo me perdí. Vivía con mi madre y con mi hermano en una urbanización en la autopista, que yo jugaba a imaginar como un río atribulado. Cuando salgo de la ciudad hacia mi tierra por el norte y no por el oriente, paso por delante de la portería que encierra el conjunto que contiene el apartamento que no se alcanza a ver y donde ya no vive nadie que me haya conocido.

      La urbanización tenía cinco unidades idénticas que se conectaban por detrás a través de un parque largo con jardines. Cada unidad tenía cinco edificios de cinco pisos, agrupados en torno a una plazoleta, y cada piso tenía dos apartamentos. La nuestra era la puerta de la derecha, del primer piso del primer edificio, si se contaban los edificios de izquierda a derecha después de entrar por la autopista, y estaba en la tercera unidad, si las unidades se contaban de sur a norte y también si se contaban al revés.

      Una tarde salí a jugar al parque que unía las unidades. Cuando quise volver, entré en la plazoleta por detrás, llegué al edificio, subí la escalinata y toqué el timbre del apartamento. La puerta se abrió a una cortina blanca que era una bata de dormir. Abajo había unos pies de uñas pintadas de rojo. Arriba estaba la cara de cualquier mujer desconocida, pero para mí fue la cara de una bruja.

      Pensé que había ido a dar en mi lugar: que hasta entonces había vivido creyendo que mi madre era mi madre, pero mi madre verdadera era esa que me había abierto la puerta y que parecía dormir durante el día. Yo había vivido soñando y acababa de despertar. O acababa de quedarme dormida y había entrado a un sueño del que no despertaría. O aquella mujer había matado a mi madre y me estaba esperando para matarme a mí también.

      Entendí, al final de un segundo, que había tocado el timbre de un apartamento equivocado, ubicado como el mío pero en la unidad vecina, y entonces corrí hasta la tercera unidad y toqué el timbre en el apartamento de la derecha, del primer piso, del primer edificio, según se contaban los edificios de izquierda a derecha si se entraba desde el parque. Mi hermano abrió la puerta. Mi madre estaba adentro, ignorante de que me había recuperado de las garras de una madre falsa, y yo, sin honor tras mi aventura, supe desde entonces qué era perderse.

      En el futuro, cuando la ciudad la alcance, probablemente también La Era será un conjunto de edificios con un parque.

      No dejo de regar el suelo para figurarme una arboleda y una huerta del futuro, ni dejo de creer que un día construiré una cabaña, aunque a veces temo que pronto los vecinos me dejarán ver algo que hará que prefiera venderles mi terreno. Por lo pronto sigo yendo los fines de semana, y entre semana en vacaciones, a entristecerme y alegrarme al mismo tiempo.

      Entristézcase plantando árboles, dice una valla en la vereda.

      Alégrese plantando, dice otra.

      Yo me distraigo en el camino: ¿Qué tal el nombre Aeropuerto Internacional Almacenes Nothing? ¿O Aeropuerto Internacional El Ñudo? ¿Aeropuerto Internacional Volar Estéreo? Estoy llenando de aeropuertos la región, para no pensar en los antiguos dueños despojados, en el banco, en la deuda, la muerte de los perros, la tala y la locura.

      A lo mejor, corregir sin necesidad cada oración de mis estudiantes desenredará mi jardín. O desenredaré mi jardín si planto más y más árboles que no sé si veré cuando alcancen mi estatura. O el potro que me salió al paso desenredará –sin que se sepa dónde– mi jardín.

      Así es como pueblo La Era: de camino a la montaña, me detengo en un vivero. Avanzo por entre las filas de árboles pequeños con el encargado y le pregunto cómo se llama este, cómo aquel. Los arbolitos en fila parecen como en una escuela. No pregunto qué edad tienen ni qué tan rápido crecen. Sé que, como a mis alumnos, no los veré cuando hayan alcanzado su mayor altura: entonces estaré a la bajura de sus raíces.

      Llego a mi terreno y le escojo a cada uno el lugar donde vivirá toda su vida. Este va aquí, ese allá. Abro el hueco y siento que cavo para enterrarme, y siento que excavo para hacer un descubrimiento: un trozo de un cuenco de cerámica que un muisca rompió hace quinientos años sin querer.

      Dejo la pala, que me pesa mucho, y me paso a sacar la tierra con las manos. ¿Esta tierra entre las manos se siente como qué? Se siente derrumbándose. Como ruinas. Como huevos. Como una antigua piedra. Como harina para hacer pan. Como harina para hacer una cocina, una casa.

      Pongo el árbol en el hueco. Me confunde la maraña oscura de sus raíces, inseparables de la tierra que traen pegada del vivero. El árbol queda enterrado, de pie, recién nacido, aunque nació lejos de aquí.

      ¿Cuándo nace un árbol? ¿Se dice que nace cuando un ojo humano advierte el primer brote que sobresale de la tierra? Pero, para entonces, el árbol ya ha crecido. ¿No sucede afuera el nacimiento, sino dentro de la semilla? ¿O no nacen los árboles, sino que siempre están, de fruto en semilla y de semilla en fruto, siguiéndose a sí mismos?

      Sigo caminando, atravesando mi ladera, y unos metros más allá planto el árbol siguiente. Abro el hoyo, saco la lombriz, pongo el árbol, relleno el hoyo, vuelvo a poner la lombriz, derramo agua alrededor. Sin planes y sin correcciones. A punta de ver y de querer. Pongo los árboles donde siento que ellos ya están crecidos en un jardín que existe en otro lado. Mi jardín no procede de mi juicio, sino de mi descanso.

      Hago a mi semejanza mi jardín en la montaña. Es el jardín de donde vengo y para el que fui hecha con barro de su mismo suelo. No lo hago, pues ya quedó hecho desde el principio del tiempo, sino que sueño con el jardín que yo podría ser.

      Todo va quedando donde está.

      Y luego todo se verá distinto.

      Algunos sábados mi padre nos llevaba a la finca de los abuelos, que estaba en tierra templada. Había un cafetal, naranjos y un cisne en una bañera. Los niños vomitábamos por la carretera, y luego, en el comedor, bebíamos jugo de naranja tibio, que sabía a vómito. Las naranjas se dejaban al sol. En la pared del comedor había un mural: una tortuga con ruedas y un cristo clavado en un trébol. Lo pintó mi tío, que se murió en otra carretera llena de curvas antes de que yo naciera.

      La grama estaba llena de hojitas de dormidera entre los tréboles. Uno pasaba el dedo por el espinazo de las hojas y ellas se iban cerrando, párpado contra párpado, como ojos ciegos que eran las manos de la hierba.

      Yo escribía “los abedules”. Y también escribía “los abetos”. Ponía nombres de árboles en cuentos y en poemas. Tenía diez años y había resuelto que para que las cosas que inventaba no fueran mentiras sino obras –para que estuvieran dichas por alguien verdadero– debía mencionar en ellas árboles que no había visto. Si alguien me hubiera preguntado, por ejemplo, si esos árboles perdían o no las hojas, me habría parecido tan raro como si me hubiera pedido que describiera la textura de las paredes de un sueño. Yo había leído esos nombres en un libro, o los había oído en canciones. Había vivido poco y mencionar aquellos árboles era decir que viajaba. Que podía traer palabras de otro lado. “Abeto” y “abedul” eran países muy lejanos en los que había habido una vez. El árbol, la vida que era una palabra, era mi reino.

      No sé si el potro que nos salió al paso va a ser, cuando se alce, alazán o colorado. Con el tiempo se le aclarará el pelaje o se ennegrecerá. No va a quedar como es ahora, que es color de potro. Cuando acabe su corta vida sin el freno, va a transformarse en un animal distinto, domado y redomado. Si vuelvo a verlo, no recordaré que ya lo he visto.

      Miro las fotos que le tomé: tenía una mancha blanca en la frente, un lucero, mi caballo.

      Su potrero debe de formar parte de una hacienda cuya casa no se ve desde el camino: una de esas propiedades de los ricos bogotanos que pasan cabalgando los domingos, ensombrerados, embotados, sobre el animal que va mordiendo el hierro, contradictorios caballeros que aspiran a ser veloces y a lastrar al mismo tiempo.

      Esa mañana, además de los borracheros, habíamos plantado aquel cerezo de los que mi madre cría en su casa. Ella pone a secar la semilla en la ventana;