Somos luces abismales. Carolina Sanín

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Название Somos luces abismales
Автор произведения Carolina Sanín
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789874941718



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No más la comparación infinita y la infinita equivalencia del lenguaje, no más la huida en la metáfora –esa persecución del alma– ni la acertada analogía –eso ya lo sé hacer–, sino la experiencia viva de la expresión, lo inmediato en la expresión. Quiero ver al pie de la letra).

      ¿Cómo puedo vivir en mi libro con una vida mía distinta de mi vida, no dando pistas para la memoria, sino convertida en mi deseo que desde aquí no puedo conocer?

      Me he hecho esta ilusión (y ya se ha borrado, tan pronto como quedó hecha): que me lea alguien feliz. Vivir en alguien feliz, que entienda lo que no quise decir.

      ¿Qué significa “feliz”? ¿Unos colores? ¿Todos los colores?

      Eso mismo: feliz es de colores. Y luego todos los colores en el blanco.

      Feliz es “Vamos a la belleza del día”.

      Escribir es negro.

      El problema es que uno sabe que contiene algo mayor que uno, y no sabe cómo lo menor puede contener lo mayor.

      El problema es cómo decir “nosotros”.

      El problema es el amor.

      ¿Dónde está lo que es más grande que yo –el Amor, mi amo– si está en mí pero no cabe en mí?

      ¿Dónde estoy –qué me contiene– para que yo pueda contener lo que es más amplio que yo?

      Uno escribe para saber dónde está.

      Porque se da cuenta de que nunca sabe dónde está.

      No sé qué ha pasado en los días que han pasado por esta habitación –esta caja, esta casa o este mundo– donde no me encuentro. No sé qué es este lugar.

      El que se ve ubicado está cautivo, y el cautivo no conoce la cárcel donde ha ido a parar. La libertad es disponerse a conocerla.

      ¿El texto está afuera, o está adentro?

      Ponerse en el texto es ubicarse. Hablar en el texto es decir que desde aquí veo cuanto me rodea, y que, desde este lugar, ningún otro lo había visto. Escribir es manifestar que mi cabeza es el centro del cielo, y es hacer que lo sea.

      Ponerse en el texto es desubicarse. Escribir es perder la posición. Es manifestar que los ojos que me son desconocidos son todos la estrella central de la galaxia, y es hacer que lo sean.

      Tratar de conocer el lugar es moverse. No parar. No ir a parar a ningún lado. No moverse.

      No se puede conocer el lugar mientras se está vivo, ocupado de vivir.

      Si supiéramos dónde estamos, sabríamos qué decirnos. Pero la vida no puede conocer el mundo. Para conocer el mundo hay que haber muerto.

      Uno escribe para hacer un lugar.

      El texto es un país. Tiene leyes que lo constituyen. Escribir el texto es hacer las leyes del texto, y, al hacerlas, encontrarlas. Y, al encontrarlas, disponerse a cumplirlas. Querer incumplirlas.

      Escribir un texto es todavía no poder cumplirlo ni violarlo. Es prometerlo.

      Uno escribe: abre un espacio donde podría estar. O un espacio que podría ser lo que se prometió que uno sería.

      “La expresión es la apertura de un lugar externo donde se despliega y se dispone –donde toma posiciones y se ordena– lo que adentro tiene un orden incognoscible; lo que adentro existe increado”. (Eso dije con una de las voces que a veces me disfrazan).

      Uno escribe para estar en varios lugares a la vez. O en dos.

      ¿Sería posible un texto que no fuera un espacio?

      Sería compactísimo. No tendría aire: en él no sonarían las palabras. Sería denso como el núcleo de una estrella. Invisible para el ojo humano, como el núcleo de una estrella. Pesadísimo. Ilegible pero conjeturable, como el núcleo de una estrella. No sería un texto.

      Crear un texto es someterse a las distancias: a la dilatación, a la separación, al desprendimiento.

      Escribir es ponerse. Ir poniéndose y no parar.

      Escribo en una lengua que se formó lejos de aquí.

      Alguien que sigue en mi sangre trajo esta lengua de otro mundo, donde él había sido de una forma que quería olvidar; donde lo había vestido una pobreza que él quería negar. En medio del océano tuvo que morir para llegar aquí y volverse otro. De su viejo mundo traía su lengua entera como una palabra que se trae del sueño; solo que del sueño no se traen palabras, ni se trae nada más que el miedo y el deseo (y, a veces, los hombres traen del sueño su propia descendencia irrealizable: cuando, después de haber acariciado la visión de una mujer o de otro hombre –o de un íncubo, o un súcubo–, sueltan su semilla, que queda muerta en la sábana: esa polución nocturna, que solo fecunda a la noche, puede ser una imagen de mi lengua).

      Escribo en una lengua que se formó sin ver nada de lo que había en este lado. Hablamos este latín en la selva; en el ámbito del jaguar, de la guerrilla, del indio quebrantado, de la secuestrada y la araña gigantesca. Escribir en español americano es estar perdido y pedir redobladamente un lugar donde se pueda hablar. Nuestra lengua no es nuestra región ni es región alguna. No comporta una declaración de pertenencia: es un testimonio de exclusión, la huella de la no correspondencia, la prueba de la continuidad del sueño. En esta lengua declaramos que queremos hacer una nueva ley y también librarnos de la ley; lamentamos tener esperanza y saber que no la tenemos. En cada palabra queremos enriquecernos y encontramos otra vez la muerte, como el español en América.

      No es madre ni es mundo nuestra lengua, en la que ya se supo cómo es estar muerto.

      Esta lengua es el más allá.

      La imaginación es el amor: el vínculo entre lo visible y lo realmente existente.

      Imaginar es estar atento a lo que hay, buscar el lazo entre las cosas, reconocer y desbrozar los caminos que llevan de una a otra, y abrir caminos diferentes, que lleven de otra a otra. Es moverse a través de las cosas y con ellas: vinculándolas, vincularse.

      En la imaginación viven los caminos.

      Si he pensado, ha sido porque amaba: porque quise recorrer el camino entre aquí y allá.

      Si he tenido un pensamiento, es porque he sido amada: porque se quiso que yo recorriera el camino.

      Amar es estar en otra parte.

      El que ama dice: “Estoy donde no es aquí”.

      Pero el que dice “no aquí” dice, en el momento de decir “aquí”, que no está allá. Entonces amar es ir.

      Esto debe ser la intimidad: reconocer que se está en el lugar donde se sabe que no se está.

      La intimidad es la insistencia.

      El centro oscuro –esto, aquí, mi lugar– está abandonado. Aunque haya brillado y aunque luego brille, el presente del centro oscuro es su estar abandonado.

      (Pero escribir eso, tratar de saberlo y de decirlo, también es el disfraz: la composición, la representación del fondo blanco luminoso, la búsqueda de la legibilidad y del amor bajo una lámpara, en el parche de luz donde no se encuentran, donde no se han perdido).

      ¿Qué abandono de mí misma hará falta para que yo me encuentre viva donde la abandonada; para poner el corazón brillante –que no aclara pero esplende– en el lugar vacío, oscuro, presente del corazón?

      Desvincularse. Ir a donde nada necesita asociación ni camino. Ir dejando atrás la imaginación. Ir a donde la oración –toda escritura, todo espacio– es sobrante porque todo está en sí mismo sosegado, incomprensible, junto.

      Todo está en otra parte. Mi mesa: mientras como sola en ella, come en ella un hombre frente a dos mujeres, en este mismo lugar pero que es otro, adentro, afuera, un poco desplazado, un poco arriba, flotando, soterrado, dentro del vidrio