La divertida aventura de las palabras. Fernando Vilches

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Название La divertida aventura de las palabras
Автор произведения Fernando Vilches
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417241339



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interjecciones; de que, para cazar un mamut que lo superaba en fuerza y velocidad, tendría que comunicarse con los otros miembros de su cuadrilla, panda o tribu y organizar una estrategia común.

      Y alguno de aquellos humanos, probablemente, tomaría la iniciativa e iría creando palabras o sonidos diferenciadores para convencer, para pedir, para ordenar y, en nuestro ejemplo, para indicar a los otros dónde situarse y cómo actuar en el momento oportuno con el fin de conseguir vencer al gran mamut. Lo que ya no sé es si, en aquella época, el líder aprovecharía su recién adquirido poder para colocarse en la retaguardia, como ha sido habitual en tiempos más cercanos al nuestro.

      Siempre defiendo en mis clases que el invento más emocionante e importante del ser humano ha sido el lenguaje (primero, el oral y, luego, el escrito). A partir de ahí, empezó realmente a diferenciarse ese homínido de los animales con los que convivía o se cruzaba. Y solo a partir de ahí.

      Al hilo de estas y otras muchas reflexiones, de mi permanente empeño por contagiar mi amor por la lengua española y su cuidado a todo aquel que me escucha, en una de nuestras deleitosas conversaciones frente a una taza de café, mis dos amigos y editores Ricardo Artola y Andrés Laina (este, además, compañero del colegio), me instaron a pensar en componer un libro sobre la lengua que aunase el instruir con el deleitar. Que fuera mostrando el genio de nuestro idioma (que se va perdiendo con los usos espurios que nos han traído los nuevos tiempos y las nuevas tecnologías) y que sirviera a los lectores de ayuda para mejorar su forma de expresarse, de escribir o de hablar, al tiempo que pasaban un buen rato.

      Quienes se acerquen a este libro y lo doten de existencia (la literatura la crea el lector, decía Paul Valéry) convendrán conmigo en que, con independencia del año en que nos tocó estudiarla, la asignatura de Lengua Española era la más aborrecida de todas, sí, incluso más que las matemáticas. Pasábamos interminables horas haciendo análisis sintácticos sin saber para qué nos serviría eso, y éramos testigos de cómo el profesor encontraba, en los comentarios de texto preparatorios del gran examen que daba acceso a la Universidad, tropecientas figuras retóricas (desde el oxímoron hasta el anacoluto), figuras que, por supuesto, después no aparecerían ni por asomo en el dichoso examen.

      Y, efectivamente, ¿cuántos de ustedes han necesitado el oxímoron para sobrevivir en este proceloso mundo? Pocos, seguro. Sin embargo, y aunque no sean conscientes de ello, todos han incurrido más de una vez en el anacoluto («Falta de correlación o concordancia sintáctica entre los elementos de una oración») y, además, somos testigos de su empleo diario en los discursos políticos y en las entrevistas periodísticas. Conviene apreciarlo para no perder el hilo de lo que se nos está contando, aunque ese hilo conductor nunca haya estado previamente en la cabeza del que habla (especialmente, si es político).

      La lengua es imprescindible en nuestra vida para realizar todo tipo de actos. Al principio, el bebé es un animal de sonidos y de gestos que, prácticamente, no hace más que llorar y dormir. Pero ese llanto no es igual siempre: empleará uno para comunicar que quiere comer o beber; otro, porque quiere dormir; un tercero, porque siente dolor o molestias, las típicas de su temprana edad. En ese primer momento, solo la madre posee la ciencia ancestral, el conocimiento de tan peculiar diccionario que le permite entender e interpretar cada uno de esos llantos.

      Poco a poco, a medida que va escuchando a los de su alrededor, oyendo las palabras que van pronunciando sus abuelos, padres, hermanos…, empieza a modularse su cerebro para apresarlas y devolverlas con su sello particular, con esa expresividad inigualable y esa pronunciación maravillosa de trabalenguas con la que comienza su salida lingüística al complicado mundo al que ha venido («Iba corriendo y, de repronto, me caí»).

      De ahí la importancia de hablar lo más correctamente posible y con la mayor riqueza léxica a nuestros hijos desde pequeños, para que vayan adquiriendo un lenguaje variado, rico y preciso como recurso imprescindible para la resolución de las diversas situaciones que tendrán que afrontar en la guardería o en el colegio, sin la presencia y la ayuda de sus mayores.

      Y quiero pedirles disculpas, pacientes lectores, por mi deformación profesional. Son muchos años manejando términos y conceptos muy técnicos a partir de mi labor como filólogo y profesor, por lo que, al final del libro, colocaré un glosario —en su acepción de ‘catálogo de palabras’— en el que les explicaré lo que significan, para evitar la confusión de ustedes y mi posible pedantería. Estas palabras irán con un asterisco a lo largo del texto.

      Cuando una persona tiene un buen dominio del lenguaje, nos llama la atención. Ese «estilo lingüístico» que no sabemos muy bien en qué consiste, pero que notamos inconscientemente como la brisa que nos envuelve en un día de verano y que nos hace sentir alivio. A quien habla correctamente, cuidando su expresión, empleando palabras con ecos que recuerdan los orígenes del ser humano, le escuchamos con fruición, nos sentimos muy a gusto y la conversación fluye sin percibir que es el dominio del lenguaje el que da valor a la comunicación.

      Comunicar viene de comunión, de ‘compartir con otros lo que sentimos, pensamos, creemos’; lo que nos inquieta, lo que nos preocupa, nuestras alegrías y tristezas. La maravilla del lenguaje que nos hace diferentes del resto de los seres vivos. Informar, sin embargo, es ‘contar a otros hechos o sucesos que desconocen’. En ambos casos, poseer el lenguaje nos hace sentirnos bien. Con ese buen dominio somos capaces de ahorrar en palabras, porque encontramos las justas, y de comunicar o informar con precisión por la economía del lenguaje, que es otra virtud de quienes lo dominan.

      Escuchar a otros hablar bien, con palabras llenas de historia y de vida, es sabernos más humanos y recuperar la fe en el otro. Es llenarnos de sentido común, de reflexión, y enriquecer nuestras relaciones. Hablar bien es ampliar las posibilidades de un futuro mejor, a partir de un presente lleno de esperanzas. Hablar bien es muy importante. Es fundamental, no solo para defendernos ante los tribunales o para vender más que la competencia; hablar bien es primordial para desarrollar con éxito todas nuestras actividades profesionales y personales a lo largo de la vida.

      En los tiempos que corren, cuando el «todo vale» nos invade, parece un despropósito reivindicar aquella máxima clásica que decía «la forma es el fondo»; hermoso principio que exigía al orador o escritor no solo transmitir una idea, sino transmitirla de forma adecuada. Ahora se diría que lo que se lleva entre nuestros jóvenes, y no tan jóvenes, es ese doloroso «pero se entiende, ¿no?», que menosprecia la forma en que se expresan las ideas o los sentimientos y parafrasea, aun sin saberlo, al pacífico Sancho Panza en aquel capítulo en el que recrimina a su señor don Quijote:

      Dijo Sancho a su amo: Señor, ya yo tengo relucida a mi mujer a que me deje ir con vuestra merced adonde quisiere llevarme. Reducida has de decir, Sancho —dijo don Quijote—, que no relucida. Una o dos veces —respondió Sancho—, si mal no me acuerdo, he suplicado a vuestra merced que no me enmiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir en ellos, y que, cuando no los entienda, diga: «Sancho o diablo, no te entiendo»; y si yo no me declarare, entonces podrá enmendarme, que yo soy tan fócil… No te entiendo, Sancho —dijo luego don Quijote—, pues no sé qué quiere decir soy tan fócil. Tan fócil quiere decir —respondió Sancho— soy tan así. Menos te entiendo agora —replicó don Quijote—. Pues si no me puede entender —respondió Sancho—, no sé cómo lo diga: no sé más, y Dios sea conmigo. Ya, ya caigo —respondió don Quijote— en ello: tú quieres decir que eres tan dócil, blando y mañero, que tomarás lo que yo te dijere y pasarás por lo que te enseñare. Apostaré yo —dijo Sancho— que desde el emprincipio me caló y me entendió, sino que quiso turbarme, por oírme decir otras doscientas patochadas (Don Quijote de la Mancha, II, cap. VII).

      A mi juicio, y a pesar del menosprecio que siente la juventud en general hacia el buen uso del lenguaje, si un chico se acerca a una chica y le dice algo así como «Oyes, tía, joder, qué buena estás», a poco que la moza esté medianamente educada en un ambiente social normal, va a tener pocas probabilidades de éxito, y no porque el fondo de lo que está queriendo transmitir no sea adulador, que lo es, sino porque la forma en la que lo expresa es completamente inadecuada.

      La