Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

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Название Conquistadores de lo imposible
Автор произведения José Ángel Mañas
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417241353



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y frutas amontonados en grandes cestas venidas de las chinampas.

      —¡Esto es todavía más ruidoso que el mercado de mi pueblo! —exclamó Alvarado.

      Los artesanos proponían lozas decoradas con dibujos de todo tipo sobre telas extendidas por el suelo. Los había que vendían tarros de miel del valle y lotes de leña en sacos, las pequeñas y grandes canoas que se utilizaban en Tenochtitlán y esa extraña planta, tabaco, que empezaban a descubrir. Y sal extraída de la laguna. Y pescados de ojo fresco. Y unos panes de maíz a los que se habían acostumbrado, aunque echasen en falta el trigo.

      Por todas partes, hombres armados controlaban con malas o buenas caras que las transacciones fuesen pacíficas y que circulasen sin problemas los granos de cacao que servían para realizar los intercambios.

      —Parece mentira que no tengan monedas —observó Sandoval.

      Todo lo ojearon sin bajar del caballo. Por la plaza desfilaron en paz. Los tenochcas, si acaso, los ignoraban. Los pocos que se acercaban, al comprobar que no tenían ánimo de comprar, sino, como explicaron Marina y Jerónimo, solo de admirar, pronto se alejaron en busca de mejores clientes.

      No parecía que se estuviera preparando nada contra ellos. Al cabo de algo más de una hora, abandonaron el lugar tranquilizados. Las únicas malas actitudes eran de los criados de Moctezuma, no de la gente del pueblo.

      El sol iluminó desde lo alto la gran plaza, mientras se dirigían al centro ceremonial, el otro gran espacio público.

      3

      El centro ceremonial, reservado a la liturgia, lo frecuentaban mayormente sacerdotes y gente perteneciente a la nobleza local, los pipiltín. Monumentales construcciones piramidales rodeaban el gran cu, el Templo Mayor, situado en el centro de la explanada.

      Hasta el momento no habían subido a los adoratorios, pero Cortés había manifestado a Moctezuma su intención de visitarlos. La tarde anterior le envió recado, recordándoselo. Y Moctezuma, quién sabe si temiendo alguna ofensa, había decidido estar presente.

      Los tenochcas más madrugadores lo vieron, pues, salir a primera hora de su palacio en litera, rodeado por un nutrido cortejo. Con una vara mitad de oro que simbolizaba su autoridad, había subido con sus papas hasta la plataforma en lo alto de la pirámide principal, donde a esas horas aún sahumaban con copal en honor a Huitzilopochtli, al que alimentaban con sangre humana para que pudiera derrotar a la noche, como explicó Jerónimo, y salvar así al mundo de quedar sumido en la oscuridad.

      Cortés y sus capitanes pasaron a caballo entre el Tzompantli, el manantial sagrado, rodeados de calaveras humanas, y la cancha del juego de pelota, de cuyo interior llegaban los gritos de quienes animaba a los jugadores, descalzos y con taparrabos y tiras de cuero para proteger los muslos, que, divididos en equipos, golpeaban con codos y rodillas una pelota de hule tratando de introducirla en el hueco horadado en una piedra de granito elevada.

      —Se entretienen como niños persiguiendo una pelota… —dijo Cristóbal de Olid.

      El juego se asociaba a festividades religiosas, aunque también se solucionaban con él litigios entre vecinos. En días anteriores, algunos españoles se habían mezclado con el público para observar, pero hoy no le prestaron atención.

      —En Castilla algo así nunca arraigaría —dijo Alvarado convencido.

      —Yo os puedo asegurar que no es un juego inofensivo —dijo Jerónimo, que ya lo conocía de la época de su cautiverio con los mayas—. Y también se practica golpeando únicamente con la cadera, que es más complicado.

      El templo de Quetzalcóatl era el único de planta circular del conjunto. Más allá vieron una torre cuya entrada simulaba las fauces de una serpiente, con grandes colmillos y muy abiertas, como para tragar las almas de quienes pasaran. Aquello era el sacrificadero, explicó Jerónimo. Dentro había, entre las paredes renegridas por el humo y las costras de sangre, ollas grandes y cántaros y tinajas donde se cocinaba la carne de los sacrificados.

      No muy lejos había otra construcción piramidal donde se realizaban la cremación y los ritos funerarios de los señores tenochcas.

      4

      —También aquí todos parecen razonablemente tranquilos…

      Sin dejar de mirar a su alrededor, se detuvieron junto al lugar donde esperaba parte del séquito de Moctezuma, con su litera vacía. Echaron pie a tierra. Estaban junto al talud del lado más ancho del Templo Mayor. Allí esperaron a que el tlatoani, desde lo alto del cu, mandase a buscarlos.

      Solo entonces subieron los ciento catorce escalones de piedra que llevaban hasta la plataforma donde ardían permanentemente grandes braseros quemando ofrendas en honor a Huitzilopochtli. Subieron pausadamente, notando el peso de sus armaduras. Las alfardas que limitaban las gradas estaban rematadas en la parte inferior por unas cabezas de serpiente de mal augurio…

      Ninguno se sintió especialmente contento, pese a que les tranquilizaba comprobar que en la ciudad no había alboroto.

      —Esto es más largo que un día sin pan… —protestó Sandoval.

      Ya en lo alto del templo, la media docena de papas que esperaban junto a Moctezuma comentaban algo entre sí divertidos. Llevaban vestiduras de mantas prietas, capuchas, un cabello tan largo como mujeres y trenzado de manera propia.

      —Estos se mofan de nosotros —dijo Alvarado—. Y ya sabemos por qué…

      El propio Moctezuma parecía más arisco. Ese día no llevaba el penacho y, sonriendo casi imperceptiblemente, les salió al paso entre los braseros.

      —Cansado os veo, señor Malinche, de subir a nuestro gran templo…

      —Os equivocáis, alteza. Los teules no nos cansamos nunca —replicó Cortés, recuperando el fuelle. De paso comentó con cierto retintín que el cu de Cholila tenía, si no recordaba mal, ciento veinte gradas: «Seis más que vuestro templo», apuntó.

      La referencia no era baladí y Moctezuma, molesto, recuperó de inmediato la seriedad. Tomando por la mano a Cortés, mientras el viento agitaba su melena, señaló a su alrededor.

      —Mira esta gran ciudad, Malinche. Mirad todas las ciudades que hay en el agua de la laguna, por las orillas. ¿No os impresiona lo que veis?…

      5

      El templo señoreaba Tenochtitlán y la isla de Tlatelolco. Desde su cima se veía el enjambre de su mercado en medio de la gran explanada del islote vecino y las ciudades cercanas de la laguna. Hormigas diminutas atestaban las calles y circulaban por las tres calzadas que llevaban a la capital: la de Iztapalapa, por la que habían entrado, la de Tacuba, hacia el oeste, bastante más corta. Y la de Tepeaca, al norte, menos transitada.

      Se veía el caño que transportaba agua dulce, el acueducto que, procedente de Chapultepec, corría paralelo a la calzada de Tacuba, pasando entre chinampas llenas de cultivos y abonadas, les habían dicho, con los excrementos de la ciudad, y los innumerables puentes de las calzadas, algunos elevados para dejar pasar a las canoas que circulaban por los canales en número casi tan importante como quienes caminaban por las calles.

      Muchas manzanas rodeadas de agua eran como islas cuadradas que no se comunicaban sino a través de unas maderas a modo de puentes levadizos. Y sobre el conjunto destacaban las torres fortificadas y, sobre todo, los grandes cúes, con sus braseros, de entre los cuales el más alto e imponente era el Templo Mayor, sobre el que ahora se hallaban.

      Moctezuma señaló los edificios principales.

      —Esa, ahí abajo, es la cancha de nuestro juego de pelota, que creo ya habéis visto. Los partidos de hoy se organizan en honor vuestro. Hacia el sur está el templo del Sol, la construcción circular de ahí abajo está dedicada a Quetzalcóatl. Y aquel es el cu de Cihuacóatl.

      »Esa torre es la residencia donde viven los papas que tienen a su cargo los adoratorios. La alberca tan limpia es exclusivamente