Sesenta semanas en el trópico. Antonio Escohotado

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Название Sesenta semanas en el trópico
Автор произведения Antonio Escohotado
Жанр Путеводители
Серия
Издательство Путеводители
Год выпуска 0
isbn 9788494862250



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Calatayud o Ponferrada no es lo mismo.

      23/8

      Hundidas algunas empresas locales con la crisis, dinero fundamentalmente europeo ha convertido los mejores sitios en destinos inaccesibles, forzando a elegir entre una gravosa clase preferente o una insalubre clase turista. Los pocos lugares gratos que no han sufrido esa uniformización muestran claros signos de decadencia, como un coche que diez años atrás funcionaba bien y ahora renquea. Geografía aparte, Samui y Torremolinos sólo se distinguen por el tamaño de los edificios, que aquí rara vez superan los dos pisos. No hay asomo de sitio para alguien distinto del turista que viene a pasar unos pocos días, salvo padeciendo legiones de mosquitos, cochambre y aislamiento.

      ¿Qué hago aquí? Una pipa de opio prometería energía y reflexión desapasionada. No tengo nada parecido, y me arrastro al restaurante de la playa sin cambiar las alpargatas por chanclas, cuando no hay zona sin charcos y el esparto mojado ya no seca jamás. Como sustituto del jugo de amapola he bebido un buen trago de jarabe para la tos, provisto de su sedante codeína, y a pesar de los pequeños infortunios en cadena no puedo omitir que el sitio es distinto de lo anticipado. Camareros y camareras sonríen, un aroma a comida apetecible surca el ambiente. Ofrecen una nécora bien salseada, tras la sopa tradicional de pollo en leche de coco verde. Al lado de mi mesa hay un pequeño altar budista cargado con diversas ofrendas —vaso de agua, fragmentos de comida picoteados por un trasnochador pájaro, palitos de incienso, escayolas polícromas—, y el calor interno del jarabe va invadiéndome a la vez que la brisa marina alivia el externo. La cajera me parece seductora, tan menuda y elegante, cincelado su medio perfil por algún maestro de la hermosura. Pido un par de chupitos de buen whisky, los saboreo despacio, y tras la última cerveza decido que las cosas no van tan mal como ayer. A pesar de que la playa sea mucho peor, aquello cuesta la mitad que el alojamiento previo; urge menos la búsqueda de alternativas. En realidad, detalle a detalle sólo he encontrado un culto parecido a la belleza en Francia, aunque los campos, casas y jardines franceses sean tan distintos.

      ¿Miedo? ¿Asco? Algún día podría arrepentirme de una rendición tan prematura. No es repugnancia ni paranoia, sino el agudo incordio de mantener la guardia alta incluso aquí lejos, en un país supuestamente baratísimo y relajado por todos conceptos. El edén modesto —terrenal— me está saliendo caro y tirante, como las escapadas que no fructifican. Pero es ilegítimo confundir mediocres peripecias con el favor o disfavor de Fortuna. Mal puede uno escapar de apenas nada, y mucho menos de la propia sombra, tan automática e intangible. Mi talante gruñón omite que la gratuidad de los paraísos resulta ilusoria, y eso es todo. Pregúntese a Adán y Eva, que fueron expulsados de uno como okupas por un ángel de espada flamígera. Samui no es un verdadero edén —lleno por eso mismo de peligros metafísicos e insalvables peajes—, sino un sitio algo más humilde, interesante en principio.

      29/8

      Encontré una casa deseable, que combina estar hecha hace tres años con una hermosa arquitectura tradicional. Es un dúplex espacioso, con mucha luz, donde predomina la madera. Todas las esquinas de los techos exhiben ese remate elegante y característico de los templos y palacios thai, que es como una estilizada cabeza de pterodáctilo vista de perfil. Tiene teléfono, dos habitaciones, rudimentaria cocina, algunos muebles pasables y un encantador jardín, alfombrado de césped y enriquecido por numerosas plantas y frutales. Como aquí todo crece tan rápido, tres años han bastado para que cocoteros, papayos y bananos tengan el tamaño de naranjos y ciruelos con medio siglo de vida. Sathien, el jardinero, imita ventajosamente nuestros setos de boj con hibiscos y otros arbustos, en especial uno que produce espectaculares flores amarillas. Los ventanales del piso de abajo necesitan mosquiteras móviles, el piso de arriba requiere aire acondicionado, y la renta es disparatadamente alta. Herr Hauptmann, el propietario, me llamó desde Düsseldorf proponiendo un arreglo leonino: bajaría el precio de 40.000 a 35.000 bahts5 mensuales, montaría las mosquiteras y el aire acondicionado del piso superior, pero exigía al menos seis meses de alquiler, garantizados por un adelanto inmediato de tres, que serían devueltos al cumplirse el semestre. Su administrador, cierto bufete de Bangkok, me hizo llegar un contrato con docenas de estrictas cláusulas, incluyendo un inventario que detalla número de cacerolas, sartenes, coladores y ceniceros.

      Firmarlo era no ahorrar un céntimo, quedarse a medio kilómetro de la playa y, sobre todo, renunciar a mudanzas dentro o fuera de Samui. Pero decidió una mezcla de pereza y desfallecimiento, unida a la gracia del sitio. Ahora tengo Internet, y delicadezas como un pequeño estanque con lotos azules, peces pequeños y ranas, cruzado por un minúsculo puente de maderas Otras tres casas del mismo estilo, aunque algo más pequeñas, completan ese claro en la espesura del palmeral. Dos cosas magníficas son buena luz, para el día y para la noche, y un pequeño estudio en el piso superior con vistas a la selva gracias a un gran ventanal con forma de triángulo, donde monto de inmediato el portátil. Con alborozo, dedico la primera noche a transcribir parte de las notas sugeridas por los Principios de Menger. Claras de cerveza y anacardos son el combustible. Esa misma tarde, mientras compraba un par de litros de yogur en una tiendecita del camino, topé con un póster muy difundido en tiempos de Woodstock. Es el daguerrotipo de una piel roja norteamericana, que acompaña a cierta profecía de la tribu kree: «Cuando hayáis talado el último árbol, envenenado el último río y capturado el último pez descubriréis que el dinero no puede comerse.»

      30/8

      Siempre me pareció sensato situar el dinero entre los objetos indigeribles, pero el pronóstico piel roja me llega junto a la aldea tailandesa de Mae Nam, y suena distinto. A finales del siglo XIX, en Birmania los adquirentes iban de compras con una pieza de plata, martillo, cincel, balanza y pesas, para con ayuda de un yunque (puesto a su disposición por el vendedor) cortar el trozo adaptado a cada adquisición. En Siam, dada la falta de moneda pequeña, los adquirentes debían a veces dar la misma pieza a dos o tres vendedores distintos, encargándose ellos de su posterior reparto, o bien recibir a cambio de su compra algunas medidas de arroz. No menos curiosos eran hábitos comerciales de los mexicanos precolombinos, que desconocían hasta la balanza y adquirían cosas usando bolsitas con granos de cacao, oro en polvo metido en los cañones de plumas de ganso e incluso finas láminas de zinc. En África era más habitual pagar las transacciones con sal y con esclavos, mientras en el curso superior del Amazonas el equivalente a esos bienes resultaban ser panales de cera y miel.

      Descubrimos el dinero muy tarde, allí donde había ya agricultura intensiva, metalurgia y arte ingenieril, gracias a especuladores que osaron acumular ese nuevo tipo de mercadería cuando los demás se dedicaban a atesorar bienes tradicionales, anticipando la ventaja de poseer objetos con una capacidad de venta superior a cualesquiera otros. Aunque al principio las monedas fuesen trozos de metales útiles pero no nobles (cobre y hierro ante todo), y aunque parecía temerario cargarse de cosas ni nutritivas ni acogedoras ni ornamentales, su apuesta sentó las bases de economías complejas, que acabaron descubriendo las ventajas de la plata y el oro si se combinaban con un sistema de pesas y medidas. El primer dinero parece haber consistido en cabezas de ganado, medio de pago para todos los antiguos moradores de Europa. Reses, caballos, ovejas y otros animales útiles presentan manifiestos inconvenientes para sostener el intercambio, compensados tan sólo por su capacidad para autotrasladarse, que les hizo preferibles a grano, materiales de construcción, aperos e incluso tejidos. Y las primeras monedas llevan efectivamente el troquel de algún animal, sello que se conserva también a nivel lingüístico: pecuniario y peculio vienen del latín pecus («ganado»); en árabe el singular mâl («ganado») significa en plural «dinero», y los griegos usaban boios («buey») como base para cifras económicas importantes como dekaboion, hekatoboion, etc.

      Sin embargo, la vida económica no despegó hasta que metales nobles, de peso y pureza controlados, se combinaron con otros medios de pago —letras de cambio, cheques, acciones, bonos— que evitaban en medida mucho mayor dificultades de almacenaje y posibles fraudes (muchos emperadores, por ejemplo, «sudaban» su propia moneda para fundir y reacuñar esas limaduras). Progresivamente espiritualizado y cómodo, el dinero acabó siendo papel difícil de falsificar, luego el plástico de las tarjetas de crédito y ahora la combinación personal de números que se introduce en Internet. Comparado con las dificultades del trueque antiguo, el intercambio resulta ahora tan infinito