Название | Sesenta semanas en el trópico |
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Автор произведения | Antonio Escohotado |
Жанр | Путеводители |
Серия | |
Издательство | Путеводители |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788494862250 |
Hay todavía quien dice odiar el dinero, y sobre todo a los adinerados, proponiendo que en lugar de sacarse cada individuo y cada familia sus castañas del fuego acudamos todos a dependencias donde nos entreguen gratuitamente cierta cantidad igual de alimentos, bienes de equipo y billetes para ir alguna vez al ballet o a la ópera. Así nos libraríamos de lo que estas personas llaman el «horror económico», cuyo fundamento son las necesidades de bienes sentidas autónomamente por cada cual. Otros, entre los cuales me incluyo, ven en ese supuesto horror el nervio de nuestro progreso material y moral. A cambio de un futuro siempre incierto, no hacemos cola para recibir la ración mensual de arroz, mantequilla o vivienda establecida por algún autócrata, sino que cada uno se lanza a realizar personales aspiraciones, tejiendo una malla de servicios que eleva hasta extremos antes impensables el nivel y la expectativa de vida para individuos y grupos.
Según Menger, para despreocuparnos de la economía en general necesitaríamos o que los actuales bienes se multiplicasen de modo casi infinito (hasta dejar de ser bienes escasos y, por tanto, económicos) o que las necesidades humanas adelgazasen de modo casi infinito (hasta poder satisfacerse con el producto de un trabajo sin incentivos individuales, estrictamente colectivizado). Es sin duda esto segundo lo que pusieron en marcha distintos mesías totalitarios desde principios del siglo que acaba de terminar, inaugurando una pseudoproducción para el consumo, orientada de hecho al imperio del espionaje y la violencia. El mesías propone que es mejor vivir sin dinero; con unos buenos vales para cubrir legítimas necesidades, pues a fin de cuentas el dinero no se come, corrompe a las personas y arruina el medio ambiente.
Al otro lado del río están los anónimos especuladores del pasado remoto, decisivos para la consolidación de una cosa tan indigerible y peligrosa. Mientras campesinos, terratenientes y nobles acumulaban bienes con alto valor de uso, ellos se atrevieron a vender tierras, alimentos y cualquier mercancía menos intercambiable que piezas de cobre y hierro, aparentemente estériles. Pero al simplificar los intercambios, base del proceso acumulativo, hicieron por la prosperidad bastante más que todos los profetas, redentores y estadistas juntos: le dieron al comercio su instrumento idóneo, contribuyendo decisivamente a remediar la penuria y el aislamiento de ilimitados congéneres. Que todavía tantos no lo vean así, e incluso propongan odiar a esos benefactores del género humano, muestra hasta qué punto se adhieren —consciente o inconscientemente— al modelo clerical/militar. Es racionalismo superficial, miope mandobediencia.
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Salvo unos pocos centenares de pescadores y plantadores, ya establecidos antes de 1970, absolutamente todo el mundo aquí es turista o vive del turista. Eso funda una sensación de artificio y timo, que crece por momentos. Algo análogo recuerdo en España, cuando cesó el bloqueo a Franco y empezaron a llegar visitantes a nuestras playas. Pero la diferencia del caso es anímica. Con más o menos barbarie, nosotros vimos en aquellos primeros turistas no sólo portadores de divisas sino de progreso. Aquí prospera más bien una reserva básica («no nos avasallarán»), sumada a rencor hacia el foráneo («ricacho maleducado»). Cabría hasta decir que tienen complejo de inferioridad. Pero ser enfermizos, pobres e incultos —aunque sólo sea en términos relativos— no determina un complejo, sino una inferioridad real. Nosotros agradecimos al turista y al viajero que acudiesen, dando la bienvenida a su dinero tanto como a una concomitante modernización de costumbres. Por. estas tierras la bienvenida parece limitarse al dinero. Al mismo tiempo, hacer zapping con el televisor lo revela fascinado por McDonald's, Hollywood, Adidas, Nike y Levi-Strauss. Los ibéricos querían aprender cosas de los europeos, mientras el asiático del Sureste no lo tiene tan claro.
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Rumiando estaba estos desprecios, e inmóvil en mi confortable redil, cuando llegaron unos buenos amigos de Madrid. Era motivo sobrado para recorrer la isla, y a la hora del almuerzo nuestro jeep descubría cierta calita angosta del suroeste, cuyos cien metros escasos de anchura dan para dos resorts. Caímos en el de la izquierda por no torcer a tiempo en el sinuoso camino de tierra, y fuimos puestos otra vez ante el paisaje-imán: fina arena blanca que dibuja un arco jalonado por palmeras y almendros tropicales, mar casi inmóvil y refulgente. Pasando de lo magnético a lo concreto, algunas cabañas y un pequeño bar-restaurante enmarcan una orilla muy empedrada, que sólo dejaría de ser incómoda cuando subiese la marea, ya de noche. La camarera es un raro espécimen de mujer tailandesa, muy corpulenta y con gafas a pesar de su juventud. En vez de frigorífico para las bebidas tienen una fresquera alimentada con paquetes de hielo. Pedidas las cervezas, dudábamos sobre quedarnos o no hasta que llegó el propietario, un hombre de cuarenta y tantos años largos, delgado y algo escaso de pelo. Vino a decir:
—Me llamo Udom Pimsamsee, y la amabilidad de visitar el Thongson Bay Resort me pone a su servicio. Mi padre me llamó Udom con grandes esperanzas, porque Udom significa próspero, aunque me falte mucho para serlo. Y veamos. Puedo ofrecerles sopa de gallina con leche de coco, verduras y especias; arroz frito con gambas, pollo o cerdo; cerdo agridulce, guisado, como quizás saben, con piña y curry. Pero lo que vale de verdad la pena en esta época del año es el cangrejo negro, que ahora no tengo y debería ir a comprar, aunque puedo estar de vuelta con él en diez o quince minutos. ¿Por qué no me esperan tomando otra cerveza?
El modo de tratar su alopecia le prestaba un aspecto no infrecuente, parecido al del diputado Anasagasti, y como la brisa marina aliviaba los rigores del calor aceptamos su oferta. Al poco vino un prodigioso cangrejo, a medio camino entre la nécora y el buey de mar, del que no pudimos dar cuenta entre cuatro. Quizá por la calidez del agua, aquí no se necesitan tenazas para romper el caparazón ni las patas —bastan los dientes, e incluso apretar con los dedos—, y a diferencia de nuestras arañas marinas, éstas rebosan carne. Era una hembra llena de huevas rojas, que se mezclaban con la salsa de verduras y yema de huevo duro como un ingrediente más. De postre nos ofreció plátano, acompañado por unos vasos de whisky thai con sabor a coñac, que en realidad es un ron de caña algo rebajado en graduación (35 grados en vez de los habituales 40). El sol se velaba y desvelaba, potenciando la humedad como en un baño turco. Medio adormecidos estábamos cuando Udom volvió a hablar:
—Aquí tenemos el Samui Magazine, una revista mensual dedicada a mejorar los servicios de la isla y atender las quejas del turista. ¿Por qué no escriben algo, y yo me encargo de hacerlo publicar? Es vergonzoso que la gasolina o el taxi se cobren a un precio para los locales y a otro para el visitante. Es vergonzoso que algunas excursiones a islas próximas, como Tao o Phangan, obliguen a pasar dos noches allí, en vez de permitir que quien quiera regrese el mismo día, o al día siguiente. Es absurdo que en Chaweng haya sólo un cajero automático, y que en Nathon, con muchos menos habitantes, haya cuatro. Es no menos vergonzoso que la policía moleste con meticulosos registros a quienes celebran fiestas de luna llena en las playas, cuando nunca se meten en reyertas ni invaden propiedades. Nos harían un favor, desde luego, a los empresarios honrados exponiendo cualquier abuso.
La modorra se borró como por ensalmo. Udom vio que le seguíamos atentamente, y añadió un último comentario:
—Los thai no son ni mucho menos tan industriosos como los vietnamitas, pero sí el pueblo de la zona menos acuciado por la necesidad. En ninguna parte del mundo hay tantas palmeras por kilómetro cuadrado, y un coco vale un baht. Con 3.000 bahts mensuales puede vivir una familia, señores, lo cual nos ha hecho amantes de la iniciativa personal. Yo quiero muchísimo más para mi familia, ciertamente, pero siempre puedo ponerme a recoger cocos con mis padres, mi mujer y mis hijos.
El bochorno pasó del exterior al interior. Era cómodo despreciar al prójimo con generalizaciones y meterse en la camisa de Don Quintín el Amargao, confundiendo por sistema lo que a una cosa le falta con aquello que es. Allí tenía a un hombre