Название | Cuentos y Narraciones en tiempos de Pandemia |
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Автор произведения | José María Mansilla Ré |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878716374 |
Y ella volvió. Se había cambiado y ahora traía una camisa de mangas largas color blanca con pequeñas rayas celestes perpendiculares y una pollera oscura y estrecha. Cartera oscura haciendo juego con sus zapatos del mismo tono. Ahora parecía más alta y un poco más juvenil con su cabello estratégicamente suelto. Le gustó a Oscar esta nueva aparición. El perfume no era importado. ¡Era directamente francés! Él, para hacer tiempo y justificar su lugar en la mesa, ya había bebido un café y un vaso de agua. Se levantó y ayudó a sentarse acomodando la silla y comenzaron a hablar y hablar sin horarios ni preocupaciones. Oscar, como buen psicólogo de la vida, había notado que los ojos de ella iban cambiando a medida que pasaba el tiempo. Los creía ver más vivos, más alegres con una cierta felicidad acompañada de una sonrisa amable y verídica. El rigor que ella había mostrado en un principio cuando intercambiaron las primeras palabras iba desapareciendo. Él le contó lo que hacía, de su trabajo como periodista, de sus viajes, de sus anhelos. Ella le narraba de su labor en la embajada, de sus amistades, de algunos viajes y especificó que adoraba Brujas, una pequeña ciudad de Bélgica y que de vez en cuando, por lo menos dos veces al año, se tomaba el tren de París a Bruselas y de allí a Brujas a pasar un fin de semana para su regocijo. Oscar tuvo ganas de preguntarle si iba acompañada, pero prefirió callarse. En un momento sus manos se encontraron. Las sonrisas fueron un poco más notorias. El ritmo del corazón parecía tener otro sentido. Ella vio que la hora había pasado más de lo que suponía y aunque estaba en agradable compañía le murmuró:
—Oh, mon chéri… se me hace tarde… mañana trabajo y tú estás de vacaciones. —Él no le soltó la mano y ella se dejó asir.
—¿Quieres que te acompañe…? O más bien, te invito a cenar.
—No, hoy mi cena es yogur y fruta. Duraznos, cerezas, avena y yogur… tengo que bajar un kilo que tengo de más. —La miró y descreyó que tuviese un kilo de más, la veía perfecta.
—¡La mía también!... ¡qué casualidad! —contestó Oscar con picardía, y agregó—: ¡Vamos que te acompaño a la calle donde tú vives! —Ella lanzó una carcajada. Él la miró curioso y ella especificó:
—Me hiciste recordar el título de una canción que me gusta mucho, “La rue où tu habites”, vamos. —Ahora era ella quien invitaba a caminar. Oscar pagó y al salir del café el calor del verano los acarició en esa noche de julio vestida de magia. Al llegar a la puerta se miraron fijamente, con rictus de alegría, de satisfacción por el momento que esas casi tres horas de la tarde a la noche les habían dado. Parecía que uno esperaba del otro qué palabra decir. Annette rompió la tregua.
—Bueno… eso es tod… —No la dejó seguir. Aproximó sus labios a la boca de ella y la besó. Ella echó la cabeza hacia atrás, sorprendida. Lo miró extrañada, pero de a poco le fue gustando… La sorpresa le había agradado. El segundo beso fue más prolongado y sin asombro, con un montón de sentimientos desparramados entre los labios. Tal vez la rubia volvía a sentir una sensación de cariño que ya creía sepultado. Su alma reflotó de un mar de años de soledad. Y quiso más. Y se abrazaron más fuerte ignorando a los peatones y volvieron a despertar emociones adormecidas. Oscar le susurró:
—Tengo apetito de frutas con yogur… ¿me invitas? —Ella sonrió, no parecía dispuesta a invitarlo a subir. Pero después del tercer beso relajó su resistencia y subieron al primer piso de la rue Scribe 168. Afuera una nube ocultó la luna y en la recámara de ese piso parisino una luz se encendía.
A la madrugada, cuando el día se desperezaba en un amanecer que presagiaba extender los espacios de esa noche, volvía Oscar en un taxi rumbo al hotel, pletórico de situaciones vividas en tan poco tiempo, sin buscarlas, sin haberlas concebido antes, simplemente envuelto en esa magia que la vida de vez en cuando nos descubre. Y ya casi para el desayuno percibió que París… ¡era otro París!
La casa de la puerta verde
Alberto volvía conduciendo por una ruta del sudoeste de la provincia pensando en dónde pernoctaría esa noche. La tarde de primavera languidecía sin mucho apuro y hacía cálculos de que a 100 kilómetros había una pequeña ciudad que estaba seguro de que contaba con dos o tres hoteles de no muchas estrellas, pero suficientes para pasar la noche. Había hecho en una semana mil cuatrocientos kilómetros visitando pueblos y ciudades de la zona para levantar pedido para su empresa de productos de electricidad. Le faltaban cuatrocientos para llegar a su casa de la Capital y reencontrarse con su mujer y su hija, pero no le gustaba viajar de noche, más aun yendo solo con la compañía de la radio, entretenido con la música y las informaciones que lo ponían al tanto de lo que estaba pasando en el mundo. Por eso pensaba descansar en algún poblado más adelante y seguir al otro día.
Estaba haciendo cuentas de lo que había vendido y de todos los pedidos levantados para el próximo viaje y pensaba que la camioneta ya estaba siendo pequeña para transportar. Muchas veces los mandaba por flete, pero otras veces llevaba un stock para presentarlos y venderlos en el momento.
A veces las cosas fluctuaban y había viajes en los cuales apenas había salvado los gastos. “Pero hay que tener constancia”, decía. “Esta vuelta estuvo satisfactoria, así que no bien llegue a casa, a comprar mercadería antes que la inflación me gane”. Porque así se vivía desde hacía un largo tiempo.
Cinco años atrás Alberto trabajaba como empleado de una firma agrícola ganadera en la provincia de Buenos Aires. Su trabajo le agradaba, era estable, sabía todos los movimientos de la empresa y ganaba bien, pero nunca había podido avanzar más que de empleado porque siempre había un conocido de los dueños al que ubicaban en lugar preferencial y lo seguían postergando. Estaba casado hacía doce años y tenían una niña de siete. Así que, para desazón de sus empleadores, pidió la renuncia y se largó a trabajar por su cuenta influenciado por un tío, hermano de su madre. Este tío Eduardo se había jubilado de esa actividad hacía cinco años y desde ese momento la retomó su sobrino. Alberto y su mujer, antes de dejar el anterior trabajo, lo pensaron bien, razonaron los pros y contras que pudiera tener, pero al ver que al tío mal nunca le había ido si se contabilizaran un par de viajes a Europa, otros tantos a Estados Unidos, siempre con coches de la época y el buen vivir, “pues entonces mal no vamos a vivir”, se decían los esposos. La esperanza y la audacia unidas a la juventud los apoyaban con las mismas ansias de progresar, y Alberto tomó el camino del tío que a la sazón fue su mejor maestro para que pudiera encontrarle la vuelta a su destino. Tenía todo servido en bandeja, todos sus clientes, lugares para ir a ofrecer, rutas, etc. Le dejaba el pariente una carpeta lista para trabajar sin sobresaltos, salvo algún imponderable.
De regreso pensaba descansar una semana o diez días con la familia antes de lanzarse a la parte sur que le convenía más que el norte, porque muchos pagaban en efectivo y no tenía que trabajar con cheques.
A medida que iban avanzando los minutos y el tiempo, vio que en el horizonte el sol ya se había recostado en su descanso nocturno y el foco del vehículo iluminó un par de perdices que prestas alzaron vuelo desde la ruta a dos metros del bólido que iba a una velocidad de 120 kilómetros. Al principio se sobresaltó y reaccionando pensó: “Un casalito”. Y deseó que esas infelices criaturas no terminaran siendo uno de los platos favoritos de los furtivos cazadores. “Pero”, razonó. “Es la vida; con las vacas pasa lo mismo y no decimos nada”. Vio lucecitas allá a lo lejos. Era una pequeña población por la cual nunca había pasado, ya que estaba haciendo zonas nuevas y de pronto sus focos señalaban el fin del camino. Se había encontrado con una curva muy cerrada y atinó a frenar y maniobrar la dirección hacia la izquierda, pero el peso y la velocidad del automóvil fueron ingobernables, y derrapando en el pastizal que bordeaba la ruta, hizo un trompo de 360 grados y volcó dando una vuelta entera y quedando en posición