Название | Próximos días |
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Автор произведения | Francisco Ortega |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561235977 |
El matrimonio se celebró un frío sábado de mayo en la iglesia de los Ángeles Custodios de Providencia. Ella escogió el templo, yo prefería una capilla chica que queda por Lastarria, esa que quemaron para la revolución de hace unos años; pero Leticia me insistió con que los Ángeles Custodios era más central y cómoda. Los dos primeros años los redactamos como una pareja joven y moderna. Aprovechamos de viajar, de comprarnos un auto más grande y de llenar el departamento con lo último en tecnología. Leticia perdió nuestro primer hijo a los cuatro meses de embarazo, pero la depresión no duró demasiado, menos de un año después nació Martita. Le pusimos así en recuerdo de mi abuela materna. Desde entonces nuestra vida ha sido más que normal. El último mes solo ha sido eso, un mal último mes. Su miedo a la cesantía se juntó con la mala inversión de uno de mis socios, todo revuelto con la crisis post pandemia. Nada muy grave, pero vamos a tener que apretarnos el bolsillo durante el resto del año. Aún no le he dicho nada a Leticia y creo que lo mejor es esperar un par de días antes de hacerlo, después de las vacaciones (nos vamos al sur a Puerto Varas, al campo de sus padres) quizás.
–Voy al cajero automático.
Mi mujer decidió no abrir la boca. Cuando se da cuenta de que está demasiado enrabiada prefiere guardar silencio.
–Voy y vuelvo –recalqué, y luego llamé a Martita para que me acompañara–. Ponte algo encima de la polera –le pedí apenas apareció en el dormitorio con cara de pregunta.
–Hace calor –regañó.
–Hazme caso, ve por un chaleco.
–Bueno, papá –dijo y salió corriendo hacia su habitación.
Y en ese instante vino el corte.
Primero fue un parpadeo y luego todo quedó a oscuras. Desde su pieza, Matías gritó.
–Tranquilos, piensen en cinco cosas –habló Leticia–. Alberto, ve a buscar la linterna, por favor. Y no hagas mucho escándalo, que los niños se asustan –murmuró.
A tientas me apresuré hasta la cocina. Antes de abrir la cajonera donde estaba la linterna, miré hacia el exterior. El apagón había sido general, toda la ciudad aparecía sumida en la más absoluta de las oscuridades. Agarré la linterna e intenté encenderla, pero no pasó nada. Por un instante visualicé a mi mujer echándoseme encima, reclamando porque era un pésimo dueño de casa, que lo mínimo era que los aparatos de emergencia estuviesen con pilas y baterías. No necesitaba otra pelea. Di un golpe ligero y volví a intentarlo. La luz de la linterna regresó y con ella el resto de las luces. De la casa, de la calle, del barrio, de la comuna, de la ciudad, de la región. Había sido solo un apagón ligero. Volví a mirar hacia afuera y observé como regresaba la normalidad.
Saqué mi teléfono para revisar qué decían las redes. No había señal. El wifi de la casa aparecía desconectado y el 5G de la compañía en blanco.
–Tampoco tienes internet –comentó mi mujer apareciendo en la cocina con Matías y Martita.
–No –guardé el teléfono–. Este país es un desastre.
–Ya va a volver –sonrió mi mujer, por primera vez en los últimos veinte minutos.
–¿Se va a cortar la luz de nuevo? –preguntó Matías.
–No, mi amor, no fue nada, no tengas miedo –lo tranquilizó su madre–. ¿En qué cinco cosas pensaste?
–En dinosaurios…
–¿Y tú? –le preguntó a Martita.
–En nada, no tuve tiempo de pensar –levantó los hombros.
–¿Estás lista para acompañar al papá?
–Sí, lista –enseñó el chaleco que llevaba agarrado en su mano derecha.
–Bueno –respiré un poco más aliviado–. Vamos y volvemos.
2
Martita fue quien se dio cuenta de que no había autos en la calle. Y aunque era extraño que eso sucediera en una intersección tan concurrida como Tobalaba con Pocuro, al inicio pensé que se debía a algún percance en los semáforos por culpa del corte. Para evitar dar explicaciones de algo que no tenía idea, le dije que debía de ser por el calor, que la gente aún estaba metida en sus piscinas. Ella, por supuesto, aprovechó de recordar mi promesa de construir una en el patio trasero. Se lo prometí antes de mudarnos, cuando la invité junto a su hermano a conocer la casa nueva.
–No tiene piscina –me reclamó, con la mirada perdida, recordando que el condominio donde antes vivíamos sí tenía.
–El próximo año –le prometí–, y esa va a ser solo nuestra, no de todos los vecinos. Pero antes hay que agrandar la cocina…
–Bueno –respondió ella, conforme.
Aún no hay piscina, tampoco cocina agrandada.
Había poca gente en la estación de servicio: los dos encargados de la caja, un tipo terminando una bebida, un señor de unos cincuenta años sacando dinero del cajero automático y otro dependiente que luchaba con el control remoto para encontrar algo en la tele. Al parecer el apagón había desconectado el cable porque solo se veía estática.
–Papá –me habló Martita–, ¿puedo comprarme algo?
–Toma –le pasé un billete de dos mil pesos.
–Gracias, papá –y se fue directo a los anaqueles de golosinas y caramelos–. Mejor quiero un helado.
–Lo que quieras –le respondí.
–Está malo el congelador de los helados –nos advirtió uno de los dependientes–. Algo le pasó después del corte, ni siquiera puede abrirse la tapa.
Mi hija y yo levantamos los hombros resignados.
El señor que estaba en el cajero automático reclamaba en voz baja. Dos veces intentó sacar dinero antes de darse por vencido. Al retirarse me explicó que estaba aburrido de su banco, que no era primera vez que le pasaba, que las tarjetas eran un robo, que mejor iba a volver a usar cheques.
–Solo con sencillo, por favor –escuché que el cajero le decía a mi hija, cuando ella trató de cancelar una barra de chocolate con los dos mil pesos–. Es que algo también pasó con el corte de luz –me miró, adivinando que yo era el padre–, y no puedo dar cambio, ni boleta.
–Espérame un ratito –le pedí a Martita, antes de meter la tarjeta en la ranura del cajero.
Digité el número secreto, pulsé la alternativa de cuenta corriente e indiqué un giro de ciento setenta mil pesos. La máquina me respondió que la cantidad pedida superaba el disponible en mi cuenta. Lo intenté de nuevo, la respuesta fue similar. Regresé al menú y le pedí que me desplegara el saldo en pantalla. La información demoró unos segundos en aparecer. Saldo diario: cero. Disponible en la línea de crédito: cero.
Mierda.
Un sujeto a mi espalda me preguntó si había terminado.
–Adelante –le indiqué–, pero la máquina está con problemas. Pruebe si le resulta –le advertí.
Saqué mi teléfono para entrar