La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic

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Название La música de la soledad
Автор произведения Ramón Díaz Eterovic
Жанр Книги для детей: прочее
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Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789560013248



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a la plaza. Me dijo que necesitaba un informe sobre la calidad de las aguas del río que cruza el pueblo, y que pensaba mandar unas muestras a Francia. Al parecer tenía un amigo periodista o cineasta que le prestaría apoyo.

      —¿Le dio el nombre de esa persona? —pregunté.

      —No, pero días después me contó que él mismo había intentado sacar las muestras, pero que a la salida del pueblo fue detenido por carabineros con el pretexto de revisar los artículos de seguridad que deben portar los vehículos. Le hicieron abrir el portamaletas, y mientras uno de los carabineros revisaba su licencia de conducir, otro se encargó de inspeccionar la maletera. Lo dejaron seguir sin problema, pero al llegar al pueblo vecino, donde pasaría las muestras a una persona que las llevaría a Santiago, descubrió que las botellas con las muestras estaban rotas.

      —¿Qué hizo Razetti?

      —Nada, que yo sepa. Tiendo a pensar que ideó otra manera de sacar las muestras del pueblo o que quiso encontrar evidencias más concretas de la contaminación.

      —Fue entonces cuando entró a los terrenos de la minera.

      —Exactamente. La última vez que vi a mi colega fue cuando intervine para que saliera de la cárcel. Querían acusarlo de robo frustrado. Nos despedimos a la salida del juzgado y ya no nos vimos. Al día siguiente regresó a Santiago y no supe de él hasta hoy.

      —Me parece increíble que nunca consiguiera que un laboratorio competente hiciera un estudio de calidad de las aguas.

      —¿De qué se sorprende? ¿O quiere una explicación acerca de los alcances del poder? Sin ir más lejos, en las últimas semanas se conoció el caso del hijo de un senador que dio muerte con su auto a un hombre. Lo procesaron, pero enseguida salió a relucir el dinero, y el senador logró que la viuda del atropellado retirara la querella a cambio de diez o veinte millones de pesos. Toda persona tiene un precio o un punto débil.

      —¿Usted cree que su asesinato pueda relacionarse con sus actividades en Cuenca?

      —Saque sus propias conclusiones, Heredia. Se ve grande y con experiencias en el cuerpo —respondió Benavides.

      —Tiene miedo y no se lo reprocho. Ya vivió el incidente del asalto y ahora la muerte de Razetti da para pensar en cualquier cosa.

      —Por supuesto que tengo miedo, pero a mi edad no puedo salir corriendo, ni tengo mucha vida que arriesgar —dijo Benavides, y luego de una pausa, añadió—: En el pueblo había dos colegas jóvenes que me ayudaron a presentar la primera demanda. Parecían interesados en el trasfondo social del problema que estábamos enfrentando, pero decidieron irse después de las amenazas anónimas que llegaron a sus casas. Hoy, uno de ellos vive en Ovalle, y el otro se fue a Valdivia. Ambos tienen buenos trabajos en empresas relacionadas con el consorcio al que pertenece Memphis.

      —Un precio o una debilidad.

      —Si quiere saber más de precios y amenazas, converse con Gastón Zamora, uno de los locutores de la radio Primavera. Un día vino a pedirme consejo. Traía un anónimo en el que le sugerían no continuar con sus comentarios acerca de la contaminación en el pueblo. El hombre estaba muy asustado —dijo Benavides en voz baja.

      —¿Qué pasó con él?

      —Prefiero que él le cuente su experiencia. Vaya a la radio y mientras tanto, llamaré a Zamora y le daré alguna referencia sobre usted.

      —¿No tiene nada más que decirme?

      —Ya le hablé detalladamente de mi relación con Razetti. Lo demás sería entrar en redundancias.

       ***

      Pueblo chico, infierno grande. Nunca el dicho pareció tan pertinente, pensé mientras caminaba en dirección a la plaza, con la sensación de que a cada rato eran más las cortinas que se descorrían para seguir mis pasos. Seguramente ya había dejado de ser un extraño y era un sujeto con nombre y actividad conocida, del que se comentaría su abrupta salida desde el hostal de Quinet y el arriendo de una pieza en la pensión de Adriana Mercado. Más de alguien me habría visto entrar a la oficina de Benavides y corrido a comentarlo al almacén de la esquina o a la farmacia. Y me daba lo mismo, porque al final el rumor iría de boca en boca hasta convertirse en una verdad a medias, distorsionada, recreada según la imaginación o maledicencia del alcahuete de turno.

      Por un momento tuve la intención de dirigirme al terminal y abordar el primer bus que me llevara de regreso a Santiago, lejos de las garras del dinero que estrangulaban al pueblo; y cuya historia, a simple vista, era silenciada igual que tantas otras, personales o colectivas, que existían en el país. Cuenca era un lugar insignificante que un día podría ser borrado de los mapas y de la realidad.

      Me detuve frente a un muro en el que se leía la leyenda: «No permitamos que la minera contamine nuestra agua. Defendamos los derechos de nuestra comunidad». Leí la consigna y seguí mi camino. Pasé frente al hostal del próspero Diego Quinet y entré a uno de los bares que había visto al llegar al pueblo. Ocupé una mesa desde la que podía observar la calle y pedí una copa de vino blanco. Como uno más de los tantos vecinos chismosos del pueblo, miré a la gente que pasaba frente al bar y cuando al cabo de media hora la escena dejó de interesarme, pedí una segunda copa al mozo joven y gordo que no había dejado de vigilarme desde mi ingreso al bar.

      —Así que usted es el antiguo novio de la señorita Mercado

      —dijo el gordinflón una vez que me sirvió la copa—: Me alegro que finalmente se case con ella. Es guapa y buena persona.

      —¿Casarme? —pregunté al tiempo que pensaba en la respuesta que le debía a Doris.

      —Eso dijo la señora que nos trae el pan de los completos. Una boda pospuesta por muchos años. Nada mejor que una historia romántica para animar la vida social del pueblo. ¿En qué fecha será la boda?

      —Para responder a eso, primero tengo que declararme a la novia —respondí con la malsana intención de aumentar la curiosidad del mozo—. Después de eso pensaremos en el carruaje, los monaguillos y los quinientos invitados.

      —Seguro que ella se arroja en sus brazos y acepta la propuesta.

      —Con las mujeres nunca se sabe —respondí utilizando el título de una novela de James Hadley Chase que había leído cinco o seis años atrás, durante un viaje a Puerto Montt—. En una de esas no le seduce vivir en la selva amazónica, que es donde tengo mi finca con plantaciones de cacao y café.

      —¡Cacao y café! —exclamó el mozo, mientras hacia un esfuerzo por mantener su boca cerrada.

      —El paisaje es hermoso, pero hay mosquitos, arañas del tamaño de un puño y serpientes de quince metros.

      —¡Quince metros! ¿Y si la señorita Mercado no quiere ir a ese lugar?

      —Traigo las serpientes a Cuenca.

      —¿Qué haríamos en Cuenca con serpientes de quince metros?

      —Un buen tema a ventilar en la próxima elección de alcalde.

      —¡Serpientes! —volvió a exclamar el mozo mientras se dirigía al mesón del bar con una expresión de preocupación en su rostro.

       ***

      La radio comunal operaba en el segundo piso de una casona de madera, tosca y desconchada. Subí por una escalera de peldaños estrechos y llegué hasta la puerta principal. Una secretaria somnolienta me informó que Zamora leía el noticiero en esos momentos. Preguntó si deseaba esperarlo y me indicó la banca ubicada en un pasillo, desde el que se veía un cuarto de no más de seis metros cuadrados que era el estudio de grabación de la radio. Sus paredes estaban forradas con cajas de las que se usan en el traslado de huevos, más una ventanilla que comunicaba con la caseta del radiocontrolador.

      La voz de Zamora era profunda, nítida y comunicaba con seguridad los textos que leía.

      Era un hombre alto, de hombros amplios y dueño de una barriga significativa. Vestía una arrugada camisa