La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic

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Название La música de la soledad
Автор произведения Ramón Díaz Eterovic
Жанр Книги для детей: прочее
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Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789560013248



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pensará meterse en líos mientras aloja en mi pensión.

      —¿Cómo se llama el abogado?

      —Vicente Benavides. Tiene su oficina a media cuadra de la plaza —dijo Quinet y luego de observarme un instante, agregó—: Es todo lo que le diré. No quiero problemas con la administración de la minera.

      —Descuide, me quedó claro que usted solo está interesado en el progreso de su negocio. Pero no se preocupe. Voy a la pieza a buscar mis pertenencias y veré donde depositar mis huesos durante el tiempo que permanezca en el pueblo. Mientras tanto, hágame la cuenta por ocupar la pieza durante una siesta de dos horas.

      —Con tal de que se vaya, le regalo esas horas —dijo Quinet, molesto—. Tendré que hablar con Julián y cantarle un par de verdades.

       ***

      Era lógico pensar que Becerra sabía que Razetti había sido detenido al intentar acercarse a la represa. Y si era así, ¿por qué había omitido ese antecedente en su relato? No me había agradado el diálogo con Quinet, pero más me incomodaba descubrir que Becerra había ocultado información.

      Caminé sin rumbo fijo por las calles del pueblo, y luego de veinte minutos di con una casa que lucía un papel pegado en unas de sus ventanas que ofrecía alojamiento y comida. Toqué el timbre y salió a recibirme una mujer morena, de unos cuarenta años, alta y delgada, que vestía pantalones vaqueros ceñidos a sus caderas y una blusa escotada que permitía apreciar las abundantes pecas que tenía en el nacimiento de sus pechos.

      —Estoy interesado en el aviso de la ventana —dije, sin apartar la mirada de los llamativos ojos negros de la mujer.

      —¿Está interesado en el aviso o en la pieza que arriendo?

      —precisó la mujer con la severidad de una quisquillosa profesora de castellano.

      —Por el aviso, la pieza y todo lo que usted desee ofrecerme

      —dije, y al ver el súbito tono sonrosado que coloreó las mejillas de la mujer, supe que había logrado un avance en mi intención de obtener alojamiento.

      —¿Trabaja para Memphis? —preguntó.

      —Trabajo por mi cuenta y me pagan por hacer preguntas

      —respondí.

      —¿Le paga la minera?

      —No. ¿Cuál es su problema con Memphis?

      —Sería largo de explicar y ahora no tengo tiempo. ¿Quiere ver la pieza?

      Seguí a la mujer hacia el interior de la casa. Llegamos a un cuarto limpio, ordenado y luminoso. En su interior había una cama de dos plazas, un par de veladores y una silla de respaldo metálico. Una puerta estrecha comunicaba con un pequeño baño. La ventana de la pieza daba a un patio donde crecían dos árboles y varios cardenales plantados en macetas de greda.

      —Me quedo con la pieza —dije mientras dejaba mi bolso sobre la cama.

      —¿Sin saber las condiciones?

      —Solo quisiera saber su nombre.

      —Adriana Mercado para servirle en lo que pueda o se me antoje.

      —Perfecto, ya puede sacar el aviso pegado en la ventana.

      —No he dicho que quiera arrendarle la pieza.

      —He pasado buena parte de mi vida alquilando piezas y puedo reconocer cuando no me van a dar un portazo en las narices. Me llamo Heredia, y le aseguro que me gusta lo que he visto después de presionar el timbre de su casa —respondí.

      La mujer volvió a sonrojarse.

      —De acuerdo, usted gana en esta ocasión —dijo Adriana Mercado—. El desayuno se sirve de siete a nueve de la mañana, y en el caso de los hombres, no se admite que ingresen mujeres a sus cuartos.

      —¿Y las mujeres pueden ingresar hombres a sus piezas?

      —Cuantos quieran —dijo Adriana Mercado y acompañó sus palabras con una sonrisa que se prolongó hasta que abandonó la pieza.

      A solas, contemplé la reproducción de un cuadro de Monet que colgaba en unas de las paredes, y luego hice lo mismo con los árboles del patio. Llegaría el momento en que me aburriría de Santiago y partiría con camas y petacas a un pueblo pequeño del sur, donde pudiera convivir con el silencio y descifrar el lenguaje de los pájaros o del viento meciendo el follaje de los árboles. Un lugar apropiado para llevar una vida sencilla, dormir sin inquietudes y despertar en el invierno con el sonido de la lluvia.

      Me tendí sobre la cama y encendí un cigarrillo. Me gustaba estar en cuartos extraños, acostumbrarme a sus dimensiones e imaginar qué personas habían ocupado antes ese lugar donde hasta el aire era fugaz, como el de las estaciones de trenes o los aeropuertos.

      Un rato más tarde, y con algo de esfuerzo, me encaminé a la casa de Julián Becerra, quien me esperaba en la puerta de su casa, observando a derecha e izquierda. Una vez dentro de su casa, me presentó a Berta, su esposa, una mujer baja y menuda, a la que evidentemente la vida había quitado muchos de sus atractivos. Sus cabellos negros lucían lacios y unas arrugas prematuras rodeaban sus ojos. Me saludó a la distancia y luego de estudiar mi aspecto por unos segundos, se dirigió a la cocina.

      —Tuve que cambiar de alojamiento —le dije a Becerra a modo de excusa por el atraso—. No hice buenas migas con su primo. Desde que le dije que había conocido a Razetti demostró no estar muy interesado en darme su hospitalidad.

      —No me extraña, siempre ha sido temeroso y miserable —dijo la esposa de Becerra en el momento que volvía al comedor con unos platos que contenían puré de papas y unas presas de pollo asado—. Se lo he dicho muchas veces a Julián, pero él insiste en defenderlo porque es parte de su familia.

      —No seas tan severa con mi primo —le contestó Becerra—. Recuerda que ayudó con víveres a los compañeros que están en huelga de hambre.

      —¿De qué huelga habla, Becerra? —pregunté.

      —Dado que las autoridades del pueblo no escuchan nuestras demandas, un grupo de once compañeros iniciaron una huelga en el club deportivo. La idea es llamar la atención de la prensa y de las autoridades regionales, pero hasta ahora no se ha obtenido mucho. El diario del pueblo, que sobrevive gracias a los avisos de la minera, nos ignora; al igual que los de Santiago. Y las autoridades siguen indiferentes, esperando que se resienta la salud de los huelguistas. Los compañeros enviaron una carta al Presidente de la República, y este, a través de uno de sus ministros, respondió que el litigio con la minera era un asunto entre particulares; que debía ser resuelto legalmente y sin la intervención del gobierno.

      —¿Y usted sabía que Alfredo estuvo detenido cuando vino al pueblo?

      —Por supuesto. Lo fui a ver a la comisaría y acompañé al abogado que gestionó su libertad.

      —¿Y por qué no me lo dijo? —pregunté alzando el tono de mi voz.

      —Temí que se arrepintiera de viajar.

      —Espero que sea la última vez que me oculte información. Me gusta confiar en la gente que tengo a mi lado.

      —Disculpe —balbuceó Becerra, y luego me contó su versión de lo sucedido con Razetti, la que no difería sustancialmente de la de su primo.

      —Casi todos en el pueblo se han vendido a la minera —dijo la esposa de Becerra cuando este terminó su relato—. Los carabineros persiguen a los vecinos organizados y hasta el cura de la parroquia predica sobre el supuesto bienestar que nos ha traído la minera.

      —Hay mucho dinero en juego y la minera intenta ganarse la voluntad de la gente. Para algunos pavimenta calles o arregla escuelas, y para otros, los que tienen algún tipo de poder, dispone de recursos que van directamente a sus bolsillos —agregó Becerra, interrumpiendo a su mujer—. La explotación del cobre está proyectada a treinta años, y después la minera se irá con sus utilidades