Название | Cinco pruebas de la existencia de Dios |
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Автор произведения | Edward Feser |
Жанр | Философия |
Серия | |
Издательство | Философия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418467110 |
Otra objeción de manual dice lo siguiente: si todo tiene una causa, ¿qué causó a Dios? Si decimos que Dios no tiene causa, entonces puede que haya otras cosas que tampoco tengan. El argumento, afirma el crítico, comete una falacia de alegato especial, porque hace una excepción arbitraria en el caso de Dios con respecto a una regla que aplica a todo lo demás. Pero, de hecho, esta objeción es muy mala, y el argumento no comete esta falacia. Para empezar, no descansa para nada en la premisa de que «todo tiene una causa». Lo que dice es que todo lo que cambia tiene una causa; o para ser más precisos, que todo lo que va de la potencia al acto tiene una causa. En segundo lugar, el argumento de ningún modo es arbitrario al decir que Dios no tiene causa. Pues la razón por la cual otras cosas requieren de una causa es precisamente porque tienen potencialidades que necesitan ser actualizadas. Por contraste, lo que es puramente actual no tiene potencialidades, y por eso no hay nada en él que necesite ser, o que pueda ser, actualizado. Naturalmente, pues, es justo aquello que no necesita tener, y que no podría tener, una causa.
Toda insistencia es poca por lo que respecta a la importancia de estos puntos. Algunos críticos están tan enamorados de la objeción de «Si todo tiene una causa, ¿qué causó a Dios?» que seguirán abrazados a ella incluso tras desenmascararla como dirigida contra un hombre de paja. Tratarán de sugerir, por ejemplo, que no hay ninguna diferencia significativa entre «todo lo que va de la potencia al acto tiene una causa» y «todo tiene una causa». Pero esto es tan estúpido como pretender que no hay ninguna diferencia significativa entre «todo triángulo tiene tres lados» y «toda figura geométrica tiene tres lados».
Intentarán también sugerir que el argumento evita decir que todo tiene una causa sólo como una manera ad hoc de esquivar la objeción. Pero hay tres problemas con esto. Primero, incluso si fuera verdad, eso no demostraría que la proposición «Todo lo que va de la potencia al acto tiene una causa» sea falsa, o que el argumento aristotélico tenga algún fallo. Asumir que las motivaciones de una persona ponen en duda por sí mismas sus afirmaciones o argumentos es cometer una falacia ad hominem.
Pero, segundo, la sugerencia en cuestión es, desde un punto de vista histórico, sencillamente falsa. Por más de 2.300 años, desde Aristóteles hasta el día de hoy, pasando por Tomás de Aquino, las distintas versiones del argumento aristotélico han defendido no que todo tiene una causa, sino que todo lo que va de la potencia el acto tiene una causa. Esto no se inventó para esquivar la susodicha objeción. Esa siempre fue la premisa desde el principio.
Tercero, no hay en tal idea nada ad hoc. Se sigue de modo bastante natural del análisis aristotélico del cambio, con independencia de su aplicación a argumentos acerca de la existencia de Dios. Y uno difícilmente necesita creer en Dios para encontrar poco creíble la idea de que algo meramente potencial puede actualizarse a sí mismo. De hecho, lo único que es ad hoc aquí son los intentos desesperados de algunos críticos de salvar la objeción de «¿Qué causó a Dios?» a la vista de la abrumadora evidencia de que ataca una caricatura y carece de toda fuerza.
Hume, Kant y la causalidad
Aún así, el crítico puede insistir, siguiendo al filósofo empirista David Hume, que en teoría incluso las tazas de café, las piedras y otros objetos semejantes podrían existir sin una causa. Lo que he defendido es que toda potencia que pase al acto ha de ser actualizada por algo ya actual. ¿Pero no mostró Hume que es al menos concebible que algo pueda aparecer de la nada sin causa? Y en tal caso, ¿no podría algo ir de la potencia al acto sin nada actual que lo actualizara?
El problema es que Hume no mostró tal cosa. Lo que Hume tenía en mente es el tipo de caso en el que nos imaginamos un espacio vacío en el que algo aparece de repente: una piedra, o una taza de café, o lo que sea. Por supuesto, esto se puede imaginar. Pero no es lo mismo que concebir la piedra o la taza de café apareciendo de la nada sin causa. Como mucho es concebir que aparecen sin al mismo tiempo concebir su causa, y esto no tiene nada de especial. Podemos concebir una cosa como un trilátero –una figura plana cerrada con tres lados rectos– sin al mismo tiempo pensar en ella como un triángulo. Pero de aquí no se sigue que en la realidad pueda existir un trilátero que no sea al mismo tiempo un triángulo. Podemos pensar en un hombre sin pensar en lo alto que es, pero no se sigue que pueda existir un hombre sin una estatura específica. En general, pensar en A sin al mismo tiempo pensar en B no es lo mismo que pensar en A existiendo sin B. Pero entonces, incluso si puedo pensar en una piedra o una taza apareciendo de repente sin al mismo tiempo pensar en su causa, no se sigue que haya pensado en ella como carente de toda causa, y tampoco se sigue que pueda existir en la realidad sin causa alguna.
Por otra parte, y como señaló la filósofa Elizabeth Anscombe, para que Hume pueda construir su argumento tiene que contarnos por qué una taza apareciendo de repente en un espacio previamente vacío cuenta como un caso de algo que empieza a existir, sea con o sin causa. ¿Por qué no deberíamos suponer, en cambio, que la taza ha sido transportada desde otro lugar? Hume tendría que añadir alguna cosa a su escenario que permitiera distinguir la taza empezando a existir de la taza siendo transportada. Pero entonces tiene un problema. Pues el único modo de distinguir el empezar a existir de la taza de su ser transportada es por referencia a las causas de estos distintos tipos de eventos. Su empezar a existir implica un tipo de causa (moldear un poco de porcelana o plástico, por ejemplo), mientras su ser transportada implica otro tipo de causa (alguien que la recoge y la mueve). Se suponía que el escenario de Hume tenía que eliminar la noción de una causa, pero para conseguir desarrollarlo en detalle necesita traerla de vuelta7.
Por otro lado, no deja de ser irónico que un empirista cuestione el principio de causalidad, dado que está tan bien respaldado por la experiencia como podría estarlo cualquier otra proposición. Pues, en general, cuando buscamos las causas de algún fenómeno las encontramos, y cuando no (por ejemplo, con un asesinato no resuelto), tenemos razones para pensar que están ahí y que las encontraríamos sólo con que tuviéramos las pruebas pertinentes y más tiempo y recursos para llevar a cabo una investigación más minuciosa. Esto no es sólo lo que cabría esperar si el principio de causalidad es verdadero, sino que no es para nada lo que cabría esperar si fuera falso. Si fuera falso, como señala W. Norris Clarke, «no haría falta nada en absoluto para producir nada en absoluto: un elefante o un hotel podrían aparecer de repente en el jardín de tu casa, de la nada», y «que lo hicieran continuamente tendría que ser la cosa más sencilla del mundo»8. Pero, por supuesto, ésta no es la manera en que se comporta de verdad el mundo.
La mejor explicación de por qué el mundo funciona como funciona es que hay algo en la misma naturaleza de la potencia que requiere actualización por parte de otra cosa que ya sea actual: es decir, la mejor explicación es que el principio de causalidad es verdadero. El hecho de que solemos encontrar causas de lo que empieza a existir, y que ninguna cosa aparece de la nada sin causa aparente, sería un milagro si dicho principio fuera falso.
Una crítica alternativa podría apuntar, más que a David Hume, a Immanuel Kant. Aprendemos que las cosas tienen causas a partir de nuestra observación del mundo empírico. El ambiente que nos rodea enfría el café, el aire acondicionado enfría el ambiente, tú enciendes el aire acondicionado, etcétera. Pero incluso si reconocemos que el principio de causalidad se aplica dentro del mundo de nuestra experiencia, ¿por qué deberíamos suponer que cabe extenderlo más allá del mundo empírico, hasta un actualizador puramente actual de las cosas, algo que, precisamente por ser inmaterial