Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Читать онлайн.
Название Los chicos perdidos
Автор произведения Raquel Mocholi Roca
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418488078



Скачать книгу

puse de pie y alcé la voz por encima de la de los cuatro adultos.

      —¡¿Y USTEDES SE HACEN LLAMAR LOS EMISARIOS DE DIOS?! ¡¿USTEDES QUE CUANDO ALGUIEN LES PIDE SU AYUDA SOLO LE DAN LA ESPALDA Y LE TACHAN DE MENTIROSO?! —Todos cerraron la boca y me observaron estupefactos. Como cuando sorprendes a un cervatillo deslumbrándole con los faros del coche mientras cruza la carretera en plena noche—. ¡NECESITO AYUDA, POR FAVOR! ¡ESE HOMBRE...! ¡¿CREEN QUE MIENTO?! —Se me trabó la voz y jugué con mi garganta como si estuviera sintiendo un nudo. Me acordé del trompazo que me di cuando caí por las escaleras huyendo del cuarto de sor Annetta. La castaña había sido tan tremenda que me había salido un moratón tan grande como la palma de mi mano. Me levanté la camiseta dejando ver mis costillas—. ¡¿DE VERDAD LO CREEN...?!

      Los adultos pusieron cara de espanto al ver la marca. Incluso sor Francesca, que no pudo evitar llevarse una mano al pecho. Mis ojos trabajaban por sí solos y ya sentía que querían echar un par de lágrimas. Pensé en cómo echaba de menos a mis padres cada vez que me acordaba de ellos y empezaron a caer casi al instante.

      —Po-por favor... si de verdad les preocupamos nosotros, los alumnos... si de verdad yo les preocupo..., hagan algo...

      Seguí llorando y pasándome la mano por la cara para limpiarla de vez en cuando. Todos los presentes estaban boquiabiertos. La mujer se ajustó las gafas.

      —Claramente, vamos a tener que hacer algo al respecto.

      —¿Dónde te tocó? —preguntó el hombre rollizo de repente.

      No pude saber si era por curiosidad, por interés para el caso o porque todavía no se tragaba la bola. Daba igual cuál fuera, no me daba la gana contestar a algo así.

      —Me-me... —De repente arranqué a sollozar todavía más fuerte. Entonces fui corriendo hasta sor Francesca y me abracé a ella. Seguí hablando y noté que mi voz se amortiguaba contra sus faldas—. ¡Lo siento mucho sor Francesca...! ¡Lo siento...! ¡Intenté pararle...! ¡Lo siento...!

      —Ya ha pasado, Enzo... Ya ha pasado.

      Ella me acariciaba el pelo. Firme, pero con algo de ternura. Me pregunté si ella también se habría creído la historia que acababa de contar. Alcé la cabeza y la miré a los ojos.

      —¿Dios me odia ahora?

      —No, Enzo. Dios no podría odiarte porque tú no quisiste nada de lo que ocurrió. Solo fuiste la víctima. —Agaché la cabeza de nuevo. Sor Francesca aprovechó para dirigirse a los otros adultos—. Ya ha tenido suficiente, señorías. Vamos, Enzo. Te acompañaré fuera.

      Lo último que escuché al salir de la habitación fue algo sobre llamar al Vaticano.

      Calculo que estuve media hora de reloj riendo a carcajada limpia en mi dormitorio. Mi compañero de habitación me pidió que me callara varias veces, pero como yo seguía y seguía se acabó marchando a otra parte.

      Os lo aseguro, sus caras durante toda mi actuación fueron un poema. Creo que fue ese día cuando decidí que me iría mejor de actor que de universitario, aunque al final no fui ninguna de las dos cosas. El caso es que unos meses después, cuando volvieron a comenzar las clases, me apunté al club de teatro.

      ***

      Un par de días después se corrió la voz de que el abad abandonaba el orfanato. La mayoría de los críos estábamos eufóricos. Luego había algunos que estaban acojonados (porque más vale lo malo conocido, ¿no?). Y después estaba Stefano, que no me dejaba de mirar de reojo desde que se había enterado de la noticia. Yo, por supuesto, me hice el tonto en todo momento.

      —Tú no tendrás nada que ver con esto, ¿verdad? —repetía, como si por insistir se me fuera a escapar la verdad.

      —¿Yo? ¡Pero si ya has oído el rumor! Don Importante robaba dinero de la abadía.

      —Y también dicen que le metió mano a varios niños...

      —¿Pues qué quieres que te diga? Debería haber ido con más ojo si iba a dedicarse a meterle mano a niños pequeños. Le habrán acabado pillando. Deja de pensar en eso y alégrate, Stefano. Lo importante es que se marcha.

      —Ya, por supuesto...

      Stefano trataba de ignorar que sabía que era cosa mía todo lo que podía, y yo reía entre dientes cuando no miraba.

      A mitad de clase, un alumno de un par de cursos más avanzados abrió la puerta de nuestra aula.

      —¡Eh, venid a ver esto! ¡Se llevan al abad!

      De inmediato todos nos pusimos de pie y corrimos como locos hasta el patio. Un coche negro de cristales tintados que parecía recién sacado del concesionario esperaba cerca de la puerta. El abad apareció escoltado por dos hombres con gafas de sol, que además le llevaban las pesadas maletas. Cuando estaba junto a la puerta del copiloto se detuvo para mirarnos a todos. El silencio era sepulcral.

      —Hoy es un día importante para la abadía —empezó—. Me marcho con mucho pesar y un gran dolor en mi corazón...

      —¡Un gran dolor de culo! —gritó alguien de las filas de atrás.

      —... pero por falsas acusaciones no se me permite estar aquí más tiempo...

      —¡Y un cuerno! ¡Tocaniños! ¡Estafador! —Ahora gritaban varios por mi derecha.

      —Solamente espero que recordéis lo que he hecho por vosotros...

      —¡Sí, lo recordaremos, bastardo!

      —¡Orden! —exclamó una de las profesoras, pero ya era tarde.

      Un coro de maldiciones e insultos empezó a elevarse de tal forma que ya era imposible escuchar el discurso del abad. Él miró a un lado y a otro con los ojos como platos, como si no creyera lo que estaba ocurriendo.

      Y entonces pasó: nuestras miradas se cruzaron.

      Por un momento dejé de escuchar los berridos de mi alrededor. Y estoy seguro de que él también. Muy despacio y sin ninguna prisa fui dibujando una sonrisa en mi rostro. Una sonrisa culpable. Quería que supiera que todo esto era cosa mía. Que yo había dado la cara para que le echaran de allí.

      El abad retrocedió hasta el coche sin dejar de mirarme y, en cuanto se dio la vuelta, los alumnos de cursos más altos dejaron unos cajones repletos de tomates al alcance de todos. A pesar de que las profesoras intentaron calmar a los alumnos, el coche empezó a perder ese aspecto tan nuevo y a llenarse de porquería.

      El señorito Demetrio me miró desde el interior del automóvil mientras subía la ventanilla y yo aproveché para levantar la mano y enseñarle mi dedo corazón como despedida.

      Vaffanculo, Don Importante. Y hasta nunca.

      Pocas veces me he sentido tan realizado en la vida. No volvimos a ver al señor Demetrio nunca más. Y creo que muchos alumnos fueron más felices a partir de entonces. Stefano fue uno de ellos, sin duda. Le vi entre los alumnos de la primera fila. Lanzaba tomates hacia el coche en movimiento casi como un desquiciado.

      Sentí una mano huesuda sobre mi hombro y me giré. Sor Francesca estaba a mi lado.

      —¡Ah! ¡Qué planazo, sor Francesca! ¡Choque esos cinco! —Alcé la mano esperando de forma estúpida que lo hiciera. No sé por qué, supongo que por la emoción.

      —Has pasado de curso —afirmó tras un incómodo silencio—. Pero espero que seas consciente de que mi benevolencia contigo ha finalizado. Nuestra tregua ha acabado.

      Por supuesto. No me lo había planteado, pero era bastante lógico.

      —No se preocupe, sor Francesca. Fue bonito mientras duró. Podré soportarlo.

      Ella apartó la mano y negó con la cabeza al escucharme.

      —Hay algo en ti que me impresiona, Enzo. Todavía no sé qué es, pero... —se detuvo, entrecerrando los ojos mientras me escaneaba con la mirada.