Название | La orgánica del cine mexicano |
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Автор произведения | Jorge Ayala Blanco |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786073035972 |
La orgánica desempolvadora didáctica lleva una bien lograda candidez hasta sus últimas consecuencias deliberadas y desarmantes, imponiendo una prefabricada gracia muy insólita y el dominio de un cine dichosamente idílico que no teme a lo pueril, como si todo estuviera marcado por el hipotético estado de gracia de un antiquísimo libro de texto escolar que estuviese animándose y renovando en cualesquiera aspectos, menos en sus contenidos, en sus flujos e influjos sustanciales, rechazando otras influencias adultas o animosidades posibles, una actitud remozadora de la “novedad de la patria” (Ramón López Velarde) en la patria chica como segura vía de acceso a la “intimidad más desierta” (Carlos Pellicer) que sería “indispensable al peso de cada fruto y a la fecundidad de cada caricia” ( Jaime Torres Bodet), porque cree en la frescura ingenua elevada al absurdo hasta de la glotonería icónica (esos inaugurales pósters luego ubicuos de Carlos Fuentes y García Márquez o Ernest Hemingway y Jules Verne o Mario Vargas Llosa y demás), porque al parecer “Aquí no suceden cosas / de mayor trascendencia que las rosas” (Pellicer de nuevo), porque está conjuntando los mil esquemáticos incidentes unidimensionales y de otra manera inertes de su guion certeramente inerme, porque está aprovechando la luminosidad de los talentos presentes que ha puesto en juego para validar ese mismo juego y su aparente carencia de pretensiones conflictivas: la diáfana fotografía del veteranísimo excuequero Arturo de la Rosa y Jorge Suárez Coellar, la música desenfadada de Jesús Monarrez plena de imitaciones rústicas de canciones populares (“Lo recuerdo como un mago / del camino...”), el vestuario de Cynthia López y el maquillaje de Priscila Vianey de Villalobos que envejecen sin piedad a los personajes adultos en la recta final, la ecuánime dirección de arte de Carlos Maciel que alía realismo y artificio en dosis equivalentes, la expositiva edición sintetizadora de Gabriel Orozco López y un expurgadísimo marco de referencias místico-cinematográficas civiles como si el cine nacional empezara y acabara en el donaire de algunas emulaciones añejas de El joven Juárez (Emilio Gómez Muriel, 1954) haciéndose eco prematuro al idealizado mundo hipotético del conmovedor maestro fílmico por excelencia lacrimógena de un Simitrio (Gómez Muriel, 1960) interpretado por un envejecido recio grandote José Elías Moreno (el socarrón Pancho Villa ideal en una decena de ficciones revolucionarias) vuelto borreguno en el insuperable rol estelar bienhechor.
La orgánica desempolvadora didáctica juega así a fondo el juego de la elementalidad, una elementalidad falsamente espontánea pero buena recuperadora estruendosa de una frescura callada, una elementalidad libresca y poslibresca de amor loco a los libros (como toda proporción guardada lo era en terrenos europeos cosmopolitas una cinta excepcional tipo La librería / De libros, amores y otros males de Isabel Coixet, 2017) pero sabedor del poder de los libros para hacer mejores a sus lectores (“No porque tus obras contengan lecciones, sino porque son una lección”: J. M. Coetzee en Siete cuentos morales) y aspirante a la elementalidad trascendida aunque inmanente de alguna de las Odas elementales de Pablo Neruda, una elementalidad socarrona jamás aviesa ni castrada que se transmuta en el obsequio de un ejemplar en francés La vuelta al mundo en 80 días a Leo que será recompensado lustros después al profe con el regalo de una supuesta primera edición de la misma novela hallada en París, pero también: en el coqueteo descarado del profe de aerobics a sus alumnas de bañador negro bailoteando acompasadas en la travesía de un puente colgante, en el doloroso espionaje de Leo a los amantes adúlteros en el bosque intempestivo de Les Mistons (François Truffaut, 1957), en los campo-contracampos de imperturbables close ups sonrientes dígase lo que se diga (“Inútil como tu padre”), en las intempestivas sangronadas salpicantes más que chispeantes (“¿Por qué no nos saltamos unas páginas y lo dejamos en Ochenta años de soledad?”) de la melodramática galería de antimelodramáticos personajes sin villano posible pese a las secuencias dolientes (“El profe Cruz está muy malo, tienes que ir a verlo” / “Pero mire nada más, profe, qué cochinero” / “Vamos, profe, a la escuela”), en la belleza ignota u olvidada del antiguo tren multicolor llegando a la estación de adobe, en las nobles claridades entrando deslumbrantes por la inconmovible ventana a los desnudos interiores habitados o no pero siempre monocromáticos (azulotes, amarillentos), en la súbita comprensión del persistente pero deteriorado abuelo cascarrabias tras la lectura tirada en la cama de El viejo