Los límites del segundo. L.E. SABAL

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Название Los límites del segundo
Автор произведения L.E. SABAL
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788468557847



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resistencia. Gritamos emocionados y reímos como locos. Ramiro la sostenía en sus manos y mi hermano la contemplaba maravillado. A mí la visión de la huesuda me revolvía las tripas, un temor indecible me apartó sin poder tocarla.

      —Oye —dijo Ramiro—, ¿este huesos sería un hombre o una mujer?

      —Es mejor que nos vayamos ya, no demora en pasar el sereno por acá —les dije disimulando mi temor.

      Al bajar a la casa de Ramiro la envolvimos cuidadosamente en una bolsa y la llevamos a nuestra casa; el trofeo fue así a parar a nuestra alcoba; mi hermano la limpió con alcohol y la puso en lo alto del armario sin más miramientos. La huesuda quedó allí observándonos desde el vacío de la muerte. Quién sabe si le molestaría que la hubiéramos sacado de su eterno descanso, o a lo mejor, si estaría contenta de volver a habitar entre los vivos. En todo caso allí permaneció por tres años.

      La pesca macabra fue el tema de conversación del combo del Segundo durante algunos días; de las bromas de ultratumba pasábamos inadvertidamente al temor del castigo por irrespetar el descanso de los muertos. Pero alguno volvía a las chanzas y la mamadera de gallo y así olvidábamos nuestros miedos.

      Lo cierto es que mi hermano nunca estudió anatomía con ella. Habíamos convenido que era de una mujer, y que debió de ser joven y bella al morir. Con el tiempo se convirtió en un objeto más de decoración, poco a poco le perdimos el respeto y entonces comenzaron las transformaciones de su apariencia según nuestro estado de ánimo, o de acuerdo con la moda.

      Así se vistió con varias pelucas, tuvo gafas que le amarrábamos con elásticos, y cambió varias veces de maquillaje. Finalmente mi hermano le pintó con tinta roja y negra dibujos de la simbología bantú, así se quedó entre nosotros hasta el día que mamá la descubrió y nos obligó a enterrarla bien profundo en el patio.

      ***

      El período de las vacas flacas se prolongó en nuestro hogar por varios años, mi adolescencia transcurrió en medio de dificultades económicas y de no pocas desgracias signadas por la desaparición de varios allegados. A la falta de dinero se sumó el deterioro de la casona cuyas paredes, techos, sanitarios, pisos, acusaban el paso del tiempo y el abuso de cuatro niños en pleno crecimiento. La casa era una miseria: los techos habían cedido por el peso de las lluvias inclementes y por la acción del comején. Al menos media docena de gatos los habían convertido en su pista de carreras y en el sitio preferido para aplacar sus calenturas. El escándalo por las noches en el techo era inimaginable, no se podía dormir: los pedazos de cielo raso y tejas caían estrepitosamente. Primero fue el sector de la sala y el comedor, y luego, la cocina. Una noche un estruendo infernal nos sacó despavoridos de las camas, el último pedazo de techo de la cocina cayó de un solo golpe, dañando de paso la estufa y la nevera. Las alcobas se salvaron de milagro, media casa quedó a la intemperie y así permaneció durante años. Ahora los aguaceros hacían de las suyas con nosotros, las inundaciones eran iguales afuera, en el jardín, que adentro de la casa. Cuando llovía solo había dos cosas por hacer: resguardarnos y esperar que pasara la tormenta o salir a barrer el agua hacia afuera. Era necesario cavar caminitos en la zona exterior para conducir el agua hacia la calle. Mamá lo hacía bajo la lluvia inclemente.

      Luego fue el turno de los baños. En esa época no teníamos alcantarillado en el Segundo, las casas debían dotarse de un pozo séptico adonde llegaban todos los desechos por la tubería, el pozo se iba llenando hasta que literalmente explotaba. El hedor era insoportable, las heces burbujeaban en las tazas, y finalmente toda la porquería las desbordaba y corría por los corredores. Mis hermanas gritaban aterradas, mi hermano y yo nos divertíamos con el espectáculo.

      —Es solo mierda —decía mi abuelo—, no jodan más.

      Entonces tocaba contratar al Diablo y a su hijo para vaciar el pozo. El suceso se repetía aproximadamente cada dos años, y duraba así casi dos meses hasta que mamá levantaba la plata para limpiarlo.

      El Diablo era un hombre de unos cincuenta años, blanco y con la piel curtida como un cuero viejo totalmente quemada por el sol. El hijo era un muchacho fornido y de piel más oscura, vástago seguramente de alguna mujer negra. Totalmente inexpresivos, se comunicaban entre sí por señas; ambos eran alcohólicos.

      —No podría ser de otra forma —decía mi abuelo—, imagínense, sacando mierda todos los días. Vaya trabajo se inventaron.

      Lo cierto es que los diablos eran indispensables en los tiempos del pozo séptico. Había que proveerles de ron blanco todo el tiempo que duraba su trabajo. Comenzaban desde arriba, llenando las canecas con el líquido pútrido y los desechos, que luego vertían en un gran tanque colocado sobre una carreta. A medida que avanzaba el trabajo debían hacerlo de rodillas, metiendo casi la cara dentro del pozo. Finalmente se metían por completo, anestesiados por el alcohol y cumpliendo con la tarea hasta la última gota.

      Adónde botaban los desechos siempre fue un misterio, preferíamos no saberlo.

      ***

      Un grupo de doce estudiantes estábamos seminternos en el colegio, entre ellos todos los del barrio. Esto implicaba que debíamos quedarnos a almorzar y esperar hasta las cuatro de la tarde para salir del colegio, se suponía que ese tiempo debíamos usarlo para las tareas. Dos profesores nos acompañaban a la hora del almuerzo y luego se iban dejándonos libres. Quedábamos a cargo del conserje del colegio, un viejo cascarrabias que no hacía nada por vigilarnos, estábamos por nuestra cuenta. En este abandono casi absoluto que nos permitía pasearnos libremente por todas las instalaciones se nos ocurrían las cosas más inverosímiles para divertirnos. Sesiones de chistes groseros, o de historias fantásticas, concursos de historias de sexo, apuestas deportivas, lectura de obras literarias, hasta pasar a las casas vecinas a robarnos los mangos, y robar las botellas de la tienda para luego venderlas, de todo un poco. En estas andanzas estuvimos tres años inolvidables. A veces metíamos peladas de un colegio de monjas cercano al nuestro y hacíamos sesiones de estriptis, de bailes eróticos y pequeñas orgías. Las empleadas del aseo del colegio, que supuestamente estaban a cargo, también participaban de nuestros juegos muy complacientes. Éramos una alegre cofradía del desenfreno, no había ningún control, y aunque parezca inverosímil nuestros actos nunca tuvieron consecuencias. Al día siguiente nadie comentaba nada, manteníamos un código tácito de silencio para preservar nuestro pequeño paraíso vespertino.

      Se acercaba el final del año escolar marcado esta vez por el grado de bachiller de mi hermano. Yo le seguía los pasos un año atrás, y me preguntaba constantemente que sería de mí cuando él saliera del colegio. Mi hermano ya había decidido seguir sus estudios superiores en la universidad estatal de Cartagena. Gracias a sus buenos resultados le habían concedido una beca para estudiar, todos estábamos muy contentos en casa.

      Los grados se realizaban en todos los colegios de la ciudad, había celebraciones de todo tipo, fiestas por doquier. En clubes privados adonde entrábamos colados, en casas de familia adonde íbamos casi siempre colados, en casetas callejeras, en bares y en prostíbulos. La rumba no terminaba, éramos pequeños alcohólicos en potencia.

      Afortunadamente, ese año iríamos a Bogotá a pasar la Navidad, mi tía nos había enviado los pasajes para premiarnos por nuestro comportamiento y para celebrar el grado de mi hermano. No era la primera vez que viajábamos, desde niños mamá nos acostumbró a pasar el fin de año con mis abuelos paternos y mi tía. Pero hacía varios años que no habíamos vuelto, preferimos quedarnos en el jolgorio costeño.

      Sin embargo esta vez sentimos que era un premio merecido, por mi parte agradecí apartarme un tiempo del caos en que vivíamos.

      Cuando éramos niños era divertido: las novenas de Navidad, la misa de gallo, el arbolito y el pesebre, y por fin, los regalos. Siempre regresábamos con las maletas cargadas y con algunos pesos en el bolsillo. En esta oportunidad no estábamos seguros de disfrutar con las mismas cosas, ya no éramos niños. Habíamos perdido la costumbre de la misa y de los rituales religiosos, el velo había caído por completo. No obstante, mis hermanas estaban muy contentas, para ellas esta época hacía parte de sus más gratos recuerdos. De todas formas estábamos comprometidos con mamá a portarnos bien y a no darles molestias allá.