El último elefante. Pino Pace

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Название El último elefante
Автор произведения Pino Pace
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9788413309132



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piel tan negra como una caverna y los brazos del tamaño de los muslos de un ciervo. Creía que había ido a parar contra un árbol, y sin embargo me he chocado contra el pecho del hombre, que lleva un chaleco de cuero grueso y rojizo. Me levanto de un salto e intento salir corriendo, pero el gigante me tira al suelo de un bofetón y suelta una carcajada.

      Llega el Mugriento, se detiene para tomar aliento, le sangra la mano por el mordisco. No me gusta ni un pelo. Grita algo y me señala haciendo un gesto con la cabeza, pero el gigante negro no parece impresionado. Me mira de arriba abajo, le dice algo con tono seco y el otro se va resoplando y farfullando algo en su idioma incomprensible. Le digo adiós con la mano, aunque no sé si he ganado algo con el cambio.

      El hombre negro se agacha y me observa sin decir nada. Se da una palmada en el pecho con su manaza y dice «Shafá», o algo por el estilo.

      Luego me señala y me hunde el dedo en el pecho, y es como si me hubiese atravesado.

      —Mes —le digo y me sonríe, tiene los dientes blanquísimos y son muchísimos.

      —¡Mes! —grita, y él también me agarra, esta vez por el cuello, y me levanta.

      Debe de ser una costumbre de aquí. Pero esta vez no hago nada. Shafá es casi el doble de grande que el otro y, en esa mano enorme, mi cuello parece tan frágil como una aguja de pino.

      Caminamos pocos pasos. Llegamos a una explanada sin tiendas, en los límites del bosque. Me pone en el tobillo una argolla de hierro de la que sale una cadena que llega hasta una estaca clavada en el suelo y se va. Creo que no he ganado mucho con el cambio. Miro a mi alrededor. No hay nadie. Intento sacar la estaca del suelo, tiro con todas mis fuerzas, la agarro y la intento mover, sudo, pero nada, parece que tiene las raíces de un roble.

      «Tengo que escapar, tengo que escapar, tengo que escapar…».

      Sé que para que pase algo tengo que repetirlo diez y diez y diez veces, y entonces ocurre.

      Y, sin embargo, no pasa nada de nada. Solo pasa el tiempo, y el dolor de cabeza también se me pasa. Tengo hambre y sed, de tanto tirar de la cadena me he hecho daño en las palmas de las manos, el sol empieza a ponerse al otro lado de las montañas. ¿Qué habrá sido de mi madre? ¿Mi padre vendrá a buscarme? ¿Estos hombres lo matarán? El gigante negro, ¿qué come? ¿Dónde están mis amigos? ¿Y Blez?

      Antes de que me dé tiempo a suspirar, los ojos se me llenan de lágrimas aunque no quiera. Ya tengo 12 inviernos, o puede que 13, una edad en la que ya no se llora. Mientras me seco las lágrimas sale del bosque un animal que no había visto nunca y que jamás habría pensado que pudiera existir. Una bestia tan grande es imposible de imaginar.

      Tiene las patas como el tronco de un pino y las orejas, enormes, es como si estuvieran cubiertas de fieltro. En la cara, en vez de nariz, tiene una especie de tentáculo como el del pulpo, pero tan grande como la rama de un haya. Por debajo del tentáculo le salen dos colmillos puntiagudos y larguísimos. Más largos que los del lobo, incluso más largos que los del oso. Y de pronto lo entiendo todo. Estoy muerto. Me he salvado del puma, del lobo y hasta del oso, pero seré la cena de esa bestia.

      Shafá me mira y se ríe. Planta una estaca en la tierra con las manos y ata al animal. Pero el animal no protesta. Con la enorme nariz arranca manojos de hierba, se los mete en la boca y mastica despacio. Sé que eso no quiere decir nada, hasta el gato come hierba de vez en cuando pero lo que quiere es carne. Y si fuera tan grande como el puma, el gato también se comería a los hombres, estoy seguro.

      No puedo dejar de mirar esos colmillos.

      El hombre se seca el sudor con el brazo y se golpea de nuevo el pecho.

      —Shafá —repite.

      —Ya me he enterado —le digo, pero no me entiende y me mira mal. Me golpea el pecho.

      —Mes —dice, se acerca al animal y pone la manaza negra sobre el enorme cuerpo gris.

      —Nuura —dice y se va.

      No entiendo nada. No se hacen presentaciones con las cosas de comer, mi madre no me presenta la pata de jabalí que nos vamos a comer de cena.

      ¿Cómo ha dicho que se llama? Un nuura, creo. Ahora parece que no tiene hambre, ni siquiera me mira. Pero esos colmillos…

      Me paso casi toda la noche despierto, el nuura puede empezar su banquete cuando quiera. En cambio, se tumba y se echa a dormir, y yo casi me siento ofendido. Él es tan grande y yo tan poca cosa que a lo mejor ni siquiera le apetezco, o igual me está dejando para el desayuno. La noche discurre despacio, la luna brilla en el cielo, se me cierran los ojos de sueño. Empieza a hacer frío y ni siquiera tengo la piel de gamo apestosa para taparme. Me acerco al nuura y le pongo la mano en la barriga. Tiene el pelo hirsuto, pincha como las agujas de pino. Huele muy mal, ¡pero qué caliente está! Me recuesto sobre la barriga, el animal gira un poco la cabeza, mueve esa nariz tan rara que tiene y me da dos golpecitos ligeros en la cabeza. Luego alarga la nariz, me coge por debajo de los brazos y me pone un poco más arriba. Que me agarre esa cosa que parece una serpiente no es nada agradable, pero me coge más como una madre que como una bestia feroz. La barriga le hace un ruido raro, pero ya no creo que me vaya a comer. Me quedo dormido enseguida.

      El alba llega al cabo de un momento, anunciada por los ruidos de los animales y los hombres. He dormido poco, pero bien. Otros nuuras se acercan, son inmensos, en las grupas llevan a otros muchachos que tendrán mi misma edad. Les gritan órdenes a los animales, les fustigan con un palo flexible y los animales les obedecen. Solo hay uno de ellos que no tiene muchas ganas de hacer caso y hace lo que quiere. El niño que tiene encima se pone nervioso, le da en la espalda con la fusta y grita un par de veces la misma palabra.

      —¡Vuélvete! ¡Vuélvete! ¡Maldita sea! —impreca.

      —¡Eh, tú! ¡Espera! ¡Hablas mi idioma! —grito.

      —Sí, ¿y qué? Aquí se hablan muchas lenguas —resopla—. Déjame en paz, ¿no ves que estoy ocupado?

      Pero yo no quiero que se vaya uno que habla mi mismo idioma, o casi. Tiene un acento raro, puede que sea de una aldea cercana, pero nos entendemos y eso es lo que importa.

      —Quiero saber dónde estoy. Me llamo Mes.

      El animal ha empezado a arrancar hierba con la trompa, se la lleva a la boca y mastica despacio.

      El niño se baja de un salto, pero se le engancha el pie en la cuerda que el animal lleva al cuello y cae de cabeza en el barro. Me aguanto una carcajada.

      —¡Eres tonta! —le grita a la bestia, que ni siquiera se vuelve a mirarlo.

      —¿Te has hecho daño? —le pregunto mientras lo ayudo a limpiarse.

      —No, estoy bien —contesta. Es alto y fuerte, y tiene una cicatriz debajo del ojo. Puede que tenga algunas primaveras más que yo—. ¿Cómo has dicho que te llamas?

      —Mesilea, pero puedes llamarme Mes.

      —Yo soy Yann.

      —¿A ti también te han cogido? —le pregunto.

      —Sí, hace dos lunas.

      —No son celtas, ¿verdad?

      —Son cartagineses, van a Roma.

      —¿A Roma?

      He oído hablar de Roma a los vagabundos que pasan por la aldea. Uno dijo una vez que en Roma las personas son más numerosas que las piedras de una montaña, que es una ciudad llena de maravillas, magnífica, y que está lejísimos.

      Yann mira a su alrededor y dice en voz baja:

      —El general ha jurado que sus elefantes destruirán los edificios de Roma.

      —¿Quién es el general?

      —Se llama Aníbal Barca.

      —¿Y los elefantes?

      —Esto es un elefante —dice señalando a su animal.

      —Ah, creía que eran nuuras.