La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano

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Название La fragua de Vulcano
Автор произведения Ignacio Sáinz de Medrano
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417895839



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del café con leche, rompiendo en su avance el dibujo triangular de una montaña nevada. Las burbujas de aire, tenaces y minúsculas, volvían a agruparse en nuevas formas a cada giro de aquel inmenso mástil metálico, agitado por la mano enorme. El dibujo era cada vez más turbio y menos evidente: una especie de corazón, una cabeza de animal con melena (¿un león?), un globo al vuelo, un simple círculo, un remolino final donde aquel arte efímero sucumbió hundiéndose por su vórtice, disolviéndose en el líquido tostado, mientras los granos de azúcar cada vez más pequeños, girando también enloquecidos, se encogían al ritmo del tintineo cerámico de la cuchara. El carrusel aún dio unas vueltas más antes de elevarse por los aires y verterse contra unos labios carnosos que, entreabiertos, dejaban ver la muralla bien colocada de los dientes y la lengua preparada para empujar el fluido hacia abajo con la eficacia húmeda que tienen las lenguas, esos pequeños monstruos carnosos que nos habitan y que demasiadas veces no podemos controlar. De golpe las compuertas bucales se cerraron y el líquido, aún demasiado caliente, se agolpó contra los labios apretados.

      La única vez en su vida que había disfrutado un café con leche había sido en Cercedilla, a los trece años, de regreso de una excursión fallida por las Dehesas con sus padres, una mañana de noviembre que resultó inhóspita y triste. En el bar sus hermanos pidieron Coca-Colas pero él, a pesar de que ya era la una de la tarde, a él le fue a apetecer un café con leche, que no bebía nunca. Se lo sirvieron en un vaso transparente, que él agarró sin miedo a quemarse con sus manos heladas. Fue la sola vez en que verdaderamente gustó de su sabor, de su rotundidad pesada. ¿Por qué entonces había pedido ahora uno?, se preguntó mientras partía el croissant en dos para poder mojarlo mejor. En los días transcurridos en el aislamiento del piso, había sido fiel a sus costumbres y se había preparado el desayuno de tantos años: un expreso (aunque soluble: no había encontrado la cafetera y el gasto en una nueva le había parecido excesivo) y leche fría por separado, o en todo caso un yogur como acompañamiento. Todo ello adquirido en una única y calculada visita al SuperSol de la calle Santa Margarita.

      También en El Timón había pedido hasta ahora un café solo para desayunar. El miércoles se había levantado por primera vez sin sentir una opresión innombrable en el pecho, y había sido asaltado por un agobio opuesto y voluntario: el del encierro. Tras casi una semana completamente cubierta y cargada de lluvias arrebatadas, el sol entraba con venganza por la ventana del comedor, en cuyo alféizar la abuela había puesto miles de veces el pan a secar con la esperanza inquebrantable e inútil de que aquel pan malo, que no aguantaba la humedad, sería redimido por el calor. La luz había devuelto a la vivienda las calidades estivales que nunca, ahora lo sabía, se habían perdido del todo en su memoria; y de repente, surgiendo de una escombrera de angustia, Torre Pedrera no fue ya una cárcel en un país extranjero sino un lugar recobrado. Tras la ducha concluyó que desayunar fuera de la casa no era una locura y decidió salir, así de golpe, con el pelo mojado y una suave chaqueta de lana gris, a la aventura excitante de ver sin ser visto, convencido sin motivo de que no lo reconocerían.

      Había caminado con pasos cortos, sorteando los charcos por la calle San Andrés y saboreando con nostalgia el Paseo de los Chopos, que en realidad seguía teniendo pese a su nombre, los mismos plátanos enormes y centenarios de siempre, hasta llegar a la frontera del mar. En todo este tiempo solo lo había visto, deslucido y de lejos, tras las lunas mojadas del taxi de Bobi. Llegaron primero su olor y su brisa, y no tuvo necesidad todavía de verlo para recordarlo con claridad punzante: el mar de Luisa, de Alfredo, del abuelo Jesús nadando a lo hondo, valiente, hasta que solo se veía el puntito de su cabeza y la espuma pequeña de sus brazadas. El de la abuela Isabel, contemplando la orilla desde su silla plegable, sin mojarse nunca, siempre a cubierto bajo la sombrilla, porque aquella mujer de pueblo castellano, trasplantada a la costa sin vocación, tuvo a bien no ponerse nunca morena, era así como recordaba a las damas finas de Madrid de antes de la guerra. El mar de los castillos de arena imposibles, porque la playa era más bien un depósito de gruesos granos de pizarra polvorienta, jaspeado de guijarros suavizados por las olas, que él y sus hermanos hacían saltar sobre el espejo del agua eligiendo con cuidado los más planos, los más batidos por las corrientes.

      La playa donde papá, que casi no sabía nadar, luchaba torpemente contra la resaca para llegar a la orilla, meneando la barriga peluda sobre el meyba de cuadros que le duró veinte años y que había comprado sin ilusión en Galerías Preciados. El santuario soleado donde mamá no era mamá sino Elisa Martínez Torres, la señorita que había veraneado alguna vez en San Sebastián, de pequeña, la que nadaba con veteranía en el agua fría del Estrecho mientras la filmaba el abuelo con el súper ocho, demostrando a su marido que, al menos en eso, valía tanto o más que él. El mar de los días de olas, en aquellas mañanas en las que el Mediterráneo, agitado por el levante, se vertía en ondas salvajes que los dos hermanos sabían navegar desde bien pequeños, chocando con estrépito sobre las piedras, aguantando la respiración mientras el remolino final les revolcaba girando sobre sí mismos. El mar de la tarde, entreverado de remolinos de polvo, que se veía desde la heladería de los Chopos, la única que había entonces, a donde iban al caer el sol con la abuela a tomar horchatas y blanco y negro y cucuruchos de helado de turrón de Jijona. Allí acababa el dominio de los zapatos y los pantalones cortos, el imperio de las horas y la conducta civilizadas. Más allá se imponían las chanclas y los bañadores, el derecho concedido a un cierto salvajismo, a olvidar los modales durante la mañana. La avenida de albero que separaba las casas de los pescadores de la playa, fijaba ese límite entre el decoro vespertino y el inocente vandalismo.

      Pero, ya lo sabía él, aquello ya no era lo mismo: sentados en el borde de un monumento (nuevo) a los marineros, cuyo bronce había escapado de momento a los grafiteros sin gusto que habían masacrado ya el pedestal, cuatro o cinco jóvenes liaban cigarrillos a la hora de la escuela. Se gritaban entre ellos a poca distancia como si estuvieran sordos, corroídos sus oídos por la ignorancia. Él no pudo evitar, mientras cruzaba a su lado, mirarlos con displicencia de docente, quizás arqueando las cejas inoportunamente; casi todos le ignoraron, pero uno de ellos, el más braveado, escupió a su paso. Como de costumbre, una mirada al suelo, un paso acelerado para salir del apuro, y un último trecho de asfalto hasta tropezar casi mareado con los escalones del paseo marítimo: una franja ancha y turística de palmeras y fuentes que se extendía con intención festiva durante tres kilómetros, desde el faro nuevo hasta el puerto de los Algarrobillos. Nada quedaba del albero deslumbrante ni del mar salvaje. De un lado, delimitada por un larguísimo poyete de cemento, la playa no muy ancha, punteada por chiringuitos modernos, se vertía en una pendiente brusca hacia el mar. Del otro, las torres de apartamentos que habían desplazado a los marengos hacia los barrios cercanos al puerto; la prohibición del copo y la presión constructora habían dejado solo cuatro barcas varadas en la playa. Por el medio, siguiendo los sinuosos dibujos de las baldosas, paseaban los jubilados, españoles, alemanes, holandeses, todos ellos modestos, los nacionales arrastrando sus pantuflas y sus achaques, los extranjeros en bicicleta, saludables y valientes, con un poco más de dinero en los bolsillos que los otros, acompañados de sus perros, oxidándose plácidamente bajo un sol ajeno, fluyendo viscosamente como caracoles que se arrastraran a la busca del calor y no de la humedad. Cuántos años de trabajo acumulaban todos aquellos viejos, Antonio, Eulalia, Carmen, Paco, Rudolph, Hendrik, Manuel, que se habían dejado la piel en una tienda de zapatos en Jaén, en un taller de rodamientos en Rotterdam, de rodillas fregando un rellano de Sevilla: muchos más años de esfuerzo de los que los habitantes actuales de Torre Pedrera podían, lamentablemente, presumir. Albañiles en paro, jóvenes a la espera del verano para ocuparse de camareros, carpinteros ociosos, electricistas de chapucilla, esperando una oportunidad. Campesinos ya no había: los últimos huertos detrás del faro viejo yacían yermos entre estructuras de hormigón abandonadas, a la espera de un especulador que ya nunca llegaría. La agricultura se había retirado más allá del camping, hacia el río, y grandes campos de chirimoyas y aguacates, de tomateras entoldadas de blanco, se amontonaban detrás del monte del Capitán, siguiendo el curso del Higuerón, hasta las sierras. ¿Por qué apenas recordaba esa ciudad de turistas y solo se aferraba a sus propias memorias?

      Sin venir a cuento, dejándose llevar por una vaga afinidad estética, se dejó caer en una silla de aluminio de El Timón, una cafetería con terraza, como tantas otras en el paseo marítimo, que lo protegería del sol con su cubierta de tela de franjas marrones